Miedo

Mire a su alrededor y detenga usted su mirada en la primera persona que encuentre que no pertenezca a su familia o a su círculo de confianza. Párese un instante a reflexionar sobre las capacidades, motivaciones y cualidades, sobre los recuerdos y experiencias que forman su personalidad, sobre los deseos y anhelos que pueblan el caleidoscopio de su corazón infinito. Sea generoso y esforzado en su valoración, evalúe con ánimo dispuesto sus arrugas, sus cicatrices, visibles o invisibles, y atesore el sentimiento inevitable de ternura derivado de su análisis. Ahora deje pasar unos minutos. Mire a su alrededor y repita la búsqueda hasta localizar a un completo extraño, alguien a quien no haya visto jamás, cuyo rostro no conozca ni siquiera de pasada. Observe su ropa, sus gestos, su tono de voz. Ese reguero de sudor en la pechera, ese dobladillo sucio, esa mancha en el pantalón. Un tic nervioso en el ojo derecho, un dedo que tamborilea en la mesa, un encoger de hombros desafortunado. Una cadencia desagradable, un acento, un léxico ajeno y cuestionable. Busque los errores, las imperfecciones, todo aquello que le irrite o convierta al otro en una caricatura, en un remedo de persona, en alguien inferior o aborrecible. Fíjese en el diario que lee, en la radio que escucha, en un comentario político dicho al camarero. Encasíllelo, etiquételo, colóquelo en una cómoda cápsula lista para el consumo. Separatista, integrista, independentista, españolista, populista, socialista, pepero, extremeño, amante de la fruta escarchada. Conserve ese odio y ese desprecio, permítase sentirlo durante un rato.

MiedoAhora piense en cuál de los dos ejercicios le ha resultado más sencillo, cuál más satisfactorio. Sería deseable que la respuesta a ambas preguntas fuese el primer ejercicio, pero lo más probable es que no sea así. Estamos genéticamente programados para la desconfianza, el odio y el miedo a lo diferente, ya que es lo que nos define como especie. Si hemos dominado el planeta no es por nuestra débil, insignificante anatomía. Carecemos de una gran envergadura, no poseemos agilidad, ni dientes afilados, nuestras primitivas y frágiles rodillas son un chiste evolutivo, nuestro ciclo vital hasta la plenitud física es excesivamente largo. No tenemos veneno, ni garras, ni una piel gruesa, ni una concha dura que nos proteja de las agresiones externas, caminamos erguidos y con los genitales al descubierto, nuestras gestaciones son casi siempre unitarias. Biológicamente somos lo opuesto al éxito, y sin embargo hemos ganado a los fuertes y a los ágiles, a los dentudos y a los ponzoñosos.

Si somos la especie dominante es por nuestra capacidad de despellejar, matar y aniquilar toda oposición. Finalizado el logro, quedamos nosotros. La mirada acerada y hambrienta del depredador al borde de la hoguera solo podemos encontrarla ahora dentro de nuestra propia tribu.

Como escribió Plauto y popularizó Hobbes, «el hombre es lobo para el hombre cuando desconoce quién es el otro». El desconocimiento es la clave del odio limpio y abstracto, es el lienzo en blanco en el que se esbozan las siluetas de nuestros enemigos, hundiendo bien el pincel en el inconsciente de nuestra propia, rebelde negrura; añadiendo los rasgos de codicia, egoísmo y maldad que no nos atrevemos a reconocer como propios. Deformamos, pervertimos, caricaturizamos. Exageramos cada uno de los defectos hasta convertirlos en protagonistas de la imagen, minimizamos las virtudes, borramos las características positivas, las justificamos o las convertimos en accesorias. Parodiamos, ridiculizamos, desfiguramos.

Cuando acabamos el trabajo, solo tenemos que dar un paso atrás y mirar el cuadro que nosotros mismos hemos pintado sobre el lienzo de nuestra ignorancia y el óleo de nuestras propias bajezas. Ahí no hay un hombre, solo un animal, una bestia, un insecto al que es sencillo odiar y al que nos alegraríamos de destruir, parafraseando a Keen.

El miedo es una gota de miel en la pendiente inclinada de nuestro juicio, alimentada por miles de diligentes abejas obreras que liban la flor del odio en púlpitos y atriles, en editoriales y en columnas, en portadas y en barras de bar. Cuando alguien adquiere el poder del miedo, cuando reflexiona sobre su fuerza primigenia, cuando desvela lo que puede lograr hallando una veta nueva y explotándola, se convierte en una de esas abejas. Hay provecho en el miedo, hay dinero en la explotación descarnada e inhumana de la diferencia, hay beneficio en levantar el ala y acumular polluelos asustados por el desconocimiento.

Poco lucro reside, a simple vista, en el amor.

El miedo es una suma fija, el amor es una ecuación indeterminada con un conjunto infinito de soluciones. Sentir empatía hacia otro, creer en la bondad de sus acciones, apostar por la confianza en su individualidad por encima de las etiquetas, requiere correr cuesta arriba por esa pendiente inclinada y pegajosa. Requiere pensar, requiere pasar del titular en una noticia, requiere tiempo, requiere un esfuerzo para despojar la verdad de los ropajes partidistas, requiere sacudirse la cálida manta de la ignorancia y apartarse del confortable calor que surge de los leños llameantes del desprecio. Requiere adentrarse, desnudo, en el bosque nevado para mirar a la cara al lobo y descubrir, quizás, que el rostro que nos aterraba tiene unos rasgos como los nuestros. Descubrir que, tras los actos que antaño nos parecieron beligerantes y fruto del ansia de rapiña, late un corazón repleto de anhelos como los nuestros. Y darse cuenta, al final, de que la única victoria sobre el lobo es comprender que ese depredador terrible de mirada acerada éramos nosotros mismos.

Juan Gómez-Jurado, escritor y periodista.

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