México en el invierno del descontento

Manifestantes en la Macroplaza de Monterrey durante una de las protestas suscitadas por el alza de los precios de la gasolina decretado por el gobierno mexicano, 7 de enero de 2017. Daniel Becerril/Reuters
Manifestantes en la Macroplaza de Monterrey durante una de las protestas suscitadas por el alza de los precios de la gasolina decretado por el gobierno mexicano, 7 de enero de 2017. Daniel Becerril/Reuters

México acaba de tener una semana infernal.

Violentas protestas sacudieron al país con manifestantes bloqueando vías y los accesos a las grandes ciudades. Las turbas saquearon centenares de tiendas y docenas de edificios públicos. Al menos tres personas murieron en el caos, incluyendo a un oficial de policía.

¿Contra qué protestan los mexicanos?

En principio contra el precio de la gasolina y el diésel que aumentaron un 20 por ciento el primero de enero. Fue un golpe bajo para muchas familias de clase media luego de un año difícil para la economía mexicana. Para el sector del transporte, la noticia fue tan desagradable como el sonido del taladro de un dentista.

Pero los mexicanos también estaban protestando contra la insensibilidad de la elite política y burocrática. En las semanas finales de 2016, la cámara de diputados le asignó a cada uno de sus 500 miembros no uno, sino dos bonos adicionales a su salario. Algunos lo rechazaron pero la mayoría se los embolsilló. Del mismo modo, cada miembro del consejo general del Instituto Nacional Electoral, ente que organiza las elecciones, recibió —cortesía de los contribuyentes— un iPhone 7. Los magistrados y jueces federales recibieron un bono de gasolina por 250 dólares al mes. Es difícil acatar un llamado nacional al sacrificio cuando los altos funcionarios del país actúan según sus propios intereses.

Esos privilegios reflejan una cultura de corrupción, impunidad y abuso en la vida pública. El año pasado estuvo dominado por historias de robo de dineros públicos por parte de gobernadores de estado. En Veracruz, en la costa del golfo, el gobernador Javier Duarte creó docenas de compañías falsas para llenar de dinero a sus amigos y familiares. Al final de sus seis años de gobierno Veracruz estaba quebrado y él, a pesar de haber sido indiciado en una corte federal, había desaparecido huyendo probablemente a Centroamérica. Mientras tanto en Quintana Roo, el estado de la Riviera Maya, el gobernador Roberto Borge instigó, si es que no participó directamente, un fraude inmobiliario que abarca algunas de las propiedades mejor valoradas del país. Como en el caso de Duarte, se desconoce su paradero.

Y la descomposición llega hasta lo más alto. Como es sabido, la mansión de Angélica Rivera, la primera dama mexicana, recibió financiamiento de uno de los grandes contratistas del gobierno. Vendió la casa a pérdida después de conocerse la noticia, pero ni ella ni el presidente Peña Nieto tuvieron que encarar consecuencias legales por el evidente conflicto de interés. Peña Nieto ofreció una disculpa, pero no por lo que él y su esposa habían hecho, sino por cómo lo había percibido la población.

Olvidemos la corrupción por un momento. En la era de Peña Nieto ni siquiera la más flagrante incompetencia es castigada si perteneces al entorno de poder. Hace cuatro meses el secretario de hacienda, Luis Videgaray, tuvo la estúpida idea de invitar a Donald Trump a México. La visita generó una violenta reacción pública, logró poco o nada y terminó en una humillación nacional. ¿Cambió Trump su posición sobre México? Pregúntenle a empresas como Carrier o Ford. Videgaray fue removido de la cartera de hacienda, pero ahora está al frente de la secretaría de relaciones exteriores, lo que implica que es el encargado de lidiar con Trump.
En este contexto, la población no estaba preparada para escuchar un argumento a favor del alza de combustible. Aunque quizá ese argumento tenga sentido: la mitad de la gasolina que se consume en México es importada, los precios internacionales del petróleo están subiendo, el peso mexicano se ha devaluado y los subsidios al combustible quizá no sean la mejor forma de invertir los escasos recursos fiscales.

Pero no se trata de un problema del mensaje, sino del mensajero. Cualquier cosa que salga de la boca de Peña Nieto sonará falso e ilegítimo. Su impopularidad se atraviesa en el camino de las políticas públicas y podría incluso convertirse en una amenaza a la estabilidad política en el futuro cercano.

Dado que no hay una fórmula mágica para resolver este problema antes del término de su mandato en diciembre de 2018, el presidente, en beneficio del país, debería mantenerse al margen y dejar a algunos de sus ministros tomar el liderazgo de los temas difíciles. Peña Nieto podría tratar de renovar el gabinete con gente fuera de su entorno para inyectarle oxígeno al gobierno.

La incorporación de Videgaray equivale a lo contrario: una bombona de monóxido de carbono. También debería tratar de llevar ante la justicia a algunos miembros del club de gobernadores ladrones (¿Duarte, quizás?) y, por último, debería tratar de demostrar carácter frente a Donald Trump.

O dejar que otros lo hagan.

O tal vez podría no hacer nada, solo pretender que es un presidente dinámico y popular y lidiar con muchas más semanas como esta.

Alejandro Hope es analista de seguridad y columnista del diario mexicano El Universal.

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