‘Milagro en Barcelona’

Un buen fotógrafo puede ser un contador de historias y un buen escritor un hacedor de retratos. Si alguien tiene alguna duda sobre esta aparente paradoja basta con regalarse esta Navidad un libro titulado Milagro en Barcelona (Editorial Ariel) donde un veterano fotógrafo, para mí desconocido –Joan Guerrero–, va enhebrando mundos, mientras Javier Pérez Andújar, escritor y amigo, trata de seguirle reconstruyendo los rasgos de una época que fue ayer y otro mundo que es hoy.

Santa Coloma, apellidada “de Gramenet”, como las grandes familias, forma parte de esas zonas del extrarradio barcelonés que con muy buen olfato político segregó de la capital el innombrable president Pujol cuando decidía sobre cómo debían llamarse las cosas, y dijo que Barcelona era una e indivisible, y lo que la rodeaba quedaría fuera por los siglos de los siglos, amén. Territorio de frontera urbana, allí donde se asientan los que llegan; los primeros, con la ambición de saltar a la ciudad profunda y embelesada; los últimos, para sobrevivir fuera de la historia. Como dicta una pintada –eso que ahora se agrupa como grafiti–: “los enemigos no vienen en patera, llegan en limusina”. Detesto los grafiti, esos autógrafos repetitivos de colorines, y defiendo las pintadas, ese reflejo individual de la indignación colectiva.

Milagro en BarcelonaEn una frase irónica de Pérez Andújar se resume casi todo: “Pensamos con canciones, sentimos con películas, envolvemos los bocadillos con periódicos llenos de fotos y literatura. La cultura es eso”. Como una película muda, subtitulada y con fondo de músicas evocadas nace la invención conmovedora de este Milagro en Barcelona, heredero humilde del Milagro en Milán de Vittorio De Sica. Se inicia con tres fotos; la del amor, la de la vida y la de la muerte, como las tres heridas de Miguel Hernández –la idea no es mía sino de Andújar–.

La primera, de unos niños en una charca. Quizá sea antigua, de la época en que Joan Guerrero debutaba de fotógrafo público, allá por 1969. Al fondo un muro de tierra y unas casas tiradas al albur. Pero los niños quedan. Una docena dispersa tomados a distancia, quizá sean la generación que ahora revienta, pero queda la intención del juego, la perplejidad del mirón ante un lugar sucio donde lo único que se resalta del relato es esa inclinación inexplicable de los niños por los charcos. La pasión infantil por chapotear quizá sea un atavismo y por eso mismo el juego más humilde y menos permitido de la infancia. Meterse en un charco tiene algo de querencia, y allí están los chavales junto al agua sucia, como si fuera un lugar del paraíso.

La otra es más sórdida. De espaldas, una vieja rellena sacos en un vertedero con fondos de niños –otra vez– que juegan en una loma. Estamos en un descampado, allí donde terminan siempre los barrios. Todo es anónimo, indefinido. Figuras difuminadas en la basura donde se echa a faltar una mayor calidad de la impresión, porque reproducir fotos exige un cuidado más minucioso que la revisión de pruebas y palabras. Cada imagen debe componerse como un capítulo.

Y por fin, la tercera, que cierra la introducción al “milagro barcelonés”. Seis ancianos en sillas tan plegables como desechables juegan a algo que no se distingue. No será ajedrez, con toda seguridad. Demasiados para el dominó. La baraja, con bastante seguridad. ¿Las siete y media o el tute, quizá? La pendiente del descampado los empoza bajo un fondo de traseras de casas lejanas, que con toda probabilidad no serán las suyas. Llevan gorras apañadas, hará frío o sol mortecino. El baldío donde instalaron la timba está lleno de escombros y desechos. Un coche mierdoso de dos puertas, color blanco impreciso, recorta una esquina del relato a la espera de una imaginación potente, quizá abandonado por un descuidero o sirviendo para un picnic de amantes sin posibles.

¡Qué sentidos son los relatos que fotografía Joan Guerrero y con qué ternura los retrata Pérez Andújar! Y eso que aparece en el libro es Santa Coloma, con alguna escapada a la costa de Sant Adrià del Besòs, ese estuario con unas playitas encharcadas que no evocan a Deauville, ni a Paul Morand, ni siquiera a lo que sigue, carretera adelante, hasta la costa hermosa que ni es brava ni lo disimula. Ay, aquella perniciosa estética mediterránea que nos reprochaba Unamuno, el padre de una mesnada de hijos y que llamaba a su mujer la “santa costumbre”; en el fondo nunca entendió mucho de la vida luminosa, de sus placeres y de sus cosas; ni humo, ni alcohol, ni desvíos. Consecuente y con redaños, eso sí. No se acercaría nunca a un lugar semejante a Santa Coloma, ni a personajes como Joan Guerrero y menos aún como Javier Pérez Andújar, un catalán demediado como los tipos que noveló Italo Calvino. Si los prosistas contemporáneos catalanistas además de subvencionados tuvieran talento escribirían sobre el catalán demediado, aunque corrieran el peligro de que dejaran de subvencionarles.

No recuerdo haber estado en Santa Coloma ni en Sant Adrià en mi vida pero si el parque de Can Zam es como lo relatan las fotografías de Guerrero siento que me estoy perdiendo un Hyde Park del extrarradio –“un extrarradio es una radio con más noticias”, afirma Pérez Andújar para ilustración de tertulianos–. Hay un halo gratificante en las fotos de Joan Guerrero cuando se adentra en el parque: las mujeres hindúes o sijs parecen huríes; los ecuatorianos caballeros del ideal, y los africanos de patera se exhiben con el hálito señorial de los jefes de tribu.

¿Cómo se puede hacer un libro tan lindo con un material tan desarreglado por la pobreza, la discriminación y el abandono? Basten los dos gaiteros gallegos que ensayan a la orilla de un río casi inexistente si no fuera porque a veces se engatilla o se dispara, el Besòs. Parecen seleccionados para un casting de gran filme épico. Y más si al retratista Pérez Andújar le tienta contar que se trata de gentes del común, sin sitio para ensayar –dónde carajo ensayan, sin protestas vecinales, dos gaiteros–. Yo recuerdo un periodista en Bilbao, casi un becario por la escasa paga, que debía ensayar en la buhardilla del periódico quebrado que yo dirigí, casual y efímeramente. Tocaba la trompeta. Pero esos dos gaiteros se emocionan, como yo al repetirlo, cuando el gran relator de imágenes Joan Guerrero les pide que interpreten Negra sombra, esos versos de Rosalía de Castro que musicó admirablemente el olvidado cura Juan Montes Capón, y no ninguno de sus mediocres imitadores modernos y famosos. Un himno, sí, un himno, que nadie puede escuchar sin que le asalte la congoja.

Un contraste más de este libro de claroscuros brutales. La Negra sombra de Rosalía en una orilla del Besòs y la aplastante afirmación de Pérez Andújar sobre lo bien que le sienta el rock and roll al cemento. Y de seguro que es cierto, y que en una ciudad como esa Barcelona “atrápalotodo” no hay música que desentone, ni siquiera el mexicano José Alfredo Jiménez, ese autor genial de mil canciones, del que cabría pensar que sus inolvidables Cuatro copas irían perfectamente como fondo a este libro de memoria y vindicación de lo que se ha amado aunque fuera cutre, misérrimo y además careciera del glamur que exige la desfachatez del presente.

Santa Coloma, señora de Gramenet, reina destronada de la emigración, región volcánica apaciguada por la benevolencia de sus gentes, donde las horas se cuentan por días de trabajo y las ruinas por descampados salpicados de furia. Aquí están dos magníficos cronistas; uno de imágenes e historias, el otro de una prosa precisa y deudora del cine para pobres ansiosos que fue el nuestro, de las charcas con niños que no conocían el mar y de pescadores sin perlas que echaban los anzuelos donde apenas había agua.

Pocas veces se ha hecho un homenaje a una ciudad con tanta sensibilidad y talento como este Milagro en Barcelona. Y gratis. Un regalo que nuestra “costra” no haría nunca. Ni lo entendería. ¡Sin subvención!

Gregorio Morán

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