Mientras no estabas

Finalmente, tras la oleada de comentarios negativos que convirtió #RIPTwitter en trending topic de la misma red social que criticaba, y forzó una respuesta del fundador —y nuevo CEO— de la compañía, Jack Dorsey, hace unas semanas llegaron los cambios para esa plataforma. Hasta ahora los tuits estaban ordenados por riguroso orden cronológico. Ahora, los que Twitter considere importantes aparecerán encima. Se supone que para hacer esto (una extensión de lo que antes ya funcionaba como resumen de trinos notables pasados por alto, reciclados como “mientras tú no estabas”), el nuevo mecanismo tendrá en cuenta nuestras interacciones previas, y que al actualizar la página volveremos al orden habitual. Se nos asegura que se trata de un cambio útil: no solo para los usuarios que antes pasaban días sin leer su timeline,sino también para quienes siguen a tanta gente que no tienen tiempo de discriminar la paja del grano. Twitter se ocupará ahora de esa ingrata tarea, sin explicarnos muy bien cómo.

Por ahora los cambios son opcionales, aunque no menos significativos como síntomas de una nueva filosofía: la misma compañía que presumió de originalidad ha terminado por ceder a la tendencia dominante. Es la historia de un declive que comienza en 2010, cuando Twitter introdujo la publicidad en forma de “tuits promocionados”. Parecía la única manera de hacer rentable una plataforma que había crecido a buen ritmo pero aún no definía su modelo de negocio: tenían cientos de millones de usuarios, pero no sabían muy bien cómo sacarles provecho. Luego vino la salida a Bolsa, en 2013; desde entonces, su lenta caída devuelve la pregunta por la rentabilidad: más de 300 millones de usuarios para un servicio que ya no puede asumir sus continuas pérdidas anuales.

Recién cumplidos 10 años el 21 de marzo, la compañía sigue en números rojos y muchos de sus usuarios ya no están activos. El precio de las acciones ha caído, la plantilla se ha recortado, varios ejecutivos han renunciado y el año pasado incluso sufrió un incidente que le costó no estar operativa un par de horas... Cobijado en la sombra de la palabra “algoritmo”, Twitter no ha hecho más que anunciar ahora lo que otras grandes compañías de Internet llevan años haciendo: el desplazamiento de jerarquías cronológicas o “naturales” por criterios y parámetros más avanzados o “dinámicos”, pero decididamente opacos. Facebook es el peor ejemplo en este sentido, pero también Google ha incorporado a su sistema de búsqueda semántica cambios significativos en la estrategia de los buscadores en relación con la pasada década.

Es paradójico, porque Twitter cimentó su prestigio justo en la idea del “tiempo real”, de un presente continuo contado en 140 caracteres. El mes pasado, Dorsey aseguraba: “I *love* real-time”, y dejaba claro que la intención de los cambios era “hacer de Twitter algo más en vivo”. En circunstancias normales, estas declaraciones resultarían superfluas. Basta recordar aquella Edad de Oro en que los analistas se sentían en la obligación de aclarar que “la revolución no será tuiteada” mientras el Departamento de Estado norteamericano pedía a la compañía que pospusiera sus labores de mantenimiento para dejar vía libre a los opositores iraníes en las protestas de 2009.

Ahora que la realidad ha puesto en su lugar las antiguas épicas del Internet make us free, Twitter parece la arena de aburridos, confusos y cada vez más previsibles debates políticos; basta ver el uso que de esta red ha hecho la “nueva izquierda” española para cuestionarse su utilidad real o su influencia intelectual. Tras el zumbido constante de voces que compiten por llamar la atención, ha llegado a convertirse en epidemia una de aquellas “cosas odiosas” que enlistaba Sei Shonagon en su clásico Libro de la almohada: “Alguien sin nada que lo recomiende discute toda clase de temas al azar como si lo supiera todo”. En sus orígenes, Twitter fue una red elitista, y su masificación anónima trajo el germen de su actual condición: el volumen de nuevos usuarios depende de cuántas celebrities se decidan a usar (con privilegios, pues los vip no tienen que sufrir la publicidad) la red para comunicarse con sus fans.

Es una lástima porque esa red pretendía ser un reducto ante el avance desaforado de lo visual, y su limitación constitutiva incitó incluso algunos interesantes experimentos textuales que hoy parecen más bien barricadas nostálgicas. Hay menos actividad significativa en Twitter hoy que hace cinco años; sin duda, jugó un papel esencial en la mutación del uso de Internet y su desvío hacia los teléfonos móviles, pero ahora empieza a dar la impresión de ser un juguete demasiado usado. Las plataformas cambian, y también nuestra conducta, nuestra relación con ellas. Ya no es cuestión de seguir a la gente apropiada o de crear una red útil: la fragmentación lo ha invadido todo y nos hemos acostumbrado a maneras más simplistas de compartir. No es solo culpa de Twitter, también es culpa nuestra.

Las virtudes de Twitter son hoy menos informativas que conviviales: la conversación no demasiado profunda con gente que hemos escogido por cierta manera de pensar que, por lo general, coincide con la nuestra. Hace un par de años, Adrienne Lafrance y Robinson Meyer aseguraban en The Atlantic que nuestra comunicación en esta red implicaba tres supuestos: primero, creer que alguien “allá afuera” prestaba atención, es decir, que una parte significativa de nuestros seguidores leía el tuit; segundo, creer que un buen uso de Twitter implicaría más seguidores. Y por último, una especie de credo positivo: existe una audiencia activa, interesantes opinadores que están más allá de nuestro timeline y que, si todo va bien, podremos sumar a nuestros conocidos. Estas tres ficciones o supuestos, concluían los analistas, se han demostrado falsas. Tras siete años de usuario de Twitter (casi 30.000 tuits), estoy de acuerdo con ellos.

La cuantificación del prestigio nos ha obligado a lidiar con un constante flujo de frivolidad, que se traduce en cada vez menos interacciones útiles. Por otro lado, la idea de una realidad contada por cualquiera en un presente inmediato y perpetuo está demostrando no ser tan buen negocio. Tal vez Twitter ha muerto de éxito, o de karma. Junto con otras redes sociales, enfrenta ahora el mismo problema que hace un par de décadas quebró el carácter dominante de la prensa escrita: la jerarquía. Primero los blogs; luego, Facebook; ahora, Twitter: al final nadie sabe muy bien cómo hacer rentable el cúmulo de deposiciones informativas o la continua autocrónica, esa ansiedad de “tener que estar” incluso “mientras tú no estabas”. La estrategia empresarial, más o menos visible, ha sido la recopilación y venta de datos de usuarios, esa llamada “monetización” de nuestra actividad online. Pero la necesidad jerárquica sigue estando ahí, muchos años después del día en que de pronto decidimos que nada era auténtico o importante si no tenía un doble virtual que lo contara “en vivo”.

Ernesto Hernández Busto es ensayista (premio Casa de América 2004). Sus libros más recientes son La ruta natural (Vaso Roto) y Diario de Kioto (Cuadrivio).

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