Mil días en la tierra sin Covid

En China, la cotidianeidad resultaba hasta hace bien poco un material quebradizo. Una tarde cualquiera, por ejemplo, te disponías a salir de tu casa en el centro de Pekín y... no salías, pues una banda de plástico cubría tu puerta sin que mediara aviso alguno. Habías caído víctima, no del Covid, sino de algo mucho más inquietante: la Covid-cero. Esto le ocurrió al arriba y abajo firmante hace dos semanas, como podría haber ocurrido cualquier otro día de los últimos mil: los dos años y nueve meses que China ha mantenido su hermética estrategia sanitaria. Algunos, menos afortunados, encontraron barrotes de hierro soldados desde fuera. Y para otros, con peor fortuna aún, la obstrucción exterior coincidió con llamas en el interior.

A finales de noviembre, un incendio de presupuestos similares dejó diez muertos en Urumqi, y el hartazgo acumulado de la sociedad china explotó. Cientos de manifestantes tomaron las calles de las principales ciudades en unas protestas insólitas. La mayor crisis de legitimidad del régimen coincidía con el peor rebrote desde el comienzo de la pandemia, para entonces ya irrefrenable. Y así, de un día para otro, el último país del mundo que se resistía a convivir con la pandemia se rindió a la evidencia: la política de Covid-cero cayó, dando paso a una avalancha vírica.

Mil días en la tierra sin CovidAllí por donde no ha pasado la pandemia tampoco lo ha hecho el tiempo. Por eso escribe uno guarecido en su domicilio, como si el calendario leyera marzo de 2020, cuando en realidad hace tres años que un coronavirus recién descubierto comenzaba a dejar un reguero de misteriosas neumonías en Wuhan. Regía la primera de las cuarentenas cuando el Partido Comunista asumió un compromiso que marcaría el devenir de los acontecimientos: aislaría a su población del patógeno. Un logro colosal que, si bien en un primer momento salvó millones de vidas, acabó por subyugar a muchos más en una mutación del contrato social; una utopía política hecha fin y no medio, al servicio del más poderoso autoritarismo.

De aquella, países como el nuestro enunciaban una disyuntiva entre la convivencia con el virus u otro escenario no especificado, abstracción que ilustra la naturaleza falaz de un debate hurtado a la sociedad, pues la negligencia administrativa no dejó más opción que la primera. El hermetismo del Gobierno chino respecto al origen de la pandemia, respuestas quizá desdibujadas para siempre, no debería excusar la desidia del nuestro; tampoco al revés. Sin embargo, es tal la magnitud de los interrogantes, del dolor, que fronteras adentro como afuera –de nuevo por falta de alternativa– prevalece una amnistía tácita y quizá –esta sí– necesaria.

Mientras el mundo se sumía en el desastre, un sucedáneo de la normalidad imperaba en China. Y en este corresponsal, el alivio. Mezclado, no obstante, con la aflicción del que contempla desde lejos un traumático episodio histórico el cual, por mucho que sienta en carne propia, le resulta en realidad ajeno. El desarraigo, en definitiva, que tantas páginas ha llenado de lamentos literarios. Recuerdo, por ejemplo, abandonar España en marzo de 2020 como el único viajero con mascarilla en Barajas, y aterrizar año y medio después en una aparente realidad paralela donde estas eran ubicuas. Una extraña disonancia cognitiva, aún más sabiéndome al amparo de un régimen dictatorial.

Al mismo tiempo, el Partido Comunista sublimaba su política de Covid-cero como prueba fehaciente de la superioridad de su modelo frente a las democracias occidentales. Un exceso de confianza que pagarían caro, atrapados en su propia narrativa. Ante nuevas variantes cada vez más contagiosas, las restricciones se volvieron más y más intrusivas.

La aparición de Ómicron provocó desde abril más de dos meses de confinamiento domiciliario en Shanghái, una de las urbes más modernas del planeta, donde en pleno 2022 muchos de sus 25 millones de habitantes pasaron hambre ante la falta de suministros. Allí, las autoridades ordenaron la separación de padres e hijos infectados por pequeños que estos fueran, el desplazamiento de miles de personas sanas de sus hogares a campos de cuarentena, y el sacrificio de mascotas a palazos en la vía pública. La fachada victoriosa del régimen se hacía añicos a ojos del mundo y, pese a la censura, entre sus propios ciudadanos. Las imágenes procedentes de Shanghái sacudieron todo el país, también Pekín, donde los casos comenzaban a repuntar. De visita en casa de un amigo no fumador, descubrí en su escritorio una montaña de cartones de tabaco. «Es por si nos confinan, es uno de los productos más cotizados en los trueques de Shanghái», explicó. Hasta en dos ocasiones acudí raudo al supermercado, movido por los rumores de un cierre inminente y dispuesto a llevarme tantas provisiones como pudiera cargar. Pocas señales siniestras como las estanterías de una tienda cuando empiezan a clarear, interfaz de una realidad mucho más real.

Las autoridades lograron doblegar aquel rebrote, pero ya no el siguiente. Entre medias dilapidaron meses vitales implementando centros de pruebas y campos de cuarentena, y privaron a los ciudadanos de vacunas occidentales, más efectivas, con el propósito último de sostener la política de Covid-cero y su dimensión propagandística. Ahora, China afronta una crisis sanitaria ante la insuficiente tasa de vacunación de la Tercera Edad y los escasos recursos médicos del país. Proyecciones académicas auguran cientos de miles de muertos. Llega el principio del final. O, acaso, el final del principio para una pandemia que forma parte irremediable del paisaje del planeta y cuyas consecuencias a largo plazo todavía desconocemos.

Por todo ello el que escribe, les decía, lo hace encerrado en su casa de Pekín. Encerrado, disipada la amenaza de cualquier cinta de plástico, por voluntad propia; que no solo no se parece en modo alguno a hacerlo por orden gubernamental sino que, en esencia, constituye su opuesto. No pretendo blindar mi salud, pues mi hombro lleva la marca invisible de varias inyecciones –benditos quienes allí las pusieron–, sino la de un bebé todavía en gestación y la madre que en su vientre lo acoge.

Nunca el deber de abandonar el Martini llegó con tanta antelación al meconio. Una disparatada coyuntura de la que es partícipe sin saberlo y que algún día habrá que relatarle, quizá incluso mostrándole lo que quede de esta página de periódico –¡Hola, Sal!–, pues resulta evidente que aquello que discurre ante nuestros ojos disfrazado de días, semanas y meses no es otra cosa que la historia.

Si el hombre es un animal hambriento de sentido, doble es mi suerte. A un lado, una esperanzada paternidad justifica mi confinamiento. A otro, me arropa el privilegio del periodista, profesión que a toda experiencia dota de un cometido adicional: el de contarla, como vengo haciendo desde el primer día de esta pandemia que, hace ya tres años, cambió el mundo. Gracias, amigo lector, por la parte que le toca.

Jaime Santirso es corresponsal de ABC en Pekín.

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