México y Chile, feliz Bicentenario

El jueves 17 de diciembre de 1812 la «Aurora de Chile», un periódico semanal dirigido por el cura patriota Camilo Enríquez, incluyó un suelto titulado «Sobre el mítico general Hidalgo». El escrito constituyó un resumen de la temible revolución que el clérigo Miguel Hidalgo y Costilla había protagonizado en México entre el «Grito de Dolores» del 16 de septiembre de 1810 y su captura y fusilamiento en julio del año siguiente. Con independencia de que la «Aurora» pretendía ante todo subrayar a los «inocentes americanos» de Chile y alrededores la «perfidia de los peninsulares» (es decir, de los «españoles europeos»), la incomprensión que Enríquez mostró hacia el desaparecido cura Hidalgo, al que acusó de ser un traidor entreguista, permite valorar la diferencia de perspectiva entre una revolución emancipadora como la chilena, casi en todo momento bajo el control de las elites, y el levantamiento popular, masivo, indígena y subalterno, liderado por el cura Hidalgo en el Bajío mexicano. Lo que en Chile se produjo como un proceso de «organización del desorden», esto es, de independencia de España en etapas sucesivas, entre 1810 y 1818, para evitar a toda costa la dependencia de Francia impuesta por la doble crisis peninsular de 1808, política y dinástica, en el centro mexicano tomó el carácter de una revuelta brutal de las masas rurales indias y mestizas, afectadas por una crisis económica que las había sumido en la miseria.

Hidalgo era un sacerdote particular. Hijo de vizcaínos, ilustrado, no muy devoto, remiso a toda autoridad, fue enviado al curato de Dolores a modo de castigo, pues tenía por costumbre asistir a fiestas y jugar a las cartas, tenía tratos con mujeres y exhibía libros prohibidos. Cuando hizo sonar fuertemente la campana de su iglesia parroquial y exhortó a sus feligreses con el grito «Viva la religión, viva la virgen de Guadalupe, mueran los gachupines (peninsulares)», afirmó la existencia de un México distinto al de los ricos criollos capitalinos, oficiales del ejército y hacendados, precisamente aquellos que independizaron al país en 1821 de la caótica España liberal y su programa de ciudadanía. Hay que decir, sin embargo, que Chile también tuvo sus radicales en las personas de los hermanos Carrera, militares entrenados en la guerra contra el tirano Napoleón en la península, opuestos al «moderantismo» de otros padres de la patria, Bernardo O'Higgins o José de San Martín. Entre las medidas que impulsaron tanto Hidalgo como los Carrera estuvieron la abolición de la esclavitud y de la trata negrera, o la promulgación de un decreto de «libertad de vientres», por el cual los hijos de esclava ya no heredarían esa terrible condición.

Si comparamos el caso de Estados Unidos, modélico en muchos aspectos pero no en éste, con lo ocurrido en México y Chile ya en la década de 1810, observaremos que allí «necesitaron» una horrible guerra civil llamada no por casualidad «de secesión» entre 1862 y 1865 para terminar con esa lacra, y sólo en 2009 han elegido a su primer presidente de color, el mulato Barack Obama. Pese a evidencias históricas que muestran la posibilidad de un acercamiento ponderado al Bicentenario de las independencias iberoamericanas en general y las de México y Chile en particular, capaz de ofrecer un balance entre lo positivo y lo negativo sucedido en los últimos 200 años de vida independiente en las naciones emanadas de la antigua América española, los relatos del fracaso absoluto se han instalado en el imaginario continental y global con una enorme fuerza.

Desde luego, la fracasología hispánica (estamos abonados para siempre al desastre, la «España que no pudo ser» es lo que toca, el guerracivilismo es constante y genético) y sus principios anexos, que son la pornomiseria (pudiendo mostrar sólo lo malo y criminal, para qué hacerlo con lo bueno) y el pobrecitismo (la culpa siempre es de otro, el colonialismo, el imperio, el tiempo, la mala suerte) tienen mucho que ver en ello. La explicación, más allá de la continuidad de la Leyenda negra y la explotación habitual de los peores impulsos de sus contemporáneos por parte de populistas sin escrúpulos, no resulta sencilla. En los países de cultura en español se produce un fenómeno tan curioso como nefasto: la confusión entre ficción y realidad, literatura e historia, narración analítica basada en información contrastada y relatos inventados. Tenemos magníficos poetas y novelistas que no han pisado en su vida un archivo dirigiendo conmemoraciones del Bicentenario, o encumbrados «novelistas históricos» (mala ficción, nada de historia) dispuestos a contarnos «lo que en verdad ocurrió». Así como suena. El repaso a los argumentos de la historiografía mexicana y chilena, también de la española, junto a una revisión de la actualidad en perspectiva comparada y global, nos pueden permitir escapar de la prisión conceptual que representan estas ficciones del fracaso y encontrar nuevas perspectivas, adecuadas para los tiempos que vivimos. En este sentido, como ha señalado el gran historiador colombiano radicado en Oxford Eduardo Posada Carbó, la recuperación de las experiencias democráticas y electorales, de las aspiraciones de verdadera soberanía, unen como un tejido de virtud el acontecer de México y Chile durante los últimos doscientos años.

No es tan inoportuno recordar que este año también conmemoramos la revolución mexicana de 1910, puesta en marcha frente a las manipulaciones electorales del régimen de Porfirio Díaz bajo el inequívoco lema «sufragio efectivo, no reelección». O que los regímenes militares han sido en Chile una absoluta excepción y la normalidad democrática la regla: en 1850 este país era considerado «la Suiza de América». Llama la atención al respecto la cobertura en algunos medios de comunicación de los últimos procesos electorales realizados en ambas naciones, en la cual la noticia parecía la cívica y feliz reiteración de las votaciones. ¿Alguien esperaba otra cosa?

La normalidad de la política mediante el ejercicio de la democracia, ya se sabe que el peor sistema de gobierno con excepción de todos los demás, no puede impedir la visión de una realidad compleja, que también presenta graves problemas. Si los siglos XIX y XX han transcurrido en la consolidación de una soberanía inclusiva que garantizara para todos una ciudadanía efectiva, el XXI debe facilitar la eliminación de la miseria, el hambre y las carencias educativas y de otro tipo, una distribución del ingreso que consolide y aumente las clases medias, el respeto de las minorías sin la alienación de las mayorías. Calamidades recientes y actuales, como el terremoto que sacudió Chile hace unos meses y produjo una respuesta ejemplar de la sociedad chilena, o el terrible enfrentamiento del Estado mexicano contra el narcotráfico («Nosotros ponemos los muertos, ustedes los consumidores», decían en Colombia en 1990) muestran la solidez de ambas naciones, su inquebrantable voluntad de sobreponerse a las quiebras de la naturaleza y a las maldades de los seres humanos. Por eso sin duda, para ellos y para nosotros, lo mejor está al llegar.

Manuel Lucena Giraldo, historiador e investigador del CSIC.