Miedo de nosotros mismos

No tenemos miedo del terrorismo ni de los terroristas. Sabemos que estamos delante de un problema de extrema complejidad contra el que no hay soluciones mágicas. Somos conscientes de que la seguridad absoluta es imposible. Todo esto lo sabíamos, y ahora lo sabemos todavía mejor. Y no nos da miedo. O eso decimos.

Y sí, tenemos mucho miedo de ser xenófobos y racistas. Y eso está bien. El racismo es un mal absoluto. Niega la condición de persona al otro. Lo despoja de individualidad, segrega al colectivo, lo menosprecia, lo humilla negándole la condición de igual y lo somete, lo destierra o lo extermina en el peor de los casos. La historia está llena de ejemplos. Conviene no olvidarlos. Da miedo.

Vivir atemorizado por estas cuestiones es conveniente. Ser conscientes de que puede abrirse la puerta del infierno es condición para mantenerla cerrada. Pero también hay que vigilar de cerca al miedo, porque a veces su efecto es paralizante y produce el efecto contrario del que pretende evitar. No salva, condena.

En nombre del miedo a la xenofobia y al racismo hemos construido una liturgia narrativa de los atentados de Barcelona y Cambrils que alivia la responsabilidad de los criminales para situarla en la espalda de todos. Como si en última instancia fuese una especie de espíritu colectivo quien condujese la furgoneta asesina por la Rambla o quien azuzase el deseo de los terroristas de Cambrils de ensañarse con quien se les cruzase por delante. «¿Qué hemos hecho mal?» ha sido la primera y en algunos casos la única pregunta. Es pertinente, pero  ¿de verdad debe ser la primera ante unos salvajes dispuestos a regar nuestras calles con cuanta más sangre mejor?

Y no queriendo ser racistas acabamos siéndolo. Porque lo es negar a estos terroristas el trato que daríamos a los de otra confesión o ideología. Estos jóvenes eran unos asesinos fanáticos. Jóvenes, de acuerdo, pero no niños mayores como se ha querido insistir desde la voluntad de rebajar su responsabilidad. Convertir al joven en niño para exonerarlo de sus crímenes también ha sido una constante posatentados. Ser joven no exime de nada. Son también primeros y últimos responsables de sus decisiones y de sus crímenes.

Es también discriminatorio no querer hablar de terrorismo islamista y hacer lo posible para tapar esta lacra con una sábana generalista que todo lo cubre, eliminando el adjetivo que lo define e identifica. Es terrorismo islamista. Igual que el criminal de Charlotesville era, es, un criminal supremacista de la ultraderecha. Los atentados quieren apellido para ser reconocidos, y la memoria de las víctimas exige saber en nombre de qué y por qué se las ajustició.

Es segregacionista hablar de la comunidad musulmana en tercera persona. Hablar de ellos. Si nos llenamos la boca con su catalanidad indiscutible, debemos darle el trato igualitario que merece en todas las ocasiones. Y esto pasa también por situarla delante del espejo como hacemos con todo y con todos. Pasa por decir serenamente que se detecta entre muchos un silencio espeso ante el extremismo, que muchísimos catalanes musulmanes viven como ciudadanos de segunda por haber nacido mujeres, que es verdad que una parte del trabajo de integración (real, no ficticia) de las administraciones y los catalanes ateos, agnósticos o de otras religiones se puede hacer mejor, pero que hay una parte muy sustancial que debe hacerse en los propios entornos de las comunidades de fe y cultura musulmana. Cada día, todos los días.

Es también el miedo a ser tachados de islamófobos el que nos invita a negar el carácter religioso de este terrorismo. Matan en nombre de su Dios, pero no queremos creerlo. Es una cruzada y actúan como soldados de la fe. Buscamos excusas para hallar otras justificaciones porque nos resulta inconcebible entenderlo, alejados como estamos del pensamiento religioso la mayoría de la sociedad. Pero lo es. Solo desde el desprecio y tomándonos como un chiste la fuerza que la fe da al creyente para bien y para mal se puede negar el carácter religioso de este terrorismo.

Ni usted ni yo conducíamos una furgoneta asesina por la Rambla. Estaba al volante un terrorista islamista, joven, catalán que decidió militar en una facción que entiende su religión de una manera criminal y totalitaria. Y sí, los tenemos y  los tendremos entre nosotros. Y sí, necesitamos llamarlos por su nombre y el compromiso absoluto y diario de quienes están más cerca de ellos para tener posibilidades reales de derrotarlos. Y mientras tanto, tengamos miedo de nosotros mismos. Pero el miedo que nos hace estar alerta, no el que inmoviliza.

Josep Martí Blanch, periodista.

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