Miedo y libertad

Por Carmen Iglesias, de las Reales Academias Española y de la Historia (ABC, 09/03/03):

«Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad?», le dice el magnífico replicante Nexus IV en la película «Blade Runner» al aterrado policía interpretado por Harrison Ford, después de perdonarle la vida. «Eso es lo que significa ser esclavo», termina. En una de las escenas más emocionantes de la historia del cine, el ciborg que quiere conservar la memoria de su vida y de los hechos maravillosos que sólo él ha visto y puede transmitir, se nos aparece como la quintaesencia de lo propiamente humano: la rebelión contra el olvido de la muerte, la afirmación de una libertad que nadie ni nada podría quitarnos, como es la de no vivir bajo el temor durante la frágil y corta vida individual que nos toca a cada cual.

En tiempos duros, toda filosofía humanista ha intentado preservar ese núcleo de libertad que es la única garantía de dignidad humana. Por eso el estoicismo, que ha impregnado todo el pensamiento occidental, proponía, ante la impotencia frente a poderes dictatoriales y arbitrarios, la pérdida del miedo al miedo, no temer las cosas que están por venir y todavía desconocemos, o aquellas que escapan totalmente de nuestro control. La filosofía helenística llega en este punto a su más alta formulación con la máxima epicúrea para no temer ni a la propia muerte: «Mientras nosotros estamos, ella no está; cuando ella esté, nosotros no estaremos».

Todos los poderes y los temperamentos totalitarios han ido a quebrar ese núcleo interior como reducto último de la libertad. Vivir atenazados por el miedo es la fórmula para lograr no ya ciudadanos sumisos, sino esclavos felices. Perseguir al otro no simplemente para destruirle físicamente, sino para vaciarle de toda autoestima que no radique en la aceptación silenciosa e incluso justificadora de las normas, por injustas e irracionales que sean. Eso es lo que perseguía el Gran Hermano del Orwell de 1984: no sólo la aceptación del poder, sino también el sometimiento interno del individuo, la abdicación de ese último reducto de dignidad y libertad personal. El famoso «síndrome de Estocolmo» sería una variante de lo mismo: la perpetuación en las conciencias dominadas de las «razones» de los verdugos, hasta identificarse con ellas. Por todo ello, el ejemplo de valor y lucidez que se está dando en el País Vasco a través de las plataformas como «Basta ya» o «Foro de Ermua» y de todos y cada uno de sus integrantes, de los familiares de los asesinados por ETA, de todos los amenazados por ella y de la ruptura de cualquier pacto de silencio por mujeres como Maite Pagazaurtundua, Rosa Díez, María San Gil, Edurne Uriarte, o las madres, esposas, hijas, hermanas y familiares de tantas víctimas como ha perpetrado el terrorismo, merecen no sólo nuestra admiración sino también nuestro agradecimiento, pues significan la salvaguarda de la libertad para todos nosotros. Resistir esa presión diaria, esa coacción ambiental que impregna desde la escuela hasta el trabajo, con la espada de Damocles de la supresión asesina por encima, y seguir funcionando y combatiendo exige mucho valor y mucha lucidez. Vivir en un espacio, en un ámbito, en el que funciona el estigma, la marca por la cual se condena a determinados seres humanos, primero a una «muerte civil» (es peligroso aliarse con ellos, incluso hablarles, no digamos prestarles apoyo), y siempre a la amenaza de un atentado brutal, a ellos personalmente o a sus familias, o a sus medios de vida y de trabajo, en una intimidación continua, es una situación tan desgarradora como de total injusticia, contra la que debemos rebelarnos. En ello nos va nuestra propia vida. Pues desgraciadamente esa situación totalitaria, con una banda de asesinos y un entramado socio-político que les apoya por omisión a veces, por interés o por miedo, ya se ha vivido históricamente, ya se conoce donde desemboca. José Varela ha descrito muy bien esa situación del nacionalsocialismo de la Alemania prenazi y nazi, y la ha comparado con lo que está sucediendo desde hace más de veinte años en el País Vasco. Nunca es bastante insistir en ello.

Las voces de las víctimas rompen la asimetría que intentan imponer los totalitarios. El mal, el dolor, el daño, no es necesario -como pretenden enseñar a los escolares-, sino que es producto de unas voluntades que inventan su propia historia y se benefician de la ausencia de libertad. Denuncian una perversión moral, un nihilismo moral (en palabras de Aurelio Arteta) que fomenta una cultura del odio que sin sentido de culpa -sintiéndose exonerados de toda responsabilidad en tanto que individuos- acaba justificando la anatematización o asesinato del otro. «La fascinación de la fuerza» contra la que advertía Simone Weil. Lo que me parece más sintomático de esta perversión es el grado de desinhibición con el que formulan verazmente -es decir, creyendo en lo que dicen- unas mentiras que pueden sustentar un sistema demencial. Eso fue exactamente el nazismo; ese ha sido el punto de partida de las matanzas de los Balcanes; así se pudo exterminar a millones de seres de forma industrial, como parte de un trabajo que no queda más remedio que hacer para que luego surja o se vuelva al «paraíso perdido», a la sociedad armonizada sin los elementos perturbadores y disidentes, a esa falacia del «punto cero» de la historia. «La superstición jacobina de la ruptura», que decía Octavio Paz.

Arendt, Safranski y otros muchos pensadores no dejan de recordarnos que Hitler fue posible por una ruptura de todo un universo moral; por el silencio u omisión de los demás ante el atropello al grupo previamente estigmatizado; por la tolerancia con los intolerantes, a los que por miedo, o a veces por relativismo moral mal entendido, no se les aplicó la ley cuando todavía podía aplicárseles. Si siempre ha habido matanzas y genocidios en la historia, solo en el siglo XX se afianzó, con los totalitarismos, la idea de la necesariedad de exterminación de un determinado sector de individuos para garantizar una supuesta «prosperidad ulterior». La historia nos demuestra que, partiendo de sistemas de mentiras demenciales y de individuos enloquecidos, la realidad puede convertirse en una pesadilla. Y se convierte, ocurre. Los sistemas delirantes atrapan a individuos y colectividades para llevar adelante, con lógica implacable, unas determinadas premisas que, por lo demás, han ido exponiendo con total desinhibición. Parece tan imposible que nunca se cree que será realidad. Pero la realidad es la que construimos entre todos, día a día. Las palabras son actos y crean espacios reales. Y, a partir de ciertos umbrales, es difícil retroceder.

En el País Vasco se están rebasando todos los umbrales.

Un umbral en el que la mentira se alza como centro de todo sistema totalitario (de ahí la importancia de la educación) y se convierte en algo veraz (nunca hay que confundir la «verdad» con la «veracidad») y, a partir de ella, se desarrolla una radicalización acumulativa (Safranski) que destruye y hace saltar los marcos jurídicos y morales. Es la catástrofe de la libertad, pues esta no ha sido utilizada para detener el mal, sino que, rendida ante el miedo o la pusilanimidad, se ha identificado con el delirio de poder y de fuerza. Kafka previó lo que podía ser la realidad cuando la mentira se convierte en el orden del mundo; los regímenes de Hitler y Stalin lo ejecutaron. Lo imaginario se hizo real. Todavía estamos pagando sus consecuencias. No permitamos que pueda pasar ahora otra vez; defendamos nuestra libertad y su garantía democrática frente a los delirios de ideologías nacionalistas balcanizantes. Los vascos que se rebelan contra el miedo nos dan ejemplo.

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