Mi deuda con Joan Didion

Joan Didion, quien falleció el jueves 23 de diciembre a la edad de 87 años, inspiró al menos a dos generaciones de ladrones impostores a irrumpir en su obra, despojarla hasta quedar en su expresión más básica y decorarla con sus propias neurosis aburridas. Ningún otro escritor de ensayos, excepto James Baldwin y George Orwell, ha tenido más imitadores. Durante 30 años, parecía que todas las ediciones de todas las revistas tenían al menos un “didionismo” en alguna de sus páginas, ya fuera un listado de artículos minuciosamente seleccionados o uno de los conjuros que usaba para iniciar secciones de textos. Resulta que estoy en el valle de la Muerte…

Los escritores jamás deben revelar sus influencias porque los toques nunca son tan sutiles ni tan evocadores como deberían. Pero cuando me enteré de la muerte de Didion, revisé algunos de mis escritos y me invadió un sentimiento de vergüenza. ¡Había robado muchísimo de ella! Por ejemplo, este año, cuando me pidieron hacer una semblanza del actor Steven Yeun, empecé con un prólogo farragoso de 1500 palabras sobre mí y mis propias neurosis. La inspiración vino del perfil que hizo Didion en 1965 sobre John Wayne, el cual leí por primera vez cuando era un adolescente de 17 años que solo escribía poemas en prosa acerca de “mi generación” en el estilo de Allen Ginsberg y Jack Kerouac.

Hay una escena en la película Amadeus en la que Salieri encuentra la evidencia del genio de Mozart en un atril abandonado. Mientras Salieri lee la partitura, cae en un doloroso trance y no solo ve la prueba de su propia mediocridad, sino también la muestra de que las posibilidades de la vida son mucho mayores de lo que había imaginado. Yo sentí algo parecido cuando terminé de leer The White Album (El álbum blanco, en español), la recopilación de ensayos de Didion publicada en 1979 sobre la política en California. Vi la fotografía de su Corvette Stingray amarillo de 1969 y leí la prosa perfectamente equilibrada. Esos ensayos se enlazaban en largas oraciones, pero con una forma y una fuerza que mis antiguos héroes beatniks jamás consiguieron del todo, pues remplazaban la eficiencia con una franqueza que me parecía más infantil con cada ensayo que leía de Didion.

Mi deuda con Joan Didion
Fotografía de Everett / Shutterstock

Pasé los siguientes 25 años tratando de escribir como Didion. Cuando volví a revisar mis escritos esta semana, ella no aparecía sutilmente, como pequeños rastros de nitrógeno en la tierra, sino en plena forma: como si alguien —yo, por ejemplo— hubiese escarbado en su jardín y sacado sus cosechas para luego venderlas en el mercado como si fueran mías.

No me incomoda revelar esto porque sin duda no soy el único. Los ensayistas estadounidenses modernos, por lo general, intentan emular una serie de textos constitutivos: “Notas de un hijo nativo”, de Baldwin; “Matar a un elefante” o “Reflexiones sobre Gandhi”, de Orwell, o “El álbum blanco” o “Adiós a todo aquello”, de Didion. En realidad, no hay necesidad de delatar a mis colegas amantes de Didion: ellos saben quiénes son y lo más probable es que ya hayan confesado sus propios robos en los días que han transcurrido desde su muerte.

¿Pero qué hay en esos primeros ensayos —“Arrastrarse hacia Belén” y “El álbum blanco”— que inspira tanto hurto de ideas? Como regla general, los ensayistas son amados por su honestidad o respetados por sus incisivos comentarios políticos. (Baldwin fue el único, en mi opinión, que demostró tener ambos talentos). Didion, por su lado, no empezó su carrera como una escritora particularmente honesta, aunque más tarde lo sería. En ocasiones, escribía en un estilo confesional, pero eso no es lo mismo. Tampoco mostró una perspectiva política especialmente persuasiva o siquiera clara en sus primeros textos, como “Arrastrarse hacia Belén”. Esa colección de ensayos en particular se vale de un truco estilístico: declara que el mundo se va a acabar y luego te suelta un montón de observaciones sobre Haight-Ashbury en 1967 y te pide que hagas todas las conexiones necesarias. Es decir, es la versión en ensayo de una “novela de cuentos cortos”.

Con el tiempo, la propia Didion se volvió cautelosa respecto de su propia ambigüedad y empezó a escribir con el estilo más directo y explícito de su famosa defensa de 16.000 palabras de “los cinco de Central Park” en 1991. Pero quiero concentrarme en los primeros trabajos de Didion porque esos son los que hipnotizan a tantos jóvenes escritores y los condenan a una vida de imitaciones deslucidas.

La explicación más simple está en las mismas oraciones. A continuación, un pasaje de “John Wayne: Canción de amor”:

La verdad es que al crecer yo no me convertí en la clase de mujer que protagoniza una película del Oeste, y aunque los hombres a los que he conocido han tenido muchas virtudes y me han llevado a vivir a muchos sitios, nunca han sido John Wayne, y nunca me han llevado tampoco a ese recodo del río donde crecen los álamos. Pero en las profundidades de mi corazón donde cae eternamente la lluvia artificial, esa sigue siendo la frase que yo espero oír.

Cuando leí esas frases por primera vez en el bachillerato, me enamoré de la autora. Este no es un hecho novedoso ni de particular interés; todo adolescente distímico y amante de las letras de 17 años se enamora de Joan Didion. Pero también sentí una sensación inmensa de libertad: el movimiento beat me había hecho creer que, si quería ser escritor, debía dejar de estudiar de inmediato y viajar por todo el país a bordo de mi camioneta Dodge Caravan del 87, sentir cada rincón fracturado de esta nación e informar sobre lo sagrada que había sido toda la experiencia. En contraste, Didion me mostró que, si bien podía hacer cosas como conocer a Eldridge Cleaver y Jerry Garcia en el verano de 1967 o incluso hacer un perfil periodístico de John Wayne, lo que más querían mis lectores imaginarios era saber de mí.

La mayoría de los ladrones de Didion comienzan sus carreras de imitación después de una revelación similar. Un crítico cruel diría que Didion inspiró a una generación de narcisistas a hacer muchos menos reportajes. Ese tipo de acusaciones me parecen absurdas: algunos de los mayores narcisistas que he conocido en mi carrera han sido las personas que hacen berrinches cada vez que alguien habla en primera persona y que se dan golpes en el pecho por alguna consigna absurda como “demos voz a los que no la tienen” o algo así. Tampoco creo que sea más fácil escribir acerca de uno mismo que llenar unas cuantas páginas de cuaderno con citas, llamar a un “experto” de Harvard y luego organizar todo eso en oraciones institucionales que son casi ostentosas en su falta de ambición. Prefiero la interpretación de uno de mis profesores de la escuela de posgrado. Después de leer la introducción de “John Wayne” en voz alta en clase, gritó por lo que parecieron cinco minutos sobre la valentía que se requería para hacer una semblanza de John Wayne y dedicar los primeros tres párrafos a escribir sobre la ocasión en que tú, tu madre y tu hermano pequeño vieron unas películas en una barraca Quonset en Colorado Springs.

Sin embargo, sí creo que hay un matiz casi evasivo en las primeras obras de Didion, algo que explica por qué tantos han tomado sus primeros textos como inspiración. Así como describió la ciudad de Nueva York como un lugar para “los muy jóvenes” en “Adiós a todo aquello”, “El álbum blanco” y sobre todo “Arrastrarse hacia Belén” se pueden leer como plantillas para escritores jóvenes que quizá tampoco han definido lo que quieren expresar, pero de todos modos quieren expresarlo; que quieren ser honestos, pero solo han reunido la valentía suficiente para escribir en el estilo confesional que le robaron a Didion.

En esos primeros escritos, ella se presenta como una forastera que atestigua con indiferencia los afanes sórdidos de todos, desde los miembros del Partido Pantera Negra hasta los integrantes de The Doors, pero admite que en realidad no entiende por qué hacen lo que hacen. Conoce a jóvenes que han sido marginados de la sociedad y solo te cuenta sobre las drogas que consumen, los rituales estremecedores que realizan y la manera indirecta en que demuestran que “el centro ya no se sostenía”, lo que sea que eso signifique. Siempre les dice a sus lectores, tal como lo hizo en los primeros párrafos de “Belén”: “Ni siquiera sabía qué estaba intentando averiguar”.

Conforme pasan los años, cada vez me desilusiona más el desapasionamiento de esas primeras obras. ¿Por qué Didion veía con tanto escepticismo el idealismo de sus pares? ¿Por qué siempre insistía en hablar sobre ser una “californiana de quinta generación”? ¿Por qué escribió en 1970 “si yo pudiera creer que ir a una barricada iba a afectar en lo más mínimo el destino del hombre me iría a esa barricada”? ¿Acaso no se percató de los cambios que habían sucedido en Estados Unidos gracias a que tantos de sus compatriotas habían hecho precisamente eso? ¿Desestimaba el movimiento por los derechos civiles y los movimientos de concienciación de la comunidad negra, latina y tercermundista que surgieron en Berkeley, su alma mater? ¿Por qué en sus primeros escritos elegía Didion tan a menudo la conclusión más bellamente escrita, pero a fin de cuentas opaca, como lo señaló Louis Menand en The New Yorker?

“Ella era capaz de ver lo que sucedía en las calles con la claridad inmejorable con la que parece haber nacido”, escribió Menand. “Lograba que sus lectores lo vieran, pero no podía explicarlo”. Tal como escribió la propia Didion: “Es fácil ver los principios de las cosas, y más complicado ver los finales”.

Estas proclamaciones enredadas, aunque a veces banales, sentaron las bases para los imitadores de Didion, como yo, que siempre señalan alguna ambigüedad que podrían aclarar fácilmente con unas cuantas frases o una llamada telefónica. Una vez que expresan la idea, hacen una pausa dramática mientras la mente de sus lectores explota de asombro, no por la verdad que acaban de no revelarles, sino por la honestidad funesta del escritor. Hubo una época en la que creí que toda la buena escritura debía basarse en ese tipo de confesiones audaces sobre lo que el autor desconocía, pero he empezado a sospechar que esto se debió a que, durante todos esos años en los que estuve imitando las primeras obras de Didion, en gran medida consideraba que la escritura era una actuación en la que yo era el público principal.

Aun así, a pesar de que admiro el trabajo posterior de Didion, en el que dejó de lado casi todos los artificios de sus primeros textos sin que esto afectara su prosa elaborada e implacable ni el encanto de Joan Didion, su protagonista, he descubierto que no lo retomo de la misma manera en que releo “John Wayne: Canción de amor” o “El álbum blanco” de manera compulsiva. Todas esas declaraciones de no saber conceden también cierto espacio. Podemos imaginarnos que tal vez seamos capaces de resolver esas incógnitas tal como ella lograría hacerlo más adelante.

Jay Caspian Kang es columnista de Opinión.

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