Milán, un antes y un después

Paradójicamente, la agresión de Milán a cargo de un cuarentón sin oficio ni beneficio representa la línea divisoria para una Italia que puede optar por volver a levantarse o por quedarse definitivamente tendida en la lona. Para Berlusconi supone la última ocasión para mostrarse, justo al término de una asombrosa carrera política, como el estadista que hasta ahora nunca ha llegado a ser. Y para la oposición, la superación de un posicionamiento estéril que, desde hace 20 años, sólo ha sido capaz de deslegitimar las amplias victorias electorales del centro-derecha bajo la guía berlusconiana, a quien ciertos méritos para ganar tan arrolladoramente habrá que reconocerle en algún momento.

No se atisba, por desgracia, compunción alguna en la línea del todos contra todos. Dejemos a un lado los mensajes de solidaridad del mundo político al Herido. Son una constante a estas alturas, tan ritual como obligada e inútil. Berlusconi seguirá entremezclando lo público y lo privado, realizando su particular eslalon entre sus procesos judiciales y sus conflictos de intereses, devolviendo a la patria en cuanto le sea posible archivos de servicios secretos de los países comunistas y tachando de comunistas a todos aquellos que indagan sobre él o toman decisiones en su contra: desde el último fiscal, hasta el Tribunal Constitucional. El líder de la Liga Norte, Bossi, proclama de inmediato entre gritos el significado "terrorista" del gesto de Milán, la mayoría señala a periódicos y programas de televisión de la oposición como instigadores, mientras De Pietro, del opositor partido Italia dei Valori (IDV), condena la agresión, desde luego, pero dejando caer que en realidad... en el fondo, en el fondo... Berlusconi se lo ha buscado.

Lo delicado del momento italiano se ve acentuado por la crisis que están pasando las dos principales coaliciones. El centro-derecha está claramente escorado hacia el extremismo bajo el impulso de la Liga. El centro-izquierda, el PD, recién salido del fracaso de su más reciente proyecto, se halla a merced del IDV de Di Pietro, es decir, de un extremismo simétrico al de la Liga, y carece de estrategia defendible alguna.

El país está tan tenso como una cuerda de violín, entre un asalto a la Constitución que arrollaría también estructuras indiscutibles, y la cerrada defensa incluso de aspectos definitivamente obsoletos. Italia, en todo caso, ya vivió un periodo análogo: en 1948, cuando, tras el atentado contra Togliatti, se evitó la insurrección gracias a la victoria de Bartali en el Tour de Francia. El problema, sin embargo, no consiste en saber si Tartaglia (el agresor de Milán) es igual o no que Pallante (el de hace 61 años en Roma), sino si Berlusconi estará o no a la altura de Togliatti.

¿Cómo se comportará Berlusconi? ¿Como el conciliador Togliatti tras el atentado de 1948, o como el Berlusconi de postrimerías de 1994 (fin de su primer Gobierno y consecuente síndrome del complot y del permanente vuelco político)?

En cualquier caso, está claro que la Italia de ahora no es como la de entonces. Más que por las diferencias históricas, por las políticas. En 1948, la democracia cristiana acababa de obtener un triunfo arrollador (más del 48% de los votos) contra el Frente Popular (comunistas y socialistas unidos), conquistando la mayoría absoluta en el Parlamento. Si en 1948 el gesto de Pallante fue político pero no tuvo consecuencias políticas, ello se debió al comportamiento de la parte lesa. Togliatti, a través de los micrófonos de la RAI, lanzó un inmediato llamamiento a la calma desde la cama del hospital. Sí, el mismo Togliatti que, como ministro de Justicia del primer Gobierno postmussoliniano, había aprobado la amnistía para los fascistas.

Hoy, en cambio, las elecciones (tanto las administrativas, que tan decisivas son siempre en nuestro país, como las generales) tendrán lugar dentro de seis meses. Y el vencedor absoluto de las generales, Berlusconi, se halla continuamente al ataque como ni siquiera Togliatti llegó a estarlo siendo jefe de la oposición.

Es indudable que Togliatti debía legitimarse ante los ojos de los moderados (desde siempre mayoría en este país), al ser el líder de un partido comunista de sólidos lazos con Moscú y la URSS, mientras que De Gasperi y la democracia cristiana habían optado por la línea atlántica y pro-americana. Berlusconi, por el contrario, está legitimado ya por los millones de votos obtenidos en numerosas citas electorales, pero se afana en una continua búsqueda de ulteriores consensos.

La agresión a Silvio Berlusconi por parte de un demente en cura psiquiátrica desde hace 10 años no hace pensar en Sarajevo, por fortuna. Pero Italia se halla ante una encrucijada decisiva: o el centro-derecha y el centro-izquierda se dejan de acusaciones recíprocas y se lanzan todos (cada uno en su papel) a gobernar un país que tiene una extrema necesidad de ello, o bien la mediocridad habrá ganado la partida, destruyendo para siempre una nación de inmensos recursos que, sin embargo, paga cada año más de 70.000 millones de euros sólo en intereses por la deuda pública.

Ante este panorama, la Comisión Bicameral para las reformas constitucionales de 1996, presidida por D'Alema y que Berlusconi hizo saltar por los aires, parece cada vez más esa última frontera en la que pudo instaurarse un diálogo, la enésima oportunidad, irremediablemente perdida.

Giancarlo Santalmassi, periodista italiano. Traducción de Carlos Gumpert.