Milagro en Atienza

Si usted está harto de gobernantes que han hecho de la mediocridad un arte y de la collonería un programa de vida, no se maltrate y con sólo tomar el coche, en unas horas, se sumergirá en la España profunda, que aún está ahí. No más proponemos gozar del silencio reverencial y emocionado que nos invade ante el románico, prodigioso por humilde, de Ferreira de Pantón (o ante el de toda mi querida provincia de Lugo; también en Orense, no se enfurruñe nadie), en los Arribes del Duero o frente a los cortijos desbaratados de la Sierra Alhamilla, sobre Níjar, entre cerros pelados, con un mar de piratas al fondo, como se vislumbra desde La Matanza. Reconcíliese con España intentando conocerla un poco más.

Puede recalar en una villa de Guadalajara, con una historia de enclave crucial, fronteriza entre Aragón y Castilla, centro arriero y comercial, desbancado por Sigüenza cuando ambos reinos se unieron. Hablamos de Atienza («Una peña muy fuort», dice el Poema del Cid) definitivamente ganada a los moros por Alfonso I el Batallador. De aquel tiempo lejano quedan vestigios como los aljibes árabes de la fortaleza o la tradicional fiesta de la Caballada (domingo de Pentecostés) en que la cofradía de arrieros conmemora la fuga en 1163 a Segovia del joven Alfonso VIII, sitiado en la villa por Fernando II de León. Entre los siglos XVI y XVIII no hubo grandes variaciones de población, unos 2.000 habitantes, destacando la importancia del núcleo eclesiástico y por tanto la acumulación artística que los templos y monasterios reunieron.

Todavía en el siglo XVIII subsistían seis parroquias: San Juan (en la que se ha concentrado el culto actual), Santísima Trinidad, San Bartolomé, San Salvador, San Gil y Santa María del Rey. Ni siquiera la francesada, en 1811, y su secuela de incendios y saqueos fueron parte para hacer desaparecer la riqueza artística de la villa, aunque la Desamortización y la emigración masiva del siglo XX dejaron exhausta a toda la comarca, de suerte que en el pueblo, en invierno, apenas viven 250 personas. Y entre ellas, su párroco –don Agustín González Martínez– entregado a su ministerio y al salvamento cultural del pueblo, tanto por amor a las cosas mismas como por ser consciente de que el empobrecimiento económico sólo se puede contrarrestar fortaleciendo las manifestaciones culturales. Don Agustín iba para médico, pero decidió –felizmente– quedarse en sacerdote, de lo que se enorgullece, recalando en Atienza, hace 34 años. Gracias a su entusiasmo, a prueba de burocracias y promesas olvidadas, la villa dispone de tres preciosos museos en otras tantas iglesias, donde han recuperado su dignidad gran cantidad de cuadros, esculturas, tallas y objetos sagrados (facistoles, copones, navetas, salvillas, custodias, vinajeras), procedentes de la «Casa de los Cuadros», desván-almacén donde se iban recogiendo los objetos artísticos cuando se abandonaban o cerraban templos por imposibilidad de atenderlos.

Desde 1990 en que se abrió el de San Gil, seguido por la Trinidad (en 2004), Atienza cuenta con dos museos abiertos de manera permanente y otro ocasional (San Bartolomé). Don Agustín hace más que cuanto está en su mano, ayudado de forma desinteresada por algunos fieles, ejerciendo también de conserje, de cuidador y vendedor de boletos, de guía de los visitantes. Su tiempo no da para más; las modestas recaudaciones, tampoco. Y no es posible pagar personal, ni sueldos a los restauradores de la facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense, que tanto han ayudado. En Castilla la Nueva (me repugna el nombrecito actual, al que la condenó la jerga de los políticos), donde tanto dinero se despilfarró para Cajas fraudulentas, Aves que no vuelan, aeropuertos sin aviones, don Agustín salva el arte y la dignidad de Atienza con su amor por el estudio y el concurso de su obispo, o de su amigo don Rafael Criado Puigdollers, que donó su magnífica colección de fósiles. Y allá está, en San Bartolomé, bien acompañada por un Descendimiento (o Cristo de Atienza, sobrecogedor en su sencillez) del siglo XIV, y por un ábside y una portada románicos.

Del mismo modo que Paleontología y Arqueología se hermanan en San Gil, con objetos de la tierra, de Jadraque o Molina de Aragón. Se juntan la Edad del Hierro con fósiles del Cretácico y el Jurásico. No podemos ofrecer aquí un catálogo –véase la excelente obra de J. M. Quesada y A. Jiménez, Elarteen-Atienza –, pero sí recordar que las tablas renacentistas de Juan de Soreda, el Cristo del Perdón de Salvador Carmona o la Piedad (de anónimo castellano, siglo XVI) por sí solos valen el viaje; y, en especial, resaltar que lo que los autores del libro mencionado llaman «sueño» es más bien milagro y sólo don Agustín sabe cuántas veces habrá flaqueado y, sin embargo, salido adelante gracias a su fe.

Hay que ayudar al padre González, pero estamos en España, y oyendo a ciertos propagandistas económicos, con sus recetas infalibles bajo el brazo, surge la absurda contraposición esgrimida como razón última por algunos liberales del momento: rentabilidad/subvención. Hablando en plata: cuanto no sea rentable no merece sostenerse. Y subvenciones, cero. Enhorabuena por tanta clarividencia y sensibilidad: ¿Es rentable la catedral de Zamora? ¿Y la de Burgo de Osma, o Guadix, o Astorga? ¿Es rentable mantener con vida a viejos desahuciados? ¿Debemos gastar dinero en auxiliar a las víctimas del terrorismo, a los cientos de miles de personas que acuden a diario a los comedores de Cáritas, al sostenimiento de instituciones culturales cuya utilidad no se mide en balances más o menos tramposos, sino en su contribución a nuestro acervo español común?

¿Nos hallamos ante otros que, cuando oyen la palabra «cultura», también echan mano a la pistola, esta vez la de los presupuestos? Porque no se trata de los fulleros observatorios y fundaciones que con tanta gracia denunciaba Antonio Burgos en estas páginas. Cuando de nuevo aparecen necios que exhiben su impotencia y su rencor pidiendo volver a quemar iglesias «como en el 36», ayudar al padre González no es tirar los cuartos en operaciones no rentables, sino responsabilizarse con nuestra cultura y nuestra historia. Y de lo contrario, no vengan con apelaciones a la Patria, vocablo que, por cierto, prodigan poco.

Serafín Fanjul, de la Real Academia de la Historia.

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