México: la muerte de los partidos políticos

Las elecciones presidenciales del próximo 1 de julio son, para muchos mexicanos, las más importantes de los últimos 50 años. No solo por la cantidad e importancia de cargos que se van a elegir, sino porque tienen lugar en medio del gran cambio mundial que está suponiendo la influencia de las nuevas tecnologías frente a la vieja política.

Acabe como acabe la elección, y gane quien gane, ya hay un primer resultado: esta elección ha sido planteada sobre una base que hace imposible que le sobrevivan los partidos tradicionales. Tanto el PRI, como el PAN y el PRD, parecen ser las grandes víctimas de este proceso electoral.

Todo el mundo pensaba que el segundo debate de los candidatos presidenciales, celebrado el pasado día 20, sería el que marcaría la tendencia hacia el final de la contienda, pero los debates políticos hoy, a estas alturas de la explosión de la comunicación salvaje a través de las redes sociales, son vestigios del pasado.

Cada época tiene su representación y, así como el sudor y el mal afeitado de Richard Nixon fueron decisivos para que el limpio y joven John F. Kennedy le ganara en el primer debate televisado de la historia, los debates en el caso de México han ido —como en otros países— marcando el devenir de la instauración de las libertades y, sobre todo, de la popularización de la democracia a través de ese gran hacedor y deshacedor de sociedades que son o eran hasta ahora las televisiones.

El debate fue una fiel transmisión de los límites, de las faltas de encanto y de las capacidades y voluntad de quienes lo protagonizaron. El candidato del PRI, José Antonio Meade, quedó, grosso modo, mucho mejor que en el anterior debate y marcó claramente la diferencia en cuanto a quien es el mejor preparado, que no necesariamente se puede traducir como el más votado y, ni tan siquiera, como el más apreciado.

El líder de las encuestas, Andrés Manuel López Obrador, estuvo en su papel. No dio ninguna explicación que resultara novedosa o que apuntara a la política que puede hacer a México más relevante en el siglo XXI. Más bien sus propuestas suenan al siglo XX. Sin embargo, su carisma hace que permanezca casi invencible cuando quedan 34 días para que las elecciones se celebren. El tercer candidato, Ricardo Anaya, mostró los límites que tiene ser un buen dialéctico y polemista, pero arrastra muchas dudas sobre su comportamiento personal.

Ser joven en México no es garantía de hacer buena y, ni siquiera, política moderna. En la anterior elección de 2012, Enrique Peña Nieto y una serie de gobernadores se presentaron como el nuevo PRI. El resultado, seis años después, es que Peña Nieto es el presidente más impopular de las últimas décadas, pese haber realizado una obra gigantesca de cambios estructurales, como el país no había conocido desde la época de Salinas de Gortari. Y el hecho de que en muchas cosas —no en violencia ni en corrupción ni en impunidad— México tiene hoy mejores cuentas de las que recibió.

Pero, al final, lo importante es saber que la gente, en determinadas condiciones, lo que quiere son cambios que le alejen de sus pesadillas o de las que ellos creen que son.

Las campañas electorales modernas son explosiones continuas de furia, humor y troles en las redes sociales. Y me temo que, poco a poco y día a día, vamos sufriendo daños cerebrales irreversibles por la atención que nos imponen los nuevos medios de comunicación, el “cuente usted su vida en 280 caracteres” o el cambio de los bytes de la democracia digital. Tampoco se debe olvidar que las campañas electorales son también las grandes creadoras de las cortinas de humo.

Moderno en política no significa inexperto ni tampoco va ligado exactamente a cuantos años de vida se han consumido. Es la capacidad de conectar con la actualidad que impone la evolución social de cada momento.

México termina el sexenio de Peña Nieto con una cifra aterradora en violencia. Se ha podido superar lo que siempre se pensó que sería insuperable, que eran los datos de asesinatos, enfrentamientos, violaciones de la seguridad ciudadana y del fracaso del deber del Estado de proteger la vida de los ciudadanos de la presidencia de Felipe Calderón.

México, como tantos otros países, vive las elecciones con furia, con el componente añadido que significan el hambre y un sistema conocido por su permisibilidad con la corrupción y la impunidad en un escenario de inseguridad física, que hace que todos tengamos miedo de ser la siguiente víctima.

Sin embargo, los miedos en abstracto como que “viene Chávez” o “México se va a convertir en Venezuela” han dejado de ser hace ya tiempo un eslogan electoral que funcione, salvo para los más sectarios detractores de López Obrador. México no es Venezuela y López Obrador no es Chávez. Tampoco quiere convertir a México en Venezuela ni podría hacerlo.

La batalla electoral en México no está planteada en términos ideológicos. Tampoco sobre las propuestas. Es una tomadura de pelo, a la que se han acostumbrado los candidatos en la era de Internet, que un equipo técnico les haga un programa de gobierno para consultarlo en la red.

En mi opinión, esa batalla depende, básicamente, de dos hechos sustanciales. El primero, el grado de frustración y furia que existe en la sociedad que, en el caso de México se añade a la necesidad de un cambio por el fracaso social. Y la segunda, tener de presidente de Estados Unidos a Donald Trump, cuyo efecto es la ausencia de cualquier límite al comportamiento político.

Los “gringos” sólo están presentes en la campaña mexicana por los insultos de su presidente. Afortunadamente, la mayoría del pueblo mexicano sabe diferenciar entre el especulador de Nueva York y Estados Unidos.

Han sido demasiados años dominados por la estabilidad financiera, los programas de austeridad, el castigo social y el mensaje político de que lo mejor son las fronteras abiertas para el comercio, comprando y produciendo todo a un precio más barato.

López Obrador cree que es necesario que las democracias tengan un componente social y lo cree básicamente porque es el único candidato priista de estas elecciones. Es, a final de cuentas, lo que mamó desde su juventud cuando militaba en su PRI original, que no es tan distinto del perfil sociológico de Morena, su partido.

Si no hay ningún accidente, si no pasa nada ni se cumple ese dicho de que “en México todo es posible”, cada día que pasa es más difícil que López Obrador no gane. Y es ahora cuando empiezan de verdad las interrogantes. Va a ganar ¿para qué? ¿con quién? ¿va a protagonizar un gobierno de exclusión o de inclusión nacional? ¿es consciente el líder de la llamada regeneración moral de que ningún partido, ni ningún presidente, por muchos votos que saque, podrá gobernar solo?

La estabilidad mundial, si finalmente gana, no estará en peligro ni siquiera la de los inversores. Pero López Obrador, antes inclusive de que se siente en el Palacio Nacional, debe saber que tiene que tener de verdad un Gobierno, unas propuestas y prepararse para la primera crisis. Por ejemplo, el hundimiento del peso entre su victoria el 1 de julio y su toma de posesión en diciembre.

Antonio Navalón, periodista.

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