Mi solución al hambre

Mi solución al hambre

Desde mediados del siglo pasado sequías cada vez más frecuentes, prolongadas e inclementes han venido afectado al Sahel, un territorio de más de cinco mil kilómetros de largo por quinientos de ancho, que se extiende desde el Océano Índico al Atlántico, incluyendo a países tan pobres como Somalia, Etiopía, Sudán, Chad, Níger, Mali o Mauritania. Millones de personas mueren cada año, especialmente niños, y como el hambre y la sed llevan a la desesperación se ha generado un imparable flujo de emigrantes hacia un continente europeo que no sabe cómo contener tan desbordante avalancha pese a invertir fortunas en vigilancia costera o vallas de alambre espinoso.

Ver los cadáveres de cuantos mueren intentando atravesar el desierto, los cuerpo flotantes de cuantos no consiguen alcanzar las costas de la tierra soñada o la carne lacerada por cuchillas de acero de cuantos pretenden saltar esas vallas desgarra muchos corazones, y debido a ello personas caritativas, naciones comprometidas y organizaciones humanitarias intentan paliar ese hambre a base de enviar a Somalia, Etiopía, Sudán, Chad, Níger, Mali o Mauritania toneladas de arroz, harina, maíz, judías o lentejas.

Pero como el ser humano ha evolucionado a lo largo de milenios y no es ni una cabra ni una gallina, expulsa los granos tal como los ingirió. Para convertirlos en digeribles necesita agua y fuego, y por lo tanto lo que en realidad se está haciendo es multiplicar el problema, a imagen y semejanza de aquellos médicos que practicaban sangrías a los enfermos de anemia. Ello viene a significar que cada día que pasa se añade miseria a la miseria.

Solemos ver en la televisión a una pobre mujer cocinando con cuatro tristes ramas -e incluso utilizando excrementos de animales puesto que los árboles y arbustos también han ido desapareciendo por culpa de la sequía- pero no advertimos que parte del agua se evapora mientras intenta que el arroz se ablande hasta volverse comestible.

Para nosotros un casi invisible vapor que se pierde carece de importancia, pero para una mujer subsahariana es vida que escapa hacia la nada; la vida de sus hijos que no podrán beber al día siguiente. Y se puede sobrevivir dos semanas sin comer, pero tan solo tres días sin beber.

Para volver digerible una taza de arroz se necesitan dos tazas de agua y como consecuencia suele ocurrir que tales alimentos a menudo se desperdician debido a que una pobre mujer que ha recibido un par de kilos de arroz o maíz se ve obligada a caminar durante horas bajo un sol abrasador consumiendo más energías de las que va a obtener a cambio de su carga y sabiendo que carece de agua o combustible.

No resulta extraño que al fin opte por desprenderse de su carga y que unos alimentos que ha costado mucho producir, empaquetar y transportar a miles de kilómetros de distancia acaben siendo pasto de cabras, pájaros o lagartijas porque no hemos sido capaces de comprender que, pese a la buena voluntad de donantes y cooperantes, dichos alimentos no son los adecuados.

Otro de nuestros grandes errores estriba en enviar al Sahel leche en polvo visto que los bebés no pueden digerirla si no se mezcla con un agua que suele estar contaminada, por lo que la mayoría de los menores de un año no mueren de hambre sino de disentería.

La máxima autoridad en la materia, Josué de Castro, afirmaba en su injustamente olvidado libro, Geografía del Hambre, que el hambre aguda provoca apatía, indiferencia y falta de ambición. Tal comportamiento está considerado como desidia o una especie de melancolía racial, pero su principal causa es un hambre crónica, ya que la deficiencia en ciertas vitaminas comienza por embotar el apetito y cuando el individuo no sufre hambre física ha perdido su mayor estímulo: la necesidad de comer.

Los hombres cazadores y más tarde los hombres agricultores vivieron durante milenios respetando a la naturaleza pero en menos de doscientos años los hombres industriales arruinaron la labor de sus antecesores. Y para colmo han irrumpido en escena los hombres cibernéticos incapaces de ver más allá de lo que no se encuentre en una pantalla, ya que como algún descerebrado ha llegado a asegurar: «Lo que no esté en internet, no existe», sin caer en la cuenta que las máquinas tienen memoria y dan respuestas pero carecen de sentimientos y por lo tanto ni sueñan, ni imaginan. Ninguna pantalla se conmueve a la hora de mostrar a personas que sufren ya que por su interior no corre sangre, sólo plasma.

A la vista de ello, los esfuerzos se han centrado en la búsqueda de fórmulas que reduzcan de forma notable las tres variables que conforman la raíz del problema del hambre en el Sahel: alimentos, agua y combustibles. Y en esa búsqueda no se ha recurrido al manido argumento: «No le regales un pez a un hambriento; enséñale a pescar». De poco sirve enseñarle a pescar a un subsahariano puesto que en el Sahel no hay peces ya que por no haber, ni tan siquiera hay mar. Y además resulta muy difícil aprender con el estomago vacío. Lo primero que se debe hacer para conseguir que la mente de un niño se desarrolle es proporcionarle las vitaminas que necesita su cerebro.

Mucho antes del descubrimiento de América, incas, mapuches y patagones, es decir, los primitivos pobladores de la costa del Océano Pacífico, ya habían advertido que los granos de maíz previamente tostados y después molidos duraban más, consumían menos agua, eran extremadamente resistentes al ataque de gorgojos o cualquier otro tipo de plagas y resultaban mucho más alimenticios que si primero se molían y luego se tostaban.

También descubrieron que la harina resultante consumía menos agua al ser amasada, por lo que convirtieron el ñaco en la base de su dieta, costumbre que aún se mantiene en algunos países del Cono Sur. Es rico en calorías, contiene al menos siete vitaminas y resulta más nutritivo que la carne.

Paralelamente, a miles de kilómetros de distancia y sin haber mantenido aún ningún contacto con ellos, en la costa Atlántica de África los bereberes y los guanches prehispánicos también habían comprendido las ventajas de tostar cualquier tipo de grano -trigo, cebada, centeno e incluso judías o lentejas- antes de molerlo, dando lugar a lo que acabó llamándose gofio, y que continuó siendo parte importante de su dieta, máxime desde que se incorporó el maíz procedente de América. Durante mi infancia, y como canario, no concebía la vida sin gofio, pero resulta evidente que proporcionárselo en polvo a los habitantes del Sahel no resolvería sus problemas puesto que continuarían necesitando agua.

No obstante tales problemas se reducen de forma harto considerable si previamente se ha mezclado con agua y con otros ingredientes hasta convertirlo en una pasta compacta de textura semejante a la masa de pan y que se envía envasada al vacío.

Si se ha mezclado con leche, queso o frutos secos se puede comer directamente y resulta muy útil a la hora de socorrer con eficacia y rapidez a víctimas de inundaciones, guerras o terremotos. Sin embargo, si se ha mezclado con jugo de carne o de pescado, necesita combustible que permita convertir esa masa en algo verdaderamente útil.

El Sahel carece de combustibles, pero la radiación directa anual supera los 2.000 kwh/m2 y la temperatura sobre superficies oscuras pueden alcanzar los 150º, por lo que una plancha metálica negra expuesta al sol absorbe tanto calor que en poco tiempo vuelve comestibles la mayor parte de los alimentos. Camellos, cabras, burros y lagartos lamen las rocas antes del amanecer puesto que la enorme diferencia de temperatura entre el día y la noche -en ocasiones de más de 30º- las han cubierto de un rocío que les ayuda a calmar la sed.

Resulta lógico aceptar que uniendo todos esos elementos -granos tostados antes de ser molidos, metal negro y agua de rocío- se consigue reducir de forma sustancial el hambre en los países del Sahel.

Se debe proporcionar a las familias bandejas de metal negro y brillante, con un reborde de no más de dos dedos de ancho.

Y ese reborde debe contar con un único agujero.

Por el día como plancha de cocina que aprovecha la energía solar y dándole la vuelta como horno.

Por las noches actuará como recogedor de rocío.

Colocando la bandeja con una diferencia de inclinación de unos quince centímetros, con su único agujero en la parte inferior y bajo él un recipiente, se consigue que a partir de la medianoche la escarcha comience a depositarse sobre el metal que se está enfriando, las gotas de agua resbalen y acaben en el recipiente evitando de ese modo que se evaporen con la llegada del calor.

Si en el interior de la bandeja se colocan ramas con abundantes hojas, la superficie capaz de captar las gotas de escarcha y acabar en el recipiente aumenta de forma considerable. Es un sistema parecido al que utilizaban los aborígenes herreños para recoger el agua del árbol Garoé.

Un efecto semejante se obtendría extendiendo sobre la bandeja un estropajo metálico.

La cantidad de agua obtenida dependerá de varios factores pero sea la que sea es agua no contaminada con la que preparar biberones de leche en polvo sin miedo a que los niños mueran.

Esa leche se templará sobre esa misma bandeja ya expuesta de nuevo al sol.

Alberto Vázquez-Figueroa es escritor. Acaba de publicar su última novela, Hambre (Ediciones B).

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