¿Miente la Universidad de Shanghai?

Un año más, siguiendo una costumbre que empieza a ser tradición en nuestro país, ninguna universidad española aparece entre las 200 primeras del ranking de universidades de la Universidad de Shanghái. Al leer las reacciones de parte de la comunidad académica, uno no puede sino sorprenderse del sentimiento de desprecio y autocomplacencia con el estado actual de las cosas.

Se le acusa de privilegiar en exceso la investigación, casi como si fuera un pecado, o de tener en cuenta circunstancias aparentemente tan anecdóticas como que en estas universidades trabajen premios Nobel. También se arguye que tiene demasiado en cuenta las ciencias en perjuicio de las humanidades. Incluso otros sugieren que dar importancia a estos rankings es faltar al respeto al esfuerzo y la calidad de determinados departamentos de universidades españolas que sí estarían incluidos entre los cien primeros de sus especialidades. Por último, se encuentran aquellos que siempre hacen lecturas ideológicas de este asunto y pretenden que los chinos, por algún oculto propósito, se han empeñado en hacer parecer mejor de lo que son a las universidades de élite norteamericanas. Tomar en serio este ranking, piensan, equivaldría a dar argumentos a todos aquellos en contra de la universidad pública, de la socialdemocracia, como si en los primeros puestos del mismo no aparecieran numerosas universidades públicas de los Estados Unidos.

Otros países europeos cuyas universidades salen mucho mejor paradas en el ranking, como es el caso de Francia y Alemania que tienen varias entre los cien primeros puestos, sugieren que Europa desarrolle sus propios métodos de medición dando más importancia a otros aspectos como la calidad de la enseñanza bajo la premisa de que hay una forma empírica, uno de los caballos de batalla de las universidades, de medir la misma.

Son objeciones comprensibles pero no suficientes. El ranking de la Universidad de Shanghai es el más conocido y seguido de un mundo que, sí, reconozcámoslo, ha enloquecido con los rankings y la capacidad de medir con una apariencia de objetividad cualquier fenómeno. Aunque solo sea por una cuestión de percepciones, de reputación, este ranking hay que tomarlo en serio.

Nos quejamos de que España, un país que hasta hace poco era la séptima u octava economía del mundo, no tiene la reputación que merece. Pensamos que es justo que se dediquen recursos públicos a la construcción de la marca país, que el ICEX (Instituto de Crédito Exterior) apoye a nuestros productos y empresas en el exterior. Sin embargo, minimizamos la percepción generada alrededor de una de las instituciones más prestigiadas en la era de la economía del conocimiento como son las universidades, convertidas estos días en lugares casi de peregrinación. Es una experiencia fascinante darse una vuelta por el Campus de la Universidad de Stanford cualquier fin de semana en el que su bello campus se transforma en un lugar donde familias y enamorados venidos de cualquier lugar del mundo pasean y posan excitados por el influjo invisible de encontrarse en una de las universidades bandera de la ciencia y la tecnología.

Un país con una reputación que se precie, que pretenda ser tomado como un actor principal o al menos un secundario importante en el mundo de la ciencia o los negocios, tiene que tener universidades no solo entre las 200 sino alguna entre las 50 primeras de este ranking. Y no es solo una cuestión de marketing, que también, sino de trabajo bien hecho que al final es el que mejor construye la imagen de un país. No en vano, el británico Simon Anholt, uno de los inventores del concepto de «marca país» relativiza la importancia del factor comunicativo en favor de la sustancia: «las imágenes nacionales no son creadas mediante la comunicación y no pueden ser alteradas mediante las comunicaciones». Lo importante es hacer las cosas bien. Punto.

Si pensamos que tener un premio Nobel de economía o de física en las aulas es fruto de la casualidad o una anécdota o no es representativo de nada es que tenemos que hacérnoslo mirar. Hay universidades en países tan pequeños como Israel que los tienen, dicho lo cual no debería parecernos imposible de la misma forma que tampoco debería ser un fin en sí mismo.

Mientras tanto, los dirigentes, ¡ay los rectores!, y una parte significativa de la comunidad académica sigue bunkerizada ante la idea de que exista una competencia sana entre los centros universitarios, el principio de toda reforma, lo cual no significa que se deje todo al albur del libre mercado. Pero ello implicaría que los rectores dejaran de tener una clientela cautiva de alumnos y tuvieran que dar cuenta de sus resultados como cualquier ejecutivo de cualquier empresa. ¿Qué responsabilidades se le ha pedido al rector de la universidad más grande de España después de dejarla arruinada y en un estado comatoso académicamente tras bastantes años de gestión? Ello significaría el fin de un sistema seudocaciquista en el cual los rectores dejarían de ser cargos políticos y tendrían que asumir las consecuencias de sus acciones o, lo que es mucho más frecuente, su falta de iniciativa. Aunque en España parezca casi un anatema decirlo, no está probado que haya ninguna contradicción entre el mantenimiento de lo público y una gestión en la que se exijan resultados. Se hace imprescindible que dejen de ser los responsables políticos de las autonomías los que dirijan las universidades y si comités independientes de sabios al modo de los board of trustees.

Si los alumnos percibieran diferencias entre centros, las universidades no se podrían permitir tener malos servicios y malos profesores porque se quedarían sin estudiantes.

En lugar de depender de una agencia estatal de evaluación (en España llamada ANECA, y recordemos creada por el PP en su momento que tampoco quiere suprimirla del todo en su proyecto de reforma, y que obliga a los aspirantes a profesores a un sistema ignominioso en términos de plazos temporales y de burocracia para poder acreditarse) que se encarga de determinar quién puede dar o no clase, serían los centros aquellos responsables de hacerlo y lo harían bien porque su supervivencia dependería de ello. ¿Si un recién doctorado es mejor profesor o investigador que uno con muchos años de experiencia, no se le debería dar una posibilidad desde el principio, como sucede en las universidades anglosajonas, sin pasar por el calvario de la precariedad hasta que uno tiene en una mayoría de casos como mínimo 40 años? Una consecuencia directa es que los departamentos podrían contratar a los docentes que mejor se adaptaran a sus objetivos académicos y de investigación.

La consecuencia de un sistema de contratación libre es, por ejemplo, que una figura destacada en su campo podría dar clase en una universidad española sin depender de las puntuaciones obtenidas por hablar lenguas vernáculas o haber participado en proyectos de investigación financiados por el ministerio para pertenecer a los cuales a menudo hace falta tener conexiones personales. Al mismo tiempo, y sin romper la baraja, las universidades tendrían que tener la flexibilidad suficiente para ofrecer diferentes salarios a los profesores en función de sus méritos. No tiene sentido que a estas alturas la diferencia salarial entre una figura mundial en su campo y otros académicos con menos méritos sea unos pocos cientos de euros.

Ser público, al contrario de lo que siempre se dice, tampoco sugiere que siempre haya que mirar a los gobiernos de turno para aumentar los recursos. En determinadas circunstancias, si la gestión es profesional, es incluso deseable depender menos de los recursos del Gobierno con el fin de tener más independencia. Pero ello requiere de gestores eficaces que se planteen formas innovadoras, en España que no en otros sitios, de aumentar la financiación como la potenciación de tiendas en las universidades o la posibilidad de impartir clases lectivas en verano. Hay que quitarse de encima la absurda idea de que vender una sudadera, una gorra o unos pantalones es comercializar la universidad si los beneficios revierten en todos y además se fomenta un sentimiento de orgullo, muy bajo en general entre los estudiantes españoles, por estudiar en un determinado centro. Por poner un ejemplo pedestre, no tiene ningún sentido que por las calles de Madrid uno vea ropa de cualquier universidad del mundo y uno apenas haya visto jamás una sudadera con el logo de la Universidad Complutense.

Con todas sus imperfecciones, hagamos caso a los malos resultados del ranking de la Universidad de Shanghai, aunque sea para que remueva los cimientos en una cultura de tanto inmovilismo.

César García es profesor de la Universidad Pública del Estado de Washington.

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