Como otros días de este otoño, anduve en medio de una llovizna tenaz por la explanada de la Universidad de Navarra, mi hogar desde hace ya bastantes años, consciente de que la próxima hora de mi vida la dedicaría a analizar con mis alumnos de la Facultad de Derecho el invencible amor a la libertad que profesaban los juristas romanos.
Mientras me disponía a disertar ante los ojos de un joven auditorio lleno de esperanza y futuro, sucedió lo que nadie esperaba: una bomba de ETA desafió a las palabras y nos hundió en el silencio. Permanecimos serenos, arropados por el claustro del saber, mirándonos fijamente, sorprendidos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada. El mismo gusto de otras veces -un sabor almizclado de dolor y repugnancia- inundó mi paladar. He pasado por esto antes, en varias ocasiones, desde que era un estudiante, hace lustros, en las mismas aulas, y siento perfectamente cuándo la barbarie toca nuestras puertas. Y cómo hemos de reaccionar ante su espantoso pregón. La metodología del horror es fácilmente diseccionable. El odio es pueril, carece de imaginación y emplea armas rústicas. Esta vez, por desgracia, no ha sido la excepción.
Seis veces la Universidad de Navarra ha tenido que soportar estoicamente el peso de la sinrazón. Seis veces el saber superior se ha visto desafiado por «el viejo yo» kantiano, por el terrorismo irracional y el fracaso del consenso. Esta lucha dialéctica entre la razón y el prejuicio adquiere tintes metafísicos cuando es escenificada en el campus de una universidad. Y ello es así, porque no existe nada tan paradigmático como un claustro universitario para representar el permanente anhelo humano de sabiduría, verdad y libertad. Y nada tan horrendo como el terrorismo vesánico para encarnar su Némesis. Sólo un matarife convicto y confeso es capaz de dinamitar los muros académicos en un fútil intento de establecer el imperio del caos en el templo de la summa auctoritas. Esta vez, como en todas las anteriores, un milagro ha evitado víctimas mortales. Todo indica que existía voluntad de matar: el lugar, la hora y la torpeza calculada del aviso denotan el perfil asesino del atentado en Navarra.
Mientras algunos -pocos, gracias a Dios- sostienen que una sociedad ácrata puede labrarse a sangre y fuego, otros, los más, apostamos por la democracia y las instituciones, que no son otra cosa que la ciudadanía en movimiento, la libertad en acción. Sí, la libertad. Porque una universidad es, ante todo, una auténtica fábrica de libertades. Y el último reducto frente a la tiranía de la metralla. Es por ello que los enemigos de una sociedad abierta se afanan en destruir la materia prima aquí, precisamente aquí, en los mismos laboratorios en que ésta es creada. La libertas, para los romanos, era la capacidad de vivir sin dueño. Y así vivimos los que trabajamos en la universidad. Sin dueños. Sin déspotas. Alejados de Siracusa.
Es triste contemplar cómo un grupo de fanáticos se someten voluntariamente a un ídolo coyuntural -el nacionalismo exacerbado- que termina dominándolos, esclavizándolos, destruyendo su libertad. Y consumiendo sus entrañas. Porque no son libres aquellos que piensan que con la fuerza bruta lograrán amedrentarnos, cumpliendo de paso con una serie de objetivos políticos, por lo demás inconexos y reaccionarios. No son libres quienes sostienen un discurso ambivalente cuando propios y extraños se enzarzan en una guerra de baja intensidad en la que ninguna regla es respetada. No son libres quienes bombardean una academia con el propósito de demostrar la operatividad renqueante de una organización mermada ideológica y materialmente. La verdadera libertad construye, jamás destruye. Levanta, no aniquila. ETA no pasa de ser un Leviatán terrorista que devora cualquier bocado de independencia y autonomía. Y las universidades encarnan todo lo que ETA detesta en la vida: unión, armonía, concordia, solidaridad, verdad. Y, por supuesto, Libertad, palabra que hoy debemos escribir con mayúscula.
La universidad es semillero de libertades y un faro de progreso. ETA lo sabe. Es consciente, en medio de su anarquía, de la importancia de silenciar las ideas y conoce que el repudio a su praxis letal es cada vez más extenso y oneroso. Además, comprende que las voces que condenan su política fratricida se elevan con fuerza en los claustros universitarios. La educación en los valores democráticos ha surtido efecto en nuestra sociedad. Las universidades han jugado un papel determinante en la mejora de la calidad de nuestra democracia. España rechaza la caverna oscura en la que moran los etarras. La fatuidad de su posición, las ucronías que defienden y las utopías que enarbolan no tienen asidero en el mundo real. Ni defensa ideológica posible. La batalla de las ideas la hemos ganado los demócratas hace tiempo, hace ya bastante tiempo. La democracia, que nadie lo dude, también se forja en nuestras Facultades. Quizás más que en los parlamentos fagocitados por una partitocracia enfermiza.
Mientras ETA continúe anclada en sus dogmas mortíferos, el diálogo será poco menos que improbable. No es un problema de disposición o buena voluntad. De eso, sobra y basta. Se trata, por el contrario, de una cuestión de códigos. La razón puede transmitir un mensaje coherente, pero la sinrazón es incapaz de descifrarlo. Triunfa, infelizmente, «el viejo yo». El cúmulo de obsesiones y manías viscerales que alimentan el engendro etarra termina por imponerse. Entre demócratas, pactar es posible. Y conversar. Sin embargo, todo se derrumba cuando, en vez de una idea revolucionaria o una propuesta asequible, bombardean tu casa con el único fin de que te sometas. Pero si algo tiene claro la auctoritas del saber es que nunca quedará atrapada por el metus de la violencia.
La explosión ha ocurrido en la misma explanada en la que el fundador de la Universidad de Navarra, San Josemaría Escrivá, proclamó la unión indisoluble entre universidad y libertad, entre verdad y ciencia. Podemos esclavizarnos a una ideología o entregarnos a los diversos fundamentalismos que pululan en nuestro tiempo. O, por el contrario, tenemos la posibilidad de luchar libremente por un mundo en el que triunfe la paz. Para ello, es preciso someter la fuerza al derecho. Ojalá este atentado sirva para que los partidos políticos replanteen su estrategia contra el terrorismo. Y ojalá el dolor y la indignación que hemos padecido contribuya a unirnos a todos, una vez más, contra el despotismo del terror.
Iba a hablar de libertad. Y qué mejor imagen para evocarla que un recuerdo que quedó grabado a fuego en mi mente de estudiante. En junio de 1981, una parte del Edificio Central de la Universidad de Navarra quedó seriamente dañado por unas bombas amigas del fanatismo. En medio de un auténtico caos, surgió la figura querida de Ismael Sánchez Bella, primer rector de nuestra Universidad. Con una sonrisa en los labios y derrochando serenidad, Sánchez Bella cogió lo primero que tuvo a mano y empezó, allí mismo, la reconstrucción.
No hubo arengas. Tampoco consignas. Mucho menos un bosque de puños cerrados en señal de venganza. Sánchez Bella nos dio un ejemplo de entereza y valentía. Pero sobre todo de perdón. Así, contemplando como un viejo maestro dominaba la destrucción comprendí que ni la metralla del odio, ni la pólvora de la incomprensión quebrarían jamás el espíritu sobre el que está construida la Universidad de Navarra. Y con ella, todas las universidades del mundo. Un espíritu que, pese a los años, se ha mantenido incólume, y que hoy, con orgullo, he visto reflejado en los rostros de todos y cada uno de los miembros de mi Universidad, desde el rector hasta el más joven de nuestros alumnos. Se trata, en suma, de la manifestación de la más genuina e incorruptible libertad. La bendita, indestructible y apasionante libertad. Esa que, aunque se desplome el universo, permanecerá erguida. Como la universidad. Como toda universidad.
Rafael Domingo, catedrático de Derecho Romano de la Universidad de Navarra.