Mi familia había sufrido una pérdida tras otra. Luego llegó la pitahaya

Mi familia había sufrido una pérdida tras otra. Luego llegó la pitahaya

De niño, odiaba la granja de la familia.

Siempre hacía calor, apestaba a estiércol y ahí fue donde un árbol aplastó y mató a mi abuelo. Cuando íbamos de visita, me la pasaba jugando con mi Game Boy mientras los otros niños se turnaban para montar a los novillos.

Así que el año pasado me sorprendí cuando mi papá me pidió que me encargara de la granja. Hacía poco que se había jubilado y planeaba vender parte del terreno para pagar su casa en la ciudad. Viviría del resto de la granja e iría en auto unos días a la semana. Sin embargo, el abogado que contrató se robó las tierras. Mi papá perdió su casa y temía perder todo lo demás.

Accedí a su petición, pero no tenía idea de qué hacer. Soy periodista y pasaba casi todo mi tiempo sentado frente a una computadora como editor de un pequeño periódico en la capital, San José. La granja estaba unas horas al norte de la ciudad, en Guanacaste, una provincia conocida por sus hermosas playas y campos ganaderos. También es conocida por sus sequías cada vez más graves.

Guanacaste se ubica en el Corredor Seco de Centroamérica, casi 1610 kilómetros de terreno que se extiende desde México hasta Panamá y es una de las regiones más vulnerables del mundo ante el cambio climático. Las temperaturas están en aumento; el corredor está creciendo; y tanto las sequías como las precipitaciones irregulares conspiran para asolar la región y el sustento de sus millones de residentes. En 2014, la peor sequía que se ha visto en el área desde hace más de 80 años causó daños estimados en 25 millones de dólares a los sectores ganadero y agrícola de Costa Rica.

Al principio, pensé en vender la granja. Aunque sí como carne, no soy partidario de la industria ganadera debido a los estragos que causa en el medioambiente. Sin mencionar los vívidos recuerdos que tengo de los enormes moretones que les salían a los trabajadores de la granja cuando los bovinos los pateaban. No obstante, el periódico cerró en mayo del año pasado y necesitaba algo en qué ocuparme.

Empecé a investigar sobre una alternativa para la ganadería y me topé con la pitahaya, o fruta del dragón, que está repleta de vitaminas, nutrientes y una pulpa de color magenta brillante. También crece en un cactus nativo de esa región de Costa Rica y puede sobrevivir meses sin agua. Hasta su nombre en latín, Hylocereus costaricensis, parecía perfecto.

Entonces, en octubre del año pasado, puse manos a la obra. Me reuní con Juan Carlos Sotela, el primo segundo de mi papá que tiene una pequeña parcela de tierra al lado de la granja y ayuda a mantenerla. Juan Carlos es un tanque, su torso tiene forma de barril y lo apodan “Panzón” por su enorme barriga. Lo he visto darle un golpe a un toro y soportar patadas de caballos. Incluso sobrevivió cuando lo atropelló un camión.

Sin embargo, lo que casi acaba con él fue la pérdida de su hijo José Ángel. José tenía apenas 18 años cuando falleció. Le encantaba la vida de vaquero. Recuerdo que lazaba a los perros de la granja desde que tenía cinco años. Luego, una tarde a finales de agosto de 2017, José estaba arreando al ganado cuando se desató una tormenta eléctrica.

José no llegó a cenar, y Juan Carlos supo que algo andaba mal cuando vio que el ganado andaba suelto por la calle. Él y su otro hijo, Chuzi, corrieron al área donde José trabajaba y lo encontraron debajo de un árbol, muerto al lado de su caballo y un becerro. Les había pegado un rayo. Su hermano recuerda haber visto un agujero en la copa del árbol, el cuerpo calcinado de José y un celular que había estallado en el bolsillo de su camisa.

La granja suele estar muy callada al anochecer, pero durante semanas tras el incidente mis parientes me contaron que se podía escuchar a Juan Carlos y a su esposa llorando todas las noches. Juan Carlos perdió la voluntad de trabajar y vendió la mayoría del ganado que había tardado años en reunir. El corral se llenó de maleza. Me contó que soñaba que José galopaba en su caballo hacia él mientras una inundación lo perseguía por detrás, pero no podía rescatarlo.

Juan Carlos se ha mostrado emocionado con el proyecto de la pitahaya. Lo único que sabía era cómo ser ganadero y jamás pensó en hacer algo distinto. Ahora, cuando estoy podando una planta para estimular su crecimiento o voy a comprar un cepillo para hacer polinización manual, me pregunta por qué hago lo que hago.

“Todos los días se aprende algo nuevo”, es su respuesta favorita después de que contesto sus preguntas.

El año pasado, cuando empezó a limpiar la granja para sembrar, Juan Carlos dejó que yo durmiera en la antigua habitación de José. Había recortes de periódicos y revistas con imágenes de caballos en los muros y la única fuente de luz era una pequeña linterna nocturna enchufable. La electricidad llegó a la granja hasta mediados de los años 2000, y a José no le gustaba tener luces encendidas de noche.

Me levantaba al amanecer para aprovechar las pocas horas frescas antes de que el sol arrojara toda su luz y calor durante el resto del día. No me tomó mucho tiempo darme cuenta de que el bloqueador solar y una gorra de béisbol no me protegerían lo suficiente; cualquier parte descubierta de mi piel crepitaba y se quemaba. Tienes que usar manga larga, pantalones, guantes y un sombrero de ala ancha, conocido en la región como un chonete.

Tardamos semanas en despejar el terreno. Cavamos cientos de agujeros, arrastramos postes de madera hasta cada uno de ellos y los fijamos ahí. La pitahaya crece en cactus tipo enredadera. Echa sus raíces mientras escala el poste y luego se ramifica como una melena verde con púas. Las flores brotan pocas veces al año. Es una flor espectacular, grande y blanca, que conserva su forma durante una sola noche antes de marchitarse y empezar a transformarse en una fruta.

Invertí todos mis ahorros en empezar la cosecha. Para mediados de diciembre, ya tenía mil cactus bebés que miraban hacia el cielo. La primera flor brotó en junio y recolectamos el primer fruto el 8 de julio. Era diminuto, apenas suficiente para hacer un vaso de jugo, pero era una pequeña bola magenta de esperanza.

Cuando una sequía arrasó con la región en 2015, miles de cabezas de ganado murieron en Guanacaste y la industria decayó un 60 por ciento. Según los pronósticos, la situación en el Corredor Seco de Centroamérica solo empeorará. Y a pesar de que esto acabará con granjas y ranchos ganaderos, pocas personas aquí pueden pensar en construir un sistema de recolección de aguas pluviales para una catástrofe ecológica que cada vez luce peor cuando tienen que reparar su auto para ir a comprar medicina para el ganado hoy mismo.

Irónicamente, mi padre también es un escéptico del cambio climático. Pero me he dado cuenta de que su escepticismo está profundamente arraigado en la granja. Mi papá, que estaba viviendo en Connecticut, regresó a toda prisa a Costa Rica tras el accidente de mi abuelo. Tres médicos distintos le dijeron que su padre se recuperaría, así que mi papá se fue. Mi abuelo murió a los pocos días. El primer recuerdo que tengo de mi padre es de él llorando en lo alto de las escaleras después de que murió mi abuelo. Desde entonces, le cuesta confiar en médicos, científicos o expertos. Piensa que las iniciativas ecológicas son maneras en que las empresas corruptas sacan rédito de los fondos gubernamentales.

Si bien el gobierno ha emprendido un plan ambicioso para que el país sea neutro en carbono para 2050, las comunidades rurales han sido históricamente abandonadas por el Estado y en este momento necesitan ayuda con desesperación.

Mi papá está muy consciente de la escasez de agua que enfrentamos —aunque dice que esto ha sido un problema desde hace mucho— y le alivia la poca cantidad de agua que requiere la pitahaya en comparación con el ganado. También le ha agarrado gusto a la pitahaya; de hecho, ha sido el consumidor principal de nuestra pequeña cosecha de este año. También le emociona el precio elevado al que se vende la fruta en los supermercados.

Tras su jubilación y la estafa de la que fue víctima, a mi papá le preocupaba no tener nada que ofrecer. Yo sabía que no era así, por supuesto, pero esta pequeña fruta le ayudó a volver a imaginar un futuro. Quiere expandir el proyecto de la pitahaya y construir una nueva casa en la granja. Incluso está planeando construir un taller de carpintería y plantar un jardín de árboles frutales.

Yo siempre quise construir cosas con mi papá —un “go-kart”, una casa del árbol— pero no lo veía mucho cuando era niño. Sin embargo, ahora, todos los días construimos algo juntos.

Alexander Villegas es un periodista independiente que vive en Costa Rica y se especializa en periodismo de investigación, historias de interés humano y reportajes sobre el medioambiente en Latinoamérica.

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