Mi memoria de la democracia

Le he dado algunas vueltas a la conveniencia de escribir sobre la iniciativa del Gobierno de impulsar una edición revisada y ampliada de la Ley de Memoria Histórica, ahora bajo el desconcertante rótulo de Memoria Democrática. El mejor desprecio es no hacer aprecio, decía mi madre, y es tan tosca la intención de los autores que puede que lo mejor sea el silencio. Si los autores quieren que se ponga esta cuestión en el centro de la agenda, no hay que darles ese gusto.

Sin embargo, el desentendimiento en esta cuestión es casi equivalente a la complicidad. Y ni siquiera por omisión cabe la complicidad con este atropello a la memoria, a la democracia… y a la inteligencia.

Cuando nací apenas hacía 11 años del final de la Guerra Civil. Como muchos integrantes de mi generación, me crié en una familia en la que había combatientes de los dos bandos, por azar geográfico o por convicción. La guerra estaba muy presente en nuestra socialización doméstica. Pero lo estaba ya entonces en un sentido muy preciso en el que ganadores y perdedores encontraban un punto fundamental de tangencia: cualquier cosa antes que repetirla.

Mi memoria de la democraciaEl pacto de olvido y reconciliación al que se dio forma en la Transición no fue el fruto del oportunismo y la cobardía, como ahora se quiere presentar, sino la condensación de una aspiración que de forma más o menos explícita o latente compartían la mayor parte de los españoles y que, de acuerdo no a mi personal memoria democrática (sintagma absurdo) sino a mi memoria de la democracia era ya muy mayoritaria no sólo entre quienes no habíamos vivido –y sufrido– aquella guerra, sino entre sus propios protagonistas en ambos bandos.

Destacadísimos dirigentes del bando perdedor (como Santiago Carrillo, Ramón Rubial, Josep Tarradellas o Juan de Ajuriaguerra) participaron del pacto de reconciliación. De alguna forma, su participación es testimonio inequívoco de la amplia coincidencia en superar el pasado y fundar el futuro en un compromiso de tolerancia y pluralismo. Desde 1977 se fueron adoptando toda suerte de medidas de reparación hacia los perdedores y sus herederos perfectamente justas y adecuadas, como lo son las que siguiendo ese mismo espíritu están todavía pendientes. Tales medidas han incluido reparaciones materiales y morales, reconocimiento e integración.

Este espíritu perduró cerca de 30 años sin quiebras significativas. Bajo los gobiernos de UCD, del PSOE y del PP, hasta 2004, se mantiene el afán compartido de mirar hacia delante y pensar más en construir la historia común que en reescribir la de división pasada. A la llegada de Zapatero al Gobierno se empieza a alimentar el afán de resucitar aquella división y la primera Ley de Memoria Histórica (Ley 5/2007) ya introduce el germen de lo que el actual anteproyecto lleva al paroxismo: una historia falsificada, obligatoria, maniquea y profundamente disfuncional en términos de la convivencia de los españoles de hoy y de mañana.

La operación sirve el inconfesado propósito de alimentar una narrativa que sus inspiradores consideran útil a sus intereses. Se trata de encender a Vox, ningunear al PP y dar santo y seña antifascista al PSOE, para arrebatar a UP o al menos compartir con ellos la propiedad de la marca. De paso, este reclamo antifa sirve para legitimar la política de apaciguamiento con los independentistas o el blanqueamiento de los herederos de ETA: a fin de cuentas todos los brazos son pocos para parar al fascismo. Los efectos que puede provocar son enormemente deletéreos, mucho más allá del tramposo impulso que mueve a sus promotores.

Este malhadado proyecto normativo no pretende ni cancelar el franquismo –que está más que cancelado– ni siquiera reivindicar la República. Lo que de verdad quiere cancelar es la Transición. Es en ese sentido en el que pretende otorgar carácter basal de nuestra actual democracia a una experiencia que, aunque naciera de un amplio impulso popular, se tornó muy pronto en una democracia problemática, violenta y divisiva, que algunos califican de fallida. Obviamente, la culpa de ello no es solo imputable a los republicanos: los enemigos de ese régimen también pusieron mucho de su parte. Pero lo cierto es que ni unos ni otros hicieron lo mínimo por colmatar la falla entre aquellas dos Españas de triste recuerdo.

Es exactamente lo contrario de lo que sucede con el proceso político de la Transición, el más importante empeño de reconciliación e inclusión de nuestra historia moderna. Por eso, lo peor de esa atribución de legitimidad fundacional y de paternidad histórica de la actual democracia a la Segunda República es que implica negársela a su verdadero basamento fundacional, la Transición. Y esta manipulación histórica y política tiene consecuencias de muy distinta naturaleza y alcance.

La primera se relaciona con la voluntad de expulsar retrospectivamente de la legitimidad democrática a quienes –desde el centro y la derecha– impulsaron aquella reconciliación. Puede parecer lo de menos a estas alturas. Pues no: según los promotores de este engendro, aquella reconciliación es incompatible con la voluntad de garantizar el «derecho a la investigación de las violaciones de los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario ocurridas […] en el periodo que va desde la muerte del dictador hasta la aprobación de la Constitución española». Es decir, que la instalación de la democracia en España tiene que examinarse a la luz de las violaciones de los derechos humanos que en su curso se supone que se cometieron. No extrañará en consecuencia que la Fiscalía diera vía libre a la humillante iniciativa de la jueza Servini, una peronista pirada, de interrogar a Rodolfo Martín Villa por «genocidio y crímenes contra la Humanidad» durante ese periodo. Humillante no sólo para Martín Villa, uno de los mejores ejemplos de ese espíritu de reconciliación, sino para todos quienes con él y desde partidos y posiciones muy diversos, aportamos nuestro granito de arena (el mío, insignificante) a aquella tarea.

Pero esta malversación de nuestro pasado inmediato me parece menos importante que el secuestro de nuestro futuro próximo. El proyecto impone eso que ellos llaman una «resignificación» (la aplican al Valle de los Caídos, pero en realidad es extensiva a todo lo acontecido entre 1936 y 1978) que implica inevitablemente resignificar también no sólo la Transición sino los 42 años de democracia constitucional que hemos vivido. Y esa Historia Oficial obligatoria, que muchos han comparado con 1984, la distopía de Orwell, en este caso no está en una novela, sino que aspira a estar en el BOE. Y del BOE, a los libros de texto, convertida en fuente exclusiva de conocimiento histórico (¿sometida a censura previa?) de los niños y jóvenes de mañana. Se trata de instaurar una reductio ad Francum, émula de la reductio ad Hitlerum que teorizara Leo Strauss, para mandar al basurero de la historia cualquier alternativa política que disienta del relato oficial.

Tal vez alguno piense que con la que está cayendo –pandemia, problemas de gobernanza y crisis territorial, ruina económica, abuso sistemático de los recursos del poder, cuestionamiento de la forma de Estado– este es un tema menor. Yo no lo creo. Creo que esta iniciativa está profundamente imbricada en un propósito destituyente que disimula una reforma constitucional de facto eludiendo las exigentes garantías de mayorías hiper-cualificadas y de refrendo popular que establece el artículo 168 de la Constitución. Este proyecto no es ninguna broma y nadie debería tomarlo como tal: si se deja pasar esta reforma embozada de la Constitución, antes o después vendrá la otra sin embozo.

José Ignacio Wert fue ministro de Educación, Cultura y Deporte 2011-2015. Su último libro es Los Años de Rajoy. La Política de la Crisis y la Crisis de la Política (Almuzara, 2020).

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