México y su España imaginaria

En 1993 para un congreso de historia y literatura celebrado en Almería, escribí el texto que sigue: México y su España imaginaria. Lo recobro de mis archivos ahora que el Gobierno de México exige a la corona española que pida perdón por lo que el presidente mexicano juzga agravios a los “pueblos originarios”. La respuesta del Gobierno español ha sido que miremos hacia el futuro, no hacia atrás. Yo había tratado en este texto de mirar hacia atrás para tratar de entender algunas de las cosas que nos impedían mirar verdaderamente hacia adelante. El texto de Almería vuelve ahora a las páginas digitales de EL PAÍS, y si todo esto parece un tanto arqueológico, luna cavilación extemporánea sobre un desmesurado salto atrás, será porque lo es. O será porque como dice Antonio Machado, más sencilla y sabiamente: "Todo pasa y todo queda".

Los mexicanos tenemos un litigio viejo, no resuelto con España. Nuestro litigio no es, en sentido estricto, con España, con la España histórica, habitante de la península ibérica, sino con una España en gran medida imaginaria, que es el fruto de nuestra historia y de nuestras propias necesidades de fundación nacional.

Así como la unidad española se consolidó mediante la exclusión de todo lo que no fuera católico, la nacionalidad mexicana se afirmó durante el siglo XIX a partir de la negación de su legado hispánico. México condenó su historia colonial, nada menos que trescientos años de existencia de la Nueva España, y vio como un destino más deseable, el ejemplo de los países emergentes del mundo anglosajón precisamente aquellos cuya prosperidad alimentaba la decadencia del imperio español

La mayor paradoja de este desencuentro es que quienes sembraron en la Nueva España el rechazo al mundo hispánico fueron precisamente los hijos de los españoles que establecieron el orden colonial, los criollos novohispanos, que resintieron su condición de súbditos de segunda y optaron por proclamarse orgullosa, resentida y excluyentemente americanos.

Nadie encarna mejor ese desgarramiento familiar que el propio padre de la independencia mexicana, Miguel Hidalgo, un cura criollo, proclive a la innovación técnica y a las libres costumbres, que aparece de pronto, llevado por el fuego de su pasión familiar, al frente de los contingentes mestizos, indígenas y mulatos dispuestos a vengar sus afrentas sociales. No hay grito más terrible en la historia de Hidalgo que su consigna, en un momento difícil de la campaña: “Estamos perdidos. Vamos a coger gachupines”.

La paradoja se completa con el hecho de que fue precisamente en ese pasado negado de la Nueva España donde se verificó el tránsito histórico de mayor envergadura para el México de hoy, nada menos que la aparición del pueblo o la población que propiamente hemos de llamar mexicano o mexicana, y que no es, en su origen, sino el fruto de la mezcla racial y cultural verificada en la colonia.

La de los criollos novohispanos es la historia de un resentimiento y la hazaña cultural de la fundación de una nueva sensibilidad nacional. Para afirmarse ante los españoles peninsulares los criollos crearon, en el lento curso de los siglos, algunos de los motivos simbólicos más persistentes de la nacionalidad mexicana.

Los criollos propagaron la noción de la superioridad americana frente a los vicios de la metrópoli, afianzaron en la conciencia histórica de la república la noción de la colonia como una época oscura, y eligieron como raíz de la nueva identidad americana a que aspiraban, justamente aquello que nada tenía que ver con ellos, aquello de lo que no descendían: el pasado indígena, que se cuidaron de separar de los indios de carne y hueso, a quienes siguieron tratando con naturalidad segregatoria.

El triunfo de los liberales mexicanos en el siglo XIX, prolongó la visión criolla del orbe colonial no como el origen de nuestra textura nacional, sino como la impedimenta del progreso, el lugar del oscurantismo religioso, los fueros medievales, etc.

Para las élites liberales triunfadoras, empeñadas en alcanzar la modernidad política y económica, el pasado a superar fue la herencia feudal hispánica. De espaldas a España durante el siglo XIX, como consecuencia lógica de su independencia, alcanzada en 1821, la incipiente nación mexicana dio la espalda también a la zona mayor de su propio pasado, la Nueva España, el molde donde había nacido y madurado. Se definió así una continuidad entre el rechazo criollo al legado español y el espíritu antihispánico de los liberales mexicanos, continuidad acentuada por el hecho de que la lucha de los liberales se libró en gran parte para limitar los poderes terrenales de la iglesia católica, una de las mayores herencias novohispanas.

La política triunfante en el siglo XIX mexicano fue liberal, en tanto enemiga del conservadurismo hispánico, y laica, en tanto opuesta a la herencia católica novohispana, que era sin embargo, más allá de los excesos del clero, el subsuelo espiritual de la mayoría de la población.

La revolución mexicana de 1910 trajo consigo la aparición de la extraordinaria diversidad social, étnica y cultural del país. A consecuencia de su catártica diversidad, un instinto de la Revolución fue reconocer la pluralidad de México y abrirle sus puertas a todos los pasados y a todos los presentes del país.

Las décadas posrevolucionarias trajeron una considerable ampliación del imaginario nacionalista de México, una nueva reconciliación con el pasado indígena, una incorporación del siglo XIX no como la zona de anarquía que fue, sino como el antecedente formativo del país que habría de expresarse en la Revolución, y una reafirmación de la frontera norte como la línea número uno de resistencia nacional, ya que toda la Revolución transcurrió en medio de intervenciones, amagos y reclamaciones estadounidenses.

No obstante, este refrendo nacionalista del “enemigo identificado” en Estados Unidos, no hubo reconciliación nacional para la Nueva España, cuyo legado cultural habría sido el contrapeso más lógico ante la influencia de nuestra frontera norte. La visión derogatoria del patriotismo criollo siguió viva en el corazón del nuevo nacionalismo revolucionario.

El primer reacercamiento de México y España en el siglo XX se dio con la España del exilio, la España republicana, perdedora de la guerra civil. Fue una diáspora riquísima, que fecundó como ninguna la cultura y la vida intelectual de México. Pero aquel reencuentro vivificante con la España del exilio, apartó a México, tanto en lo oficial como en lo real, de la España que ganó la guerra, la España franquista, que pronto ocupó nuevamente en nuestras cabezas el casillero derogatorio que la España peninsular había ocupado en la vindicación criolla. La España de la realidad franquista volvió a ser para el discurso público mexicano, con buenas razones, el reino del oscurantismo, la intolerancia, la sepultura del progreso.

Por esta convergencia desdichada de lo real y lo imaginario, nuestro litigio con España siguió vigente, más vigente que nunca. Los Gobiernos revolucionarios acendraron el discurso criollo de la riqueza prehispánica y la reivindicación indigenista. México fue más indigenista que nunca y su nacionalismo quedó definitivamente atado al orgullo prehispánico más que a cualquiera de sus otras herencias. Pero el México posrevolucionario no se indianizaba sino más bien lo contrario. Entre 1920 y 1980, la población mexicana se urbanizó y se castellanizó, devino una población abrumadoramente no indígena. A contrapelo de su discurso indigenista, la Revolución desindigenizó a la sociedad mexicana, creó una población menos indígena y más mestiza, hispanohablante.

Pero ni esa realidad ostensible nos ha hecho volver a mirar nuestro pasado hispánico con ojos modernos, a la vez generosos y prácticos. De hecho, grandes historiadores y escritores que, a lo largo de los siglos, han reclamado esa herencia como propicia a nuestra construcción nacional, historiadores como Lucas Alamán o José Vasconcelos, han sido puestos, de un modo u otro, en el casillero del conservadurismo. La enseñanza en las escuelas públicas del país —que atienden al 85 por ciento de los educandos en México— ha sido guiada por estos contenidos nacionalistas.

No obstante, así como la historia de la España franquista refrendó la imagen negra de nuestra España imaginaria, así también los ostensibles logros de la España democrática la volvieron una fuente de inspiración y reconocimiento.

A partir de los años 80, la realidad histórica de España desmintió los rasgos derogatorios de nuestra hispanidad imaginaria. Echó por tierra incluso una idea tan arraigada como que nuestra herencia hispánica era la responsable parcial de nuestro atraso económico y nuestra incapacidad para la democracia.

Lo que sucedió en España después de la muerte de Franco, probó justamente lo contrario, a saber: que la modernización económica y la democracia política eran posibles en el país cuyo legado supuestamente ayudaba a frenar la modernidad de nuestros países.

La historia reciente nos ha situado en el umbral de lo que puede ser un fértil dilema. Por un lado está el síndrome de la Nueva España que quiere decir desigualdad, improductividad, falta de democracia. Por el otro está el rostro deseable de la España nueva, que nos habla de prosperidad y democracia. El dilema no es tal. Hay muchas cosas que recoger de la Nueva España y muchas también que aprender de la España nueva.

Para empezar, nosotros, los mexicanos y los hispanoamericanos, tenemos que reconciliarnos con nuestra raíz hispánica negada, porque en esa raíz hay la diversidad que necesitamos para vivir en nuestro tiempo.

Necesitamos no el aislamiento, sino la ampliación de nuestras fronteras mentales, hacia adelante y hacia atrás. Hacia adelante, asimilando creativamente la oleada de integración y contacto que, en todos los órdenes, gobierna nuestro mundo. Hacia atrás, aprendiendo a leer nuestra historia como parte de la historia del orbe hispánico, que a su vez no puede verse sino como parte de la historia de Occidente.

El más grande error que se comete en la enseñanza de nuestra historia ha dicho Luis González, es igualar la historia de México, con la historia de lo sucedido en el territorio de lo que hoy llamamos México. La historia de México empieza mucho después que la historia de su actual territorio. Partes fundamentales de la historia de los mexicanos no sucedieron en el territorio que hoy es México, sino fuera de él, precisamente en España. Sólo por esta confusión, digamos, territorial, puede alguien creer que los mexicanos son más olmecas que musulmanes o más teotihuacanos que andaluces. Por esa confusión, añado yo, nos hemos privado absurdamente de enseñar nuestra historia como el cruce de culturas que es, dedicándole tanto tiempo a las civilizaciones indígenas, como a la civilización española. Nos hemos privado así de la posibilidad de abrir nuestras fronteras históricas, de entender más y ser más cosas, que las que dicta nuestro localismo historiográfico.

A la hora de las integraciones planetarias que nos propone el mundo, nuestra respuesta no puede ser el exclusivismo local —azteca, guaraní, cholo, chicano o catalán— sino la recuperación de la gran experiencia iberoamericana de la diversidad en la unidad que empieza con las dominaciones griega y romana de la península ibérica y termina, por ahora, con el hispanoahablante indocumentado que busca su lugar en la economía norteamericana, se radica y se mezcla, pero al mismo tiempo resiste, como a lo largo de los siglos ha resistido la frontera cultural de Iberoamérica con Estados Unidos, como si a lo largo de esa frontera siguieran peleando, en una lucha sin vencedor, las raíces culturales de un imperio muerto y las puertas abiertas al presente de un imperio vivo.

Nuestra modernidad de fin de siglo requiere salir de la negación anticolonial y asumir y reencontrar nuestra poderosa raíz hispánica, no en lo que tuvo de exclusivismo colonial, sino en lo que tiene de mezcla y diversidad fundidas en un producto único. Es una tarea digna de nuestro mejor esfuerzo tratar de recuperar a plenitud nuestro pasado, para enfrentar con mejores recursos nuestro presente y nuestro futuro. Y los mejores recursos para ello son los que hablan en nuestra historia del contacto, la mezcla y la asimilación, los recursos de la identidad mestiza y la fortaleza cultural de la matriz hispánica, una de las más poderosas de Occidente.

Héctor Aguilar Camin es escritor e historiador.

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