Militares árabes y democratización

El resultado final de las transiciones árabes está lejos de concretarse de forma definitiva. Sin embargo, lo cierto es que las relaciones entre civiles y militares serán objeto de una redefinición y renegociados en cada caso.

Los militares árabes respondieron a los levantamientos populares del 2011 de diversas maneras. En Túnez y Egipto, la decisión de los comandantes leales al régimen de abandonar a sus presidentes permitió una rápida transferencia de poder y atajó el derramamiento de sangre. Por el contrario, en Libia, Yemen y Siria los militares se escindieron, pasaron a una posición secundaria o se mantuvieron fieles de forma que diversos aspirantes optaron por luchar por la conquista del poder. Las respuestas, en los casos de Túnez y Egipto, se vieron influidas o condicionadas por la considerable autonomía institucional y cohesión profesional de las fuerzas armadas; este último factor se veía reforzado además por la estrecha conexión de la jerarquía militar con los distintos grupos sociales, la familia, la tribu, la región o la facción determinada.

Las implicaciones inmediatas son relativamente sencillas, aunque descarnadas. Las negociaciones en Libia, Siria y Yemen se centrarán obligadamente en el objetivo fundamental de unas fuerzas armadas nacionales, con una precisión: ¿hay que defender las fronteras contra enemigos externos o se trata de preservar el poder político de determinados partidos? Por una parte, las fuerzas armadas se han desintegrado parcialmente, sobre todo en Libia y Yemen, como resultado de los esfuerzos de los aspirantes al poder de modo que los militares quedarán enfrentados a las masas populares. Además, la escalada de violencia presagia un cambio de régimen más radical que el que ha tenido lugar en Túnez o Egipto, donde la transferencia de poder no implica el desmantelamiento del Estado o en la reestructuración completa de los sistemas políticos y constitucionales. Más aún, la tarea de reconstrucción de las fuerzas armadas reflejará las luchas por una nueva distribución del poder en el seno de Estados y sociedades divididas donde las fuerzas armadas se consideran un activo del que hay que apoderarse.

En consecuencia, la renegociación de las relaciones entre sociedad civil y fuerzas armadas en estos tres países serán prolongadas y arduas, tanto más si tienen lugar en un marco de supervisión civil. La experiencia de Iraq ofrece un precedente desalentador. El ejército iraquí recientemente reconstruido sigue siendo poco más que una coalición de grupos étnicos y facciones, que difícilmente superarían una prueba de cohesión, como por ejemplo permitir que las unidades mandadas o compuestas por miembros de otras comunidades operaran o impusieran orden en sus propias regiones. Y como el sistema político emergente del 2003 se hunde crecientemente y se reproduce el modelo basado en el clientelismo, el cuerpo de oficiales iraquíes se alinea de acuerdo con las distintas lealtades personales y partidistas, socavando seriamente toda noción de un control civil o de gobernabilidad democrática.

En Egipto y Túnez, es inevitable la negociación entre los mandos militares y los dirigentes de los partidos políticos que surgirán en los próximos meses de las elecciones a las asambleas constituyentes y legislativas. En los debates sobre las prerrogativas de los militares y sus relaciones con las autoridades civiles ya no podrán funcionar ciertos acuerdos informales. Las fuerzas armadas intentarán probablemente alcanzar mayor seguridad y garantías constitucionales sobre sus intereses –presupuestos, seguridad social y estatus– así como una función (por mandato legal) de asesoramiento en las esferas principales de la política nacional. Esta aspiración podría adoptar la forma de consejo de seguridad nacional al estilo turco o de un equipo de profesionales adscrito a los gabinetes del presidente o del primer ministro y su misión podría extenderse más allá de Defensa y Asuntos Exteriores para incluir cualquier cuestión susceptible de afectar a la “seguridad nacional” –la producción de alimentos, la educación y la política social y económica en general–. Líderes civiles sin experiencia comprobada pueden considerar la institucionalización del papel político de los militares como una concesión inevitable en aras del mantenimiento de la estabilidad.

Hay partidarios de asignar un mayor papel a los militares que razonan que permitir que las fuerzas armadas ejerzan una especie de arbitraje puede ayudar a mantener el equilibrio entre las corrientes políticas y fuerzas sociales emergentes a fin de asegurar una transición ordenada. De hecho, muchos de los que se oponen a un gobierno de signo militar confían en que continúe una tutela militar hasta que los nuevos partidos políticos estén lo suficientemente desarrollados como para competir abiertamente con los amplios restos del antiguo régimen que se han ido reagrupando bajo diversas formas, tanto en Túnez como en Egipto. Para otros, el ejército es también un baluarte frente a un completo reordenamiento de la sociedad a cargo de los partidos islamistas en caso de que unas elecciones generales –como ha ocurrido en Túnez– les eleven al poder.

Ahora bien, ¿qué oportunidades se ofrecen para que las fuerzas armadas desistan de tal función de equilibrio? El caso de Líbano demuestra los riesgos de mantener un acuerdo de tales características. En primer lugar, permitir que un sistema político dependa del papel de equilibrio desempeñado por el ejército paraliza las reformas relativas a los problemas crónicos del sistema. La clase política libanesa ha acudido dos veces a las fuerzas armadas para que una figura de sus filas presidiera el país en los últimos veinte años. En segundo lugar, una política de deliberada “no intervención” por parte del ejército no carece por ello de sentido político. El ejército se proclamó a sí mismo neutral ante las manifestaciones masivas de protesta por el asesinato del ex primer ministro Rafiq Hariri en el 2005 y la toma militar de Beirut occidental por la oposición en el 2008. Sin embargo, muchos libaneses siguen considerando al ejército como un aliado de sus rivales políticos y otros consideran que la neutralidad viene a favorecer una determinada tendencia política sobre otra.

Los incidentes del área de Maspero el 9 de octubre en El Cairo pusieron de manifiesto que Egipto puede correr los mismos riesgos que Líbano. Tras el asesinato de 25 manifestantes cristianos coptos, la televisión estatal llamó a los musulmanes egipcios a defender a “su” ejército, proporcionando una prueba más de cómo puede convocarse al ejército por intereses partidistas introduciéndolo aún con más fuerza en el proceso político. La forma en que el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas trató de utilizar el incidente para unir a “todos los hijos de las fuerzas armadas” tras él refleja probablemente una preocupación por la cohesión de su propio cuerpo de oficiales pero, sobre todo, indica cierta propensión a incurrir en un riesgo de polarización ideológica y social con tal de protegerse de la crítica y la rendición de cuentas.

Aunque Túnez no muestra estos rasgos, pone sin embargo de manifiesto otras características compartidas. El ejército tunecino ha dejado el Ministerio del Interior en buena medida intacto, pese a reemplazar al ministro y a ciertos funcionarios. Este hecho refleja una preocupación por la estabilidad y la continuidad, factores que acusarán el impacto en caso de que vacilen las economías nacionales y se intensifiquen las tensiones sociales. Los nuevos Parlamentos pueden verse paralizados por las disputas de los partidos no habituados a otra cosa que a la política sin resultados positivos o irremediablemente escindidos bajo la fractura laicismo-islamismo.

Si los procesos de transición se encallan en esas condiciones, no resulta inconcebible que Túnez y Egipto sigan en último término el ejemplo de Líbano y se dirijan a los mandos militares en busca de salvación. Esto no entraña un régimen militar, pero indudablemente representa una democracia limitada.

Por Yezid Sayigh, investigador asociado al Centro Carnegie sobre Oriente Medio, Beirut.

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