Mi primera entrevista con Suárez

Ayer, 28 de febrero, hizo 30 años que tuve mi primera entrevista --desde luego secreta-- con Adolfo Suárez. Se celebró en un chalet que José Mario Armero (q.e.p.d.) poseía en Aravaca. Acudimos a ella tomando las máximas precauciones para no ser sorprendidos. El secreto lo exigía Adolfo, que hasta entonces se había negado a que yo formara parte de la delegación de la Comisión de los Nueve, que preparaba con el Gobierno las etapas de la Transición.

Los comunistas estábamos excluidos de la "democracia limitada" que se preparaba desde las alturas. Aunque ya en ese momento el Rey, Suárez y un grupo de ministros --Landelino Lavilla, Martín Villa, Osorio y Gutiérrez Mellado-- habían empezado a considerar difícil la exclusión del PCE, no había en aquel Gobierno una mayoría dispuesta a encajar tal viraje.

El saludo de Suárez, al encontrarnos fue increíblemente cordial. No me sorprendió. Yo había estudiado desde meses antes al personaje. Había seguido en la televisión los discursos de Suárez en las Cortes de procuradores defendiendo la ley de la reforma y algunas de sus declaraciones de prensa; ninguna semejanza con el estilo de los falangistas; el suyo era el de un demócrata reformista. Sabía, además, que su padre y abuelo habían sido republicanos y sufrido cárcel; no estaba entre los vencedores, sino entre los vencidos. Ni a él ni a mí nos costó gran cosa encontrar el terreno y el tono para un intercambio de ideas sobre el futuro de España. En el cara a cara Adolfo era un hombre de extraordinaria simpatía personal. Empezó diciéndome que él y yo habíamos librado una partida de ajedrez sin vernos y que yo le había hecho seguir mi juego. Quizá exageraba, pero era un comienzo muy cortés y modesto por su parte, si se tiene en cuenta que él era el jefe del Gobierno y yo no dejaba de ser todavía un clandestino.

Decidimos hablar de Política con p mayúscula. Y abordamos diversas cuestiones, incluida la situación económica. Sobre esta última convinimos ya en la necesidad de un pacto político-social que tiempo más tarde se materializó en los Pactos de la Moncloa.

Hablamos de la descentralización política del Estado, de la necesidad de autonomías. En aquel momento yo pensaba particularmente en Catalunya, Euskadi y Galicia. Coincidíamos en la necesidad de una Asamblea Constituyente, la amnistía, la legalización de partidos políticos y organizaciones sociales; también en que era preciso un sistema parlamentario basado en la soberanía popular.

Estaba claro que Suárez no veía, en cuanto a la forma de gobierno, más posibilidad que la Monarquía. Yo lo descontaba sabiendo que Suárez formaba parte de un movimiento de reforma, que encabezaba el rey Juan Carlos y que consideraba la Monarquía como el pivote en torno al cual debía estructurarse un sistema de libertades políticas. En ese momento, para la dirección del PCE estaba claro que un acuerdo con los reformistas era indispensable para salir del franquismo. Por eso yo insistí en que toda fuente de poder residía en el pueblo y que la Constitución futura garantizase que el Gobierno y el Parlamento tendrían todo el poder ejecutivo y legislativo. Suárez estuvo de acuerdo y fue fiel a su palabra.

Como es lógico, en la conversación hablamos de la legalización del PCE. Suárez intentó todavía convencerme de que nos presentáramos a la elecciones como "independientes", alegando que había fuertes obstáculos a la legalización. En esto fue en lo que nos entretuvimos más tiempo. Yo sabía que había obstáculos y comprendía muy bien de dónde podían venir. Pero esos obstáculos debían vencerlos el Rey y los reformistas del franquismo. Si se consideraban incapaces de hacerlo eso significaría que sus promesas de restaurar la democracia no pasaban de ser buenas intenciones y que estaban prometiendo a Europa un cambio que eran impotentes para hacer. Si no se legalizaba el PCE, lo que resultaría sería el fracaso de sus promesas, la del Rey y las de Suárez. Y nosotros desenmascararíamos la ficción.

La conversación había durado seis horas. No hubo conclusiones. Ni se estableció ningún acuerdo concreto. De la bandera ni hablamos. Pero Suárez y yo salimos convencidos de que nos habíamos entendido. El sabía que los comunistas íbamos a cooperar resueltamente al cambio político posible en aquellas circunstancias. Y yo pensaba que él era un hombre que luchaba sinceramente por un cambio democrático y que estaba dispuesto a afrontar los riesgos de la legalización del PCE.

De este modo, la negociación entre el Gobierno y la oposición que había comenzado con un veto a mi participación personal de hecho se cerró definitivamente en esa entrevista secreta de seis horas entre Adolfo y yo mismo.

Aldofo Suárez ha entrado ya por derecho propio en la Historia de España como un gran político que supo dirigir con acierto y un valor personal excepcional el cambio que puso fin a la dictadura franquista. Se jugó mucho al hacerlo. Por eso merece el reconocimiento de todos los demócratas.

Santiago Carrillo, ex secretario general del PCE.