Mijaíl Gorbachov

La diferente valoración que Mijaíl Gorbachov recibe desde las democracias occidentales o desde el neosovietismo putinesco es la mejor ilustración que el personaje puede aportar a la historia en el momento de su muerte. Para el mundo liberal y democrático, el dirigente soviético contribuyó poderosamente a poner fin a la Guerra Fría, desarrollando una capacidad de entendimiento con las capitales occidentales que nunca ningún dirigente de la URSS había tenido y, entre otros temas, sentando las bases para el más acabado de los acuerdos sobre reducción de armas nucleares. Además de procurar la racionalización política y económica de la URSS siguiendo el modelo que regía y sigue rigiendo en el mundo del mercado y la libertad. Para la Rusia de Putin, por el contrario, la imagen de Gorbachov queda diluida, e incluso manchada, al tenerle como principal protagonista en la desaparición de la URSS. Invento cuya crisis, conviene recordarlo, fue calificada por Putin como «la catástrofe geopolítica más grave de los tiempos contemporáneos». Por si al respecto cupiera alguna duda, el hoy inquilino del Kremlin ha decidido negar al que fuera su antecesor en el inmueble lo que es práctica habitual en los países que se quieren civilizados: un funeral formal, de esos calificados «de Estado», en memoria del fallecido prohombre tras producirse el óbito.

Gorbachov, que desde 1985 fue Secretario General del Partido Comunista de la URSS, ocupó la presidencia del país desde 1988 hasta 1991, cuando, forzado por las circunstancias, dimitió de ambas capacidades. Cierto es: la fecha de su cese coincide casi hora por hora con la desaparición de la URSS, formalizada por Boris Yeltsin, como rector de Rusia, con sus correspondientes colegas de Ucrania y Bielorrusia. Y simbolizada en ese dramático y gráfico momento en que la bandera roja con la hoz y el martillo es arriada del mástil del Kremlin para ser sustituida por la blanca, azul y roja de la Federación Rusa. Para los nostálgicos del marxismo-leninismo, la explicación era obvia y evidente: esa coincidencia certificaba como ninguna otra explicación la culpabilidad de Gorbachov en la disolución del sistema.

La realidad es completamente otra. El «sistema» se vino abajo como consecuencia de sus propias contradicciones internas y de su radical inviabilidad. La economía del comunismo estatal era incapaz de atender las necesidades básicas de una población esclavizada y misérrima mientras la relativa globalización de los medios de comunicación permitía entrever la prosperidad con la que evolucionaban los países «capitalistas». Y el PCUS había confirmado suficientemente lo que siempre había sido: un instrumento de opresión ideológica y política al servicio de una clique hereditaria y brutal solo interesada en su propia supervivencia. Gorbachov había crecido en su seno, pero sus experiencias personales y profesionales le habían llevado a concebir lo imposible: la puesta al día de la URSS siguiendo parámetros de relativa modernización económica y política. No quería la desaparición de la URSS, sino su mejora. En algún sentido, Gorbachov fue el último buen soviético.

En 1989 había caído el Muro de Berlín, en medio de una euforia popular y sin que nadie, empezando por el mismo rector moscovita, hiciera nada por impedirlo. Las condiciones en que se produce la disolución soviética son muy parecidas: nadie disparó un solo tiro para evitarlo o para impedirlo. El «sistema» se hundía sin remisión ni remedio mientras, en señal inequívoca del sentimiento ciudadano, todos salían huyendo de la «dictadura del proletariado»: letones, lituanos, estonios, georgianos, moldavos, armenios, azeríes y, por supuesto, polacos, rumanos, húngaros, búlgaros, checos… Gorbachov imaginó lo imposible: ofrecer fórmulas de salvamento a lo que ya la realidad y la historia habían condenado. Porque, diga lo que diga Putin, la desaparición de la URSS fue una de las grandes y buenas noticias que la humanidad recibió a finales del siglo XX.

Como lo fue el que Mijaíl Gorbachov fuera distinguido en 1990 con un bien merecido Premio Nobel de la Paz. Su capacidad de diálogo, su visión de un mundo colaborativo y estable, su búsqueda de acuerdos para certificar el control de los armamentos nucleares y convencionales, su misma aproximación a los valores democráticos para la reconstrucción nacional de su país acreditaban grandemente la distinción.

De ello hablé con él en Moscú, en 1997, cuando, como presidente de la Asamblea Parlamentaria de la OSCE organicé una reunión con la fundación que él presidía y que lleva su nombre. No guardaba ninguna nostalgia de sus tiempos pasados y afirmaba una gran esperanza en los futuros, aquellos a los que él tanto había contribuido a diseñar. Sus palabras contenían un impecable manifiesto a favor de la democracia, los derechos humanos y el Estado de derecho y una contundente reafirmación de los principios de conducta internacional contenidos en la Carta de las Naciones Unidas y en el Acta Final de Helsinki. Esos que el actual inquilino del Kremlin, Vladimir Putin, viola de manera criminal y sistemática. El mismo que le niega lo que el mundo ahora reconoce y agradece: su aportación a un universo más libre y pacífico. Que su ejemplo nos ilustre y que su ejecutoria no muera. Mijaíl Gorbachov ya pertenece a la buena parte de nuestra historia.

Javier Rupérez es embajador de España.

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