Minitratado de consolación

El acuerdo alcanzado a finales del mes pasado, el 23 de junio, en la última cumbre europea ni evita la decepción, porque frustra algunas expectativas creadas con el tratado constitucional, ni alienta otras nuevas sobre el futuro de la Unión.

Es verdad que se pecó por exceso cuando se presentó como Constitución europea lo que en realidad era un tratado, más ambicioso que los anteriores, a los que refundía en un texto río e incorporaba derechos de ciudadanía, pero el debate que suscitó entre partidarios y detractores generalizó la impresión de que Europa entraba con él en un proceso constituyente de una auténtica unión política con un espacio social más definido y congruente que en el pasado. En consecuencia, perder toda connotación constitucional en la denominación del tratado que pasará a llamarse ... de Reforma no puede despacharse ahora limitándose a decir que es una cuestión superficial sin la menor importancia, puesto que equivale a reconocer que se les vendió mercancía maquillada a los ciudadanos y a los parlamentos de los 18 países que refrendaron o ratificaron una Constitución para Europa. Tampoco es un asunto menor que del método más participativo de la convención seguido anteriormente se vuelva al restrictivo de conferencia intergubernamental (CIG) para elaborar los tratados (de reforma y de funcionamiento). Y como una cosa lleva a la otra, el retorno a los estrictos confines de los gobiernos para decidir sobre el futuro de Europa justificará de entrada que los nuevos tratados se sancionen mediante procesos de ratificación en los parlamentos nacionales en la mayoría de los casos (incluidos probablemente aquellos países donde se sometió a referéndum el tratado constitucional). Pero finalmente también supondrá que nazcan con menor legitimidad social.

En cuanto al contenido que han de tener los nuevos tratados se nos dice que serán prácticamente iguales a los del arrumbado tratado constitucional, que las mutilaciones se han limitado a cuestiones irrelevantes como la simbología de la Unión y que los cambios introducidos no alteran lo sustantivo. Seguramente sea cierto, aunque no podrá afirmarse categóricamente hasta que concluya sus trabajos la CIG, previsiblemente antes de que finalice la presidencia portuguesa en diciembre próximo, dado que en realidad el mandato del Consejo son unas líneas maestras para la elaboración de los nuevos textos.

Aunque la peor imagen se la hayan ganado a pulso los mandatarios polacos, a quienes se les concedió la antidemocrática cláusula moral para cercenar en su país la carta de derechos fundamentales, la mayor inquietud sobre el carácter y fuerza vinculante que finalmente tenga esta carta la ha introducido el Reino Unido, amén de excluir a sus propios ciudadanos de los derechos, de todos, no sólo de los referidos a la orientación sexual como pasará en Polonia, sino que también se quedarán sin los derechos sociolaborales, como ya ocurriera con el protocolo de política social del tratado de Maastricht en tiempos de Margaret Tatcher. Como regresiva ha sido su imposición en materia de política exterior, que además de cortarle el vuelo antes de despegar a la figura de ministro de Exteriores dejándolo como está, en alto representante para esos asuntos, ha congelado la esperanza de contar de verdad con una política exterior y de seguridad común de toda la UE. El colmo del sarcasmo llegará cuando la nueva voz del Cuarteto para Oriente Próximo, Blair, tan flamante como desafinada de antemano, interfiera la de Solana para mayor desconcierto entre palestinos e israelíes.

Bien estará que se liberen del veto que entraña la regla de la unanimidad casi cincuenta materias, entre ellas algunas tan importantes como energía, inmigración o justicia e interior (de la que por cierto también se permitirá la exclusión del Reino Unido), pero para que se llegue al sistema de votación por doble mayoría (estados y población), más democrático y transparente que ya se había incorporado en el tratado constitucional, habrá que esperar al año 2017, es decir, después de haberse tenido que tomar muchas e importantísimas decisiones. El criterio de Niza se mantendrá por tanto otros diez años, ese que tanto le gusta a los gemelos polacos y a Rajoy, lamentablemente coincidentes en la trinchera para defenderse de Europa. El presidente del PP debería reparar en que una actitud tan defensiva, que le lleva a obsesionarse con los pertrechos que mayor capacidad de bloqueo le proporcionen, equivale a reconocer en el fondo que ni se está ni se le espera a uno en el proceso de construcción europea. Más inteligente es la posición del presidente del Gobierno español, que ha optado por participar de los nuevos núcleos capaces de desbloquear situaciones y convencer a los más reticentes; actitud que de manera ejemplar viene encarnando desde hace años el presidente luxemburgués, Junker, quien pese a representar a uno de los países más pequeños ha logrado ser reconocido como uno de los dirigentes europeos más respetados y escuchados.

Pero más allá de las valoraciones que podamos hacer cada quien, con diferentes tonos y colores, hay al menos un dato en el que debe haber coincidencia. Las tensiones que se registraban en las cumbres de la UE-15 se suscitaban por quienes reclamaban más cohesión, más solidaridad, más Europa en definitiva. Ahora, con la UE-27 las convulsiones proceden de la latitud opuesta, de la que quiere constreñir la ciudadanía europea, los derechos, restringir los recursos comunitarios, la que no quiere avanzar hacia la unión política. Tal vez el error consistió en no reformar antes de ampliar la unión. Se quiso abarcar más mercado antes de fortalecer la democracia en todos los ámbitos de la unión y ahora pagamos las consecuencias.

Antonio Gutiérrez Vegara, presidente de la comisión de Economía y Hacienda del Congreso.