Militares y la España civil

Por José Antonio Zarzalejos, Director de ABC (22/01/06):

LAS Fuerzas Armadas han sido para España un recurso político como para las tragedias griegas resultaba ser el Deus ex machina, es decir, un quiebro taumatúrgico para resolver las coyunturas de convulsión signadas por el desgobierno, el pesimismo y la disgregación. La sociedad española no ha tenido una concepción civil acendrada en la resolución de sus problemas y se ha entregado a la fuerza militar como ultima ratio para suplir toscamente su incapacidad crónica para la convivencia. La intervención militar, la asonada, el golpe, han sido en los dos últimos siglos casi una constante de acaecimiento cíclico. La primera experiencia republicana -con ese fenómeno estéril del cantonalismo- acabó con el espadón ordenancista; cuando la Restauración boqueaba en los años veinte del siglo pasado, emergió la dictablanda de Primo de Rivera; la segunda República hubo de ordenar al Ejército la represión del secesionismo catalán en 1934 y dos años después el levantamiento franquista nos adentró en un túnel al que, al poco de salir, en 1981, hará pronto un cuarto de siglo, se nos quiso volver a introducir. Por fortuna ahora no existe riesgo de que, en versión actualizada, semejantes episodios puedan repetirse, pero el destello histórico que ha producido tan nutrido cúmulo de precedentes procura una suerte de inquietud que es necesario aquietar de modo definitivo.

La denominada cuestión territorial -es decir, la dificultad de cohesión interna y la tensión centrífuga de Cataluña y País Vasco, y en menor medida, de Galicia- ha estado en el origen de la cuestión militar, que consistía en la irrupción del Ejército para dotar a la nación de una columna vertebral que la política, mediante el compromiso, el acuerdo y la lealtad, no lograba estabilizar. La Constitución de 1978 intentó abordar las dos cuestiones, sin olvidar tampoco la religiosa, y ahora resulta que las fórmulas que en el período constituyente se dieron por buenas para acabar con esas anómalas cuestiones parece que no han deparado los resultados apetecidos, lo que ha propiciado que determinados sectores se sientan legitimados para entender la emergencia, otra vez, de un discurso militar que, aunque matizado, resulta excéntrico, extemporáneo y extravagante. Diría también que resulta del todo inútil, aunque si lo hiciera pudiera parecer que la interposición de determinado discurso militar conminatorio sería admisible si fuese eficaz o disuasorio para el poder político, pero argumentar de tal manera sería un oportunismo.

La culpa, empero, del intervencionismo militar en la vida política no está sólo del lado de los funcionarios uniformados y armados, sino de la imantación social que se genera respecto de su propio papel en los asuntos públicos. O en otras palabras: es posible que algunos militares -como ocurrió el 23 de febrero de 1981- interpreten que la sociedad española carece de recursos propios -civiles- para soportar las crisis colectivas y, en su caso, resolverlas. Algunos de los golpistas de hace veinticinco años reconocen que erraron; que la sociedad española quería soluciones pero no esa solución. Se confunden quienes piensen que después del asalto de Tejero al Congreso sigue existiendo en España añoranza militarista alguna. La reflexión es válida para los altos mandos de las Fuerzas Armadas, pero lo es para todos los poderes del Estado y para los ciudadanos. Lo mismo que la Iglesia ya no legitima la política, después de siglos de unión hipostática entre el trono y el altar, la fuerza militar no cuenta con supuesto alguno que, de manera autónoma, le autorice a dictaminar soluciones o a intervenir en ellas. Los ejércitos, también en España, han pasado a constituirse en instrumentos auxiliares del poder ejecutivo, a su vez controlado por el legislativo y sometido a la jurisdicción de jueces y tribunales independientes, imparciales e inamovibles. Ese es el juego democrático y es, además, el único posible, aceptable y útil.

Como ha declarado Eduardo Subirats, «España es intelectualmente mediocre». De esa pequeña talla intelectual se derivan algunos de nuestros grandes males ; entre ellos, el de la irresponsabilidad política. El manejo de los asuntos públicos y, especialmente, de los que están en el basamento constitucional no puede aparecer como una cháchara política inspirada en ideologizaciones de ocasión. La ausencia de consistencia intelectual de la clase política es la que ralentiza la construcción progresiva de una concepción civil de España, esto es, de su capacidad endógena para superar sus problemas, aun los más arriscados y difíciles. Como el territorial. Rememorando a Subirats y a propósito de la cuestión territorial, hay que convenir con él que «los nacionalismos, sea catalán, español o vasco, serán respetables como opción, pero desde el punto de vista intelectual, son de una grosería inaceptable» (ABC, 28/11/2005). Nuestro autor disecciona muy bien el asunto: los nacionalismos como un factor de representación política son aceptables. Pero intelectualmente no lo son, resultan groseros porque manipulan la historia, retardan la universalidad de la ciudadanía, levantan fronteras, se atrincheran en idiomas y hábitos y recelan de un mundo abierto y competitivo. Y lo que es peor: como el nacionalismo es insaciable e irredento, introducen sus aspiraciones en un laberinto de salida imposible. En este tramo último de claustrofóbica sensación de fracaso, es cuando históricamente la intervención de la fuerza, el palmetazo autoritario o dictatorial, ha aparecido como la solución idónea.

Ese tiempo pasó. Y no debe volver ni siquiera en forma de inquietud o desasosiego. Y para ello hay que extraer lecciones de lo que está ocurriendo en España. De determinados desaguisados -la denominada crispación, la incomunicación o falta de permeabilidad entre distintos sectores ideológicos, por ejemplo- tenemos alguna culpa los propios medios de comunicación, como ha denunciado muy oportunamente Antonio Garrigues desde esta misma página (ABC, 18/1/2006); pero la principal responsabilidad se residencia en los depositarios del mandato ciudadano para el ejercicio del gobierno en su más amplia acepción. El desplome intelectual en la clase dirigente es el que inocula en la dermis colectiva un fortísimo sentimiento de desconfianza y de falta de expectativas positivas. Cuando esos sentimientos pasan de la dermis a la epidermis, es decir, se perciben a simple vista, los ciudadanos, en vez de contemplar el horizonte y afirmarse en su propia capacidad de protagonistas de su futuro, miran a un pasado en el que sólo encuentran fórmulas ya caducas.

Si alguna fórmula existiera para aplicarla a lo que nos ocurre -nos pasa, como decía Ortega, que no sabemos lo que nos pasa-, esa sería la de que cada cual cumpliera con su rol en el sistema democrático. Ahora eso no ocurre: mandan los minoritarios más allá de lo razonable; el Gobierno, a veces, se llama a andana en el cumplimiento de la ley y se aviene a imposiciones nacionalistas; mandos militares hablan cuando deben callar y obedecer; la oposición no sabe discriminar cuándo debe ejercer la confrontación y cuándo la colaboración; algunos medios juegan a estrategias de exasperación, que tienen mucho de comerciales, cuando nos jugamos el futuro, y los ciudadanos abdican de su condición y no exigen que su mandato electoral se cumpla. La España civil necesaria requiere exactamente de todo lo contrario.