Mi año sin ir de compras

Mi año sin ir de compras

La idea comenzó en febrero de 2009 durante una comida con mi amiga Elissa, alguien que me cae muy bien pero a quien solo veo en pocas ocasiones. Entró al restaurante vistiendo un ajustado abrigo negro de cuello alto.

“Vaya”, dije admirada. “Qué abrigo”.

Ella acarició la manga. “Sí. Lo compré al final de mi año sin ir de compras. Aún me siento un poco mal al respecto”.

Elissa me contó la historia: luego de haber viajado gran parte del año anterior, decidió que ya tenía suficientes cosas, o mejor dicho demasiadas cosas. Así que prometió que durante los próximos doce meses no compraría zapatos, ropa, bolsos ni joyería.

Me impresionó su disciplina, pero se encogió de hombros y dijo: “No fue difícil”.

Yo hice algunos experimentos a pequeña escala: dejé de comprar en Cuaresma durante unos años. Siempre me sorprendía lo bien que me hacía sentir. Pero no fue sino hasta el año pasado cuando me decidí a seguir el ejemplo de mi amiga.

A finales de 2016, nuestro país había dado un giro hacia el baño de oro, una celebración eufórica que me mantenía despierta por las noches. No podía concentrarme en escribir ni leer y en mi ansiedad me descubrí navegando, mecánicamente, en dos sitios de internet: intentaba apaciguar mis miedos con fotografías de zapatos, ropa, bolsos y joyería. Intentaba distraerme pero eso me hizo sentir aún peor, como cuando te quedas una larga noche en un bar fumando cigarrillos y bebiendo ginebra. La pregunta tácita durante las compras es: “¿Qué necesito?”. Y lo que yo necesitaba era tener menos cosas.

Mi plan consistía en renunciar a lo mismo que Elissa: prendas de vestir. Pero al cabo de una semana de mi año sin ir de compras, me compré una bocina portátil. Cuando llegué a casa me sentí ridícula. El “no ir de compras” debía incluir artículos electrónicos ¿no?

Así que pensé en mi propia lista arbitraria de reglas para el año. Necesitaba un plan serio pero no tan draconiano como para abandonarlo en febrero, así que aunque no podía comprar ni ropa ni bocinas, sí podía comprar lo que fuera del supermercado, incluyendo flores. Podía comprar champú, cartuchos para la impresora y baterías, pero solo cuando se me terminaran las que tenía.

Podía comprar boletos de avión y comer en restaurantes. Podía comprar libros porque yo escribo libros y soy copropietaria de una librería y los libros son mi negocio. ¿Sería capaz de pasar todo un año sin comprar libros? Podía haber ido a la biblioteca o podía haber leído los libros que ya tenía en mi casa, pero no lo hice; compré libros.

Los regalos fueron una prueba difícil. Me gusta dar regalos y me di cuenta de que ir a comprarlos podría ser una trampa. Así que decidí regalar libros, pero no siempre me apegué a esa regla. Mi editor se casó en 2017 y no le iba a obsequiar un libro como regalo de bodas. Aun así, mi frenesí por comprar cosas para alguien más debía ser frenada.

La idea de que nuestro afecto y estima debe manifestarse en otro suéter es algo reduccionista. Elissa dijo que le regaló tiempo a la gente, un certificado para cuidar de sus hijos o para limpiarles la casa. “Eso”, me dijo, “resultó ser lo más difícil. El tiempo es muy valioso”.

Me criaron en el catolicismo y pasé doce años en una escuela católica para niñas. Así como es muy probable que un niño que crece asistiendo a la sinfónica disfrute de la música clásica y un niño criado en un hogar bilingüe probablemente hable dos idiomas, muchos niños criados en el catolicismo tienen un don para la abnegación. Incluso ahora mi hermana y yo planeamos cómo ayudar a otros de la misma manera en que las personas planifican sus vacaciones familiares: ¿a qué podemos renunciar? ¿Qué otro beneficio podemos agregar?

Mis primeros meses sin compras estuvieron llenos de alegres descubrimientos. Se me acabó el bálsamo para labios y antes de decidir si el bálsamo era una necesidad, busqué en los cajones de mi escritorio y en los bolsillos de mis abrigos. Encontré cinco.

Una vez que comencé a hurgar en el compartimento debajo del lavamanos del baño, me di cuenta de que podría realizar el experimento durante tres años más antes de terminarme toda la crema corporal, los jabones y el hilo dental. Resulta que nunca me deshice de los productos capilares y cremas faciales que había comprado a lo largo de los años y que no me habían gustado; simplemente los arrumbé debajo del lavamanos. Ahora los uso.

En marzo me dieron ganas de tener un reloj Fitbit, el nuevo que parece un brazalete y no necesita conexión con un teléfono inteligente. Durante cuatro días lo deseé con todas mis fuerzas. Y luego (¡puf!) ya no lo quería. Recuerdo que mis padres trataron de darme una lección cuando era niña: si deseas algo, espera un poco. Es probable que ese sentimiento se desvanezca.

El truco no solo reside en dejar de adquirir cosas, sino en no salir de compras. Eso incluye no divagar en la sección de descuentos del sitio J. Crew en momentos de ociosidad. Significa que los catálogos deben ir directo a la basura bajo el precepto de que si no lo veo, no lo quiero. Hacia la mitad del año podía ir a una tienda con mi madre y mi hermana si me lo pedían. Podía decirles si el vestido que se estaban probando les quedaba bien, sin desear probármelo yo misma.

No salir de compras te ahorra una cantidad de tiempo impresionante. En octubre, entrevisté a Tom Hanks con motivo de su colección de cuentos frente a 1700 personas en un teatro de Washington. En otro momento, habría pensado que una ocasión como esa ameritaba la compra de un vestido nuevo y habría perdido dos días buscando uno. De hecho, Tom Hanks jamás había visto ninguno de mis vestidos, ni la gente del público. Fui a mi armario, elegí algo apropiado para el clima y lo metí en mi maleta. Listo.

En el verano le hice un favor a una amiga y me compró un par de tenis. Su acto de bondad me emocionó. Una vez que dejé de buscar cosas qué comprar me volví extremadamente agradecida por las cosas que recibía. Si hubiera salido de compras este verano le habría dicho a mi amiga: “No es necesario”, y lo habría dicho en serio.

El deseo por algo no tarda mucho en desvanecerse, se trate de unos cigarrillos o de ginebra o de unos pastelillos. Una vez que le agarré el modo a renunciar a las compras, no me costó tanto trabajo. Lo difícil era vivir con la deslumbrante abundancia que se había vuelto más que evidente cuando intenté dejar de tener más. Cuando pude ver las cosas que poseía y las que realmente eran importantes me quedé con una sensación intermedia entre el asco y la humillación. ¿En qué momento adquirí tantas cosas? ¿Habrá alguien más que las necesite?

Si dejas de pensar en lo que podrías querer, es mucho más sencillo darte cuenta de lo que los demás no tienen. Hay una razón por la que casi todas las religiones consideran las posesiones materiales un impedimento para alcanzar la paz. Es por eso que Siddharta tuvo que abandonar su palacio para convertirse en Buda. Es por eso que Jesús dijo “Bienaventurados los pobres”. Es por eso que mi amiga, la hermana Nena, una monja católica de 85 años, tomó el voto de pobreza al entrar en el convento a los 18 años.

La hermana Nena fue mi profesora de lectura cuando estaba en primer grado y desde entonces me ha enseñado muchísimas cosas más. Siempre que le pregunto si necesita algo, niega con la cabeza. “Son cosas”, dice, refiriéndose a todo aquello que no es Dios. Si estás buscando inspiración genuina en este sentido, te invito a leer Barking to the Choir: The Power of Radical Kinship, de Gregory Boyle, un libro que muestra cómo se ven los lugares comunes de la fe cuando se ponen en acción.

Las cosas que compramos una y otra vez son una especie de capa gruesa de vaselina untada sobre un cristal: podemos ver algunas siluetas, claroscuros, pero debido a nuestro constante deseo por aquello que seguimos anhelando nos perdemos de los detalles de la vida.

En realidad no llevé un registro contable ni doné a los pobres el dinero que no me gasté en perfumes, pero sí comprendí mejor el concepto del dinero como algo que ganamos y gastamos y ahorramos para obtener las cosas que deseamos y necesitamos. Una vez que pude superar el deseo y ser honesta acerca de las prioridades, fue mucho más sencillo darles más dinero a las personas que realmente podían usarlo.

Para que conste, sigo teniendo más de lo necesario. Sé que hay una gran diferencia entre no comprar cosas y no poder comprar cosas. El hecho de no comprar nada durante un año no me acerca más a la pobreza, pero me ha puesto en el camino de descifrar qué puedo hacer para ayudar.

Entiendo que adquirir bienes es el núcleo de la economía y del crecimiento laboral. Agradezco a todas las personas que compran en la librería. Pero tomarse un descanso del consumismo no hará que el mercado financiero se derrumbe. Si buscas un propósito de Año Nuevo, debo decirte que este es grandioso.

Lo que aún no descubro es cómo termina el experimento. ¿Comienzo a comprar de nuevo? ¿Compro menos? Llamé a Elissa. No la había visto en años. Me dijo que después de haberse comprado el abrigo negro había decidido hacerlo un año más.

“Me di cuenta de que tenía que tomar demasiadas decisiones que eran de gran relevancia”, dijo. “Había gente que ayudar, cosas por hacer. No salir de compras libera muchísimo espacio en tu cerebro”.

De modo que, por ahora, mantendré mi promesa, ¿quién sabe cuán lejos puedo llegar? En un país decidido a vendernos vestidos y blusas sin hombros (aunque me gusta pensar que no habría caído en esa trampa incluso si hubiera estado de compras), es bueno sentarse en una banca durante un rato.

O, como la gran activista social Dorothy Day solía decir: “Lo mejor que puedes hacer con las mejores cosas de la vida es renunciar a ellas”.

Ann Patchett es autora de la novela reciente Commonwealth y copropietaria de Parnassus Books.

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