Mi recuerdo de Margaret Thatcher

Margaret Thatcher fue una figura innovadora y excepcional. Cuando la veías tenías la sensación de que podías empezar cualquier idea nueva con ella. Era sorprendente porque en muchos sentidos ella era convencional, pero le gustaban las ideas y las palabras. Recuerdo que le propuse un texto y que eso nos condujo a una larga conversación sobre la diferencia entre las palabras «supino» y «prono».

A sus ministros les parecía excesiva su preocupación por encontrar siempre la frase o la palabra adecuadas. «Ese discurso de Melbourne –me dijo una vez Peter Carrington en Blackpool– es excelente. Pero era excelente hace una semana. Y se pasó todo el tiempo intermedio revisando lo que no hacía falta revisar».

En realidad, creo que esa preocupación por las palabras era una parte educativa fundamental de su preparación para cualquier declaración o conferencia.

Tenía un gran interés por la historia, aunque nunca la había estudiado. Una vez me preguntó el número del Felipe que fue padre de Alejandro Magno. «Felipe V», le dije sin dudar. «Qué extraño, pensaba que era el segundo». «No, primera ministra», insistí. «¿Quiere que lo mire en la Enciclopedia Británica?», preguntó un funcionario que por fortuna estaba allí. «¿Le importaría, Clive?», dijo Margaret. Tenía razón, yo estaba equivocado.

Estando en mi presencia, le dijo una vez a un sorprendido catedrático de Oxford, Malcolm Deas, un experto sobre Colombia, que le gustaría estudiar con él cuando hubiese acabado «todo ese asunto de la política».

Le gustaba conocer los antecedentes históricos de los países que visitaba. Una vez le hice un análisis resumido de las principales dinastías chinas. El embajador, el gran sinólogo Percy Cradock, cuyas cualidades poco comunes apreciaba mucho Margaret, arqueó, divertido, sus distinguidas cejas.

Pensaba a menudo que el Foreign Office era demasiado «blando» para hacer frente de forma eficaz a la Unión Soviética y prefería hablar con historiadores serios, como Hugh SetonWatson o Leonard Shapiro. George Urban fue otro historiador cuyas opiniones le interesaban. Y al igual que todos los demás, disfrutaba de las conversaciones con Isaiah Berlin. «Así es como los presidentes estadounidenses dirigen su política exterior», dijo en una ocasión. «Encuentran expertos en todo y hablan con ellos».

Resultó que Margaret Thatcher, aunque era bastante ignorante en materia de asuntos exteriores antes de ocupar el cargo, fue una primera ministra que, excepcionalmente, mantuvo muy buenas relaciones con la Unión Soviética, a cuya transformación asistió, y también con EE.UU, de cuyo presidente llegó a ser íntima amiga. El presidente Reagan y ella, junto con el Papa Juan Pablo II, pusieron fin a la Guerra Fría, y lamento bastante que no se celebrase la victoria.

Al oponerse al general Galtieri en las Malvinas, también abonó el camino para acabar con el gobierno de los militares en Argentina y, quizás, en otros países latinoamericanos.

Se opuso firmemente a la idea del desarme nuclear unilateral, ya que lo consideraba una absoluta locura.

Creía que muchos diplomáticos eran un poco condescendientes. Por eso, en una ocasión me contó que pensaba que uno de sus secretarios privados era blando por el hecho de que su padre era irlandés, y su mujer, alemana. En realidad, ese secretario privado fue uno de los funcionarios más inteligentes que tuvo.

En cualquier caso, era muy amable, especialmente con sus empleados a tiempo parcial, como yo. «¿Le gustaría llamar por teléfono a su mujer para decirle que a lo mejor llega un poco tarde esta noche?», me preguntó una vez. Ya eran las once y media.

Margaret Thatcher fue a Madrid a finales de 1978, justo cuando Jim Callaghan, que era el primer ministro laborista por aquel entonces, había suspendido unas elecciones que todo el mundo esperaba que se celebrarían en octubre. Accedió a pronunciar un discurso en el congreso de UCD y lo hizo. Me pidió que la acompañase y lo hice. Fue interrumpida de forma violenta por una persona que gritó: «¿Y el Peñón?». Naturalmente, no sabía que «peñón» era Gibraltar en el lenguaje político español. Lo que le impresionó en aquella visita fue una conversación con el brillante Adolfo Suárez, que estaba usando su mágico encanto de una forma muy eficaz.

También la vi en otros lugares en el extranjero; por ejemplo, después de un discurso sobre Europa en Luxemburgo. Le gustaba mucho hablar a primera hora con el embajador y su equipo.

Conocí por primera vez a Margaret Thatcher con Leon Brittain, cuya tarea consistía en encontrar catedráticos que podrían estar interesados en su visión de la política. Me pidió que le escribiese lo que pensaba sobre la política. Lo hice. Una semana más tarde recibí una llamada de teléfono de una secretaria, Caroline Ryder, que me dijo: «A la señora Thatcher le gusta mucho su discurso sobre los ideales de una sociedad abierta y lo usará la próxima semana». «¿Qué quiere decir?», le pregunté. «No era un discurso». «La señora Thatcher considera que lo es», dijo Caroline. La semana siguiente, usó la declaración como discurso sin cambiar apenas una palabra. Así es como empezó todo.

Yo no era, naturalmente, ni un político ni un economista, sino un historiador, pero, aun así, me convirtió en presidente de la fundación Centro de Estudios Políticos que Keith Joseph y ella fundaron como alternativa de libre mercado al Departamento de Investigación Conservadora. Desde luego, yo no era la persona adecuada para dar consejos sobre economía de libre mercado, pero ella creía que sí y que sabía bastante de política exterior. Tuvimos dos discusiones: una, sobre la invasión estadounidense de la isla de Granada, que yo pensaba que era oportuna; y la otra, más seria, sobre el impacto de la unificación alemana en 1989. Pero, por lo demás, siempre mantuvimos una buena relación. Yo pensaba también que podría haber liderado Europa en vez de desafiarla. Pero quizás eso fuera pedir demasiado.

Me encantaba hacer cosas para ella. Era muy divertido, y eso es, principalmente, lo que recuerdo de ella. Y seguí haciendo cosas para ella durante más de diez años. La recordaré con entusiasmo, afecto y admiración.

Hugh Thomas, historiador.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *