Mi sueño de una noche de verano

Estos últimos días he tenido ocasión de leer dos excelentes artículos relativos al estado actual de nuestro modelo autonómico, y la verdad, no me resisto a realizar también algunas consideraciones. La primera, recogida en una reciente Tercera del catedrático y maestro Manuel Ramírez, con el título «El problema de las Autonomías y sus raíces». La segunda, del asimismo buen jurista, el profesor Sosa Wagner, con el nombre «¿Dispone de territorio el Estado?»; una materia, esta última, sobre la que tuve oportunidad de manifestarme en esta columna bajo el título de «Territorio constitucional» (18-II-2004). Pero, a diferencia de las antedichas colaboraciones, una centrada en las causas de los excesos en la construcción del Estado de las Autonomías -«desde la nunca ocultada postura de acérrimo defensor de un Estado fuerte y enemigo de cualquier fisura que quiebre su unidad», y la otra sobre las dificultades para seguir postulando la existencia de un territorio -«Pues es un hecho anómalo pero cierto que en España el Estado ha dejado de disponer de su territorio... un Estado en estas condiciones ¿es un Estado?»-, voy a detenerme en las medidas que podrían encauzar el sistema autonómico. Sabedor, no me tachen de ingenuo, de las enormes dificultades políticas, constitucionales y administrativas para su implantación. Pero nos hallamos en época estival, donde es sencillo adormecerse pensando, como en la obra de William Shakespeare, El sueño de una noche de verano, en las bondades de hadas, duendes y enamorados.

A) La preservación del interés general y por ende nacional. Esta habría de ser, por encima de cualquier consideración, la razón de cualquier acción política, ya sea del Estado central o de las Autonomías, pues éstas constituyen también, estructural y funcionalmente, parte del Estado español. Un interés general, y por ende nacional, de todos los ciudadanos españoles -cualquiera que sea el lugar de su residencia- que fue apuntado por los mismísimos revolucionarios franceses de 1789: la primera misión de un ciudadano es la defensa de su Res Publica. Un interés nacional lamentablemente abandonado o pospuesto con el transcurso de los años. En el caso de las Autonomías, pues han estado comprensiblemente atareadas en la defensa de sus intereses más propios y en resaltar sus rasgos diferenciadores. Y en el supuesto del Estado central, pues ha ido haciendo dejación -a causa de la necesidad de los Gobiernos de la Nación de contar con los apoyos de los partidos nacionalistas en el Congreso de los Diputados- de ciertas obligaciones. El diagnóstico del profesor Roberto Blanco es demoledor: «La lógica del interés general ha desaparecido desde hace tiempo de la política española». Y es que la autonomía no atribuye carnés de democracia, justicia, ni modernidad.

B) La existencia de una política de Estado sobre nuestro modelo territorial. Las políticas de Estado, tales como la educación, la sanidad, la inmigración... son ineludibles en cualquier Estado cohesionado. Unas políticas de Estado que han de refrendarse, al menos -aunque sería deseable la mayor unanimidad-, por los dos grandes partidos nacionales representantes del noventa por ciento de la ciudadanía. Políticas de Estado, con mayúsculas, por dos razones. La primera, porque, dada su relevancia, son de naturaleza transversal y afectan a la integridad de los españoles. La segunda, porque de no ser así, el partido que se encuentra hoy en la oposición, pero que alcanzará indefectiblemente el poder en una democracia, derogará una normativa en que no participó, para instar una legislación alternativa. ¿Les suenan tales despropósitos?: diez leyes en materia de educación, seis en extranjería, etcétera.

C) El respeto a un marco constitucional rectamente interpretado. Un marco definido con claridad en el artículo 2 de nuestra Magna Carta: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». Un sistema que no puede descansar exclusivamente sobre una imparable hipertrofia del principio de autonomía, mientras se violenta el de unidad y se ningunea el de solidaridad. Pronto lo apuntó el Tribunal Constitucional: «La autonomía hace referencia a un poder limitado... autonomía no es soberanía, y en ningún caso el principio de autonomía puede oponerse al de unidad, sino que es precisamente dentro de éste donde alcanza su verdadero sentido» (STC 4/1981, de 2 de febrero). Aquí no hay más naciones políticas que la Nación española. Aquí no cabe derecho de secesión. Aquí no existe derecho de autodeterminación. Se auspicia, claro que sí, la mayor autonomía política, impensable si echamos la vista atrás, pero soberanía sólo hay una: la predicable, en el conjunto del territorio nacional, de la Nación española. De aquí que sean reprobables las mutaciones constitucionales impulsadas últimamente por vía de la reforma de los Estatutos de Autonomía. El modelo territorial está fijado en la Constitución. Si se desea su modificación, habrá que revisar previamente la misma por los rígidos procedimientos fijados, y no como se ha hecho -pues no se dispone de las mayorías requeridas para la reforma constitucional-, por una espuria puerta de atrás. Y ya que las principales instituciones del Estado han de ser las primeras en dar ejemplo ¿para cuando -tras tres años de retraso- la sentencia sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña? Como decía el profesor Álvarez Conde, en otra Tercera, «Tempus regit actum», «El Tribunal está obligado a realizar un esfuerzo adicional para garantizar la seguridad jurídica». El modelo admite diversidad de tratamientos, sí, pero siempre que se respete la igualdad y no se escondan privilegios.

D) La lealtad en el ejercicio de las competencias. La lealtad es asimismo, en la línea de la bundestrue alemana, exigible a los operadores políticos nacionales y autonómicos. Una lealtad que no es sino corolario, vuelve a reiterar el Tribunal Constitucional, «del más amplio deber de fidelidad a la Constitución» (STC 64/1990, de 5 de abril). Dejemos de interpretar torticeramente los preceptos constitucionales, dejemos la eufemística expresión de Estado español para no hacerlo de España o de la Nación española, dejemos de actuar desde la triste invocación del «imperativo legal».

E) La pertinencia de cerrar el modelo territorial, por vía de un gran acuerdo político nacional o por una reforma expresa de la Constitución. Es de todo punto imposible soportar las perennes reclamaciones centrífugas de las Autonomías, y seguir con la incesante cesión de competencias del Estado -hoy ya residual en demasiados ámbitos-, al socaire de puntuales respaldos del Gobierno de turno en las Cortes Generales. Unas desafortunadas delegaciones que, al hilo de un malhadado artículo 150 de la Constitución, han desfigurado el marco estatutario ordinario. Una clausura que podría llevar aparejada, ¡por qué no!, otras reclamaciones competenciales autonómicas, pero que debería implicar concurrentemente la avocación/recuperación de competencias por parte del Estado. Especialmente, dada la fragmentación, escaso nivel y falsaria impartición de conocimientos, en historia, lengua española -de ella ya ni les hablo- y geografía. Paralelamente, habría que reclamar del Estado el ejercicio de la Alta Inspección. Las competencias están para ejercerse, y hay que saber decir que no.

¿Qué como llevamos tales acciones a término? Joaquín Leguina, quien fuera presidente de la Comunidad de Madrid, en uno de los Cursos de Verano organizados por la Fundación de la Universidad Rey Juan Carlos, bajo el sugerente título de «La otra España posible», señalaba con rotundidad: «Cuando en Política aparecen los sentimientos ancestrales y se hace bandera de cualquier reivindicación, el único remedio consiste en aplicar la razón y luego la firmeza, usada claro está, por el Estado democrático». Así de claro. En ello consiste parte del buen gobierno.

Pedro González Trevijano