México, saltando al pasado

La ventaja de López Obrador en la carrera por la presidencia de México, medida por EL PAÍS en su edición del 21 de abril pasado, es contundente: 43,4% de intención de voto contra 27,7% de su seguidor más cercano. Los números corresponden al clima de la conversación mexicana sobre el tema.

“Ya le toca”, se oye decir en todas partes, sugiriendo que el triunfo de López Obrador, luego de dos intentos de ganar la presidencia, es cosa de razonable rutina democrática. Se oye también: “Ha cambiado”. “No hay que hacer caso de lo que dice: se moderará, una vez en la presidencia”. Entre economistas: “Los mercados ya descontaron el riesgo de que gane. Su triunfo no traerá un terremoto financiero”. El dicho más socorrido es: “México no puede estar peor. Necesita una sacudida”.

Lo común a estos modos verbales son las ganas de creer que las elecciones de 2018 serán un acto de turno democrático rutinario, que López Obrador ha cambiado, que la presidencia lo moderará, que los mercados no se sacudirán con su triunfo y que el país no debe temer nada, pues no puede estar peor.

México, saltando al pasadoTengo la impresión contraria: el triunfo de López Obrador no será de rutina democrática, sino de un intento de ruptura histórica; su proyecto y sus palabras prueban cualquier cosa menos que haya cambiado; la presidencia, lejos de moderarlo, lo inflamará; la sacudida de los mercados no ha empezado: vendrá con su triunfo, y el país puede estar peor, mucho peor.

Cuatro de cada diez votantes parecen dispuestos a jugar la baraja del cambio de López Obrador, sin reparar demasiado en los detalles de su propuesta de ruptura, ni en su fuerte acento de vuelta al pasado.

Quien haya leído el libro de López Obrador 2018. La salida. Decadencia y renacimiento de México (Planeta) sabe que el centro de su proyecto es poner fin a las “políticas neoliberales” de México y regresar a la época anterior a “la política del pillaje”, cuyo inicio él cifra en el año 1983 (página 14).

El eje del proyecto es desmontar lo hecho desde entonces. A López Obrador le parece que el Tratado de Libre Comercio con América del Norte ha traído pocas cosas. Que al país de 120 millones de habitantes lo gobierna una pequeña mafia de políticos y empresarios. Que la democracia no es confiable, aunque lo haya electo jefe de gobierno de la Ciudad de México en el año 2000, haya hecho posible que compitiera dos veces por la presidencia y esté a punto de darle el triunfo en la tercera.

De ganar la presidencia, López Obrador se propone acabar con la reforma energética, que tiene rango constitucional y que ha licitado hasta ahora unos 90 contratos internacionales con valor de 80.000 millones de dólares.

Se propone cancelar la reforma educativa, también inscrita en la Constitución, que rompió el dominio de las redes sindicales sobre el sistema escolar.

Quiere echar atrás el proyecto de aeropuerto de la Ciudad de México, en el que se han invertido ya unos 3.000 millones de dólares.

En realidad, nos dice, quiere acabar con el “Estado neoliberal” de las últimas décadas y volver al “Estado rector” de 1982: un Estado que gobernaba la política, la sociedad, la economía y que ahora, en la propuesta de López Obrador, intentará también gobernar la moral, mediante la redacción, por un grupo de sabios y ministros religiosos, de una “Constitución moral”.

El corazón de aquel “Estado rector” que lo gobernaba todo era un “presidente rector” que gobernaba todo el Estado. Esos fueron los presidentes y el Estado que terminaron en 1982, en medio de una crisis mayúscula de legitimidad política y de finanzas públicas, con un déficit fiscal de 16 puntos del PIB, justamente en el año 1982.

México pasó la siguiente década sumido en una crisis asfixiante que tomaba lo mejor de sus ahorros y del valor de su moneda.

El “Estado rector” de aquellos tiempos y sus presidentes todopoderosos no se disolvieron por la conspiración de los ideólogos neoliberales, sino por sus propias cuentas de ilegitimidad, corrupción, dispendio, estatismo y abusos presidenciales.

Las cuentas terminaron de saldarse con el advenimiento de la democracia, que jugó a las carreras con la crisis económica, hasta cruzar la meta de la alternancia en el año 2000.

Todo eso es historia conocida y juzgada para los mexicanos de mi generación, pero no para López Obrador, que se refiere a la época anterior a 1982 como a la última buena época de México. Aquella historia tampoco está clara para la mayoría de los mexicanos que ven hoy en López Obrador el rostro del cambio deseado y se aprestan a votar por él.

Cambiar es el verbo de la hora en México, porque está todo el mundo harto del Gobierno y de sus muchas horas paralíticas. Pero la definición fundamental es qué clase de cambio: un cambio como reforma o un cambio como ruptura. La ruptura suena siempre más atractiva que la reforma, pero es más riesgosa en sus resultados y más incierta en su ejecución. Los riesgos se minimizan hoy en la opinión pública porque, como sugerí antes, mucha gente en México cree que las cosas no pueden estar peor. Se equivocan: pueden estar mucho peor.

La propuesta de López Obrador supone procesos legales y políticos tan complejos que su ejecución implica mucho tiempo y mucha fricción. En más de un sentido, López Obrador quiere meterle reversa a un coche que va andando. Su proyecto tiene todos los rasgos de una utopía regresiva. Literalmente, quiere regresar al año 1982, en el que, según él, empezó la decadencia neoliberal de México.

Ironías de la historia: después de las mayores reformas con potencial de futuro que haya pactado la democracia mexicana, los ciudadanos de esa democracia se aprestan a negarlas y a saltar al pasado.

Héctor Aguilar Camín es escritor y director de la revista Nexos.

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