Minorías globales

«La vida democrática es un pacto difícil», recuerda Michael Ignatieff . Un pacto entre individuos, pues, como bien advirtiera Javier Gomá, «por mucho que el hombre se integre en amplios grupos, subsiste siempre su responsabilidad individual». Asistimos al acoso al individuo, a la ensombrecida imagen de la raza, la etnia, la nación, la religión o el partido político, cuando no el grupo mediático. Los individuos se desvanecen. «La sociedad actual ha puesto micrófonos –denuncia Zygmunt Bauman– en los confesionarios». Algo peor, ha hecho de la pantalla televisiva un confesionario. Allí se habla de lo íntimo y se traiciona al individuo hasta convertirlo en objeto de espectáculo, eso sí, a diferencia del ingenuo 1984 de Orwell, ahora el vuelco a la intimidad se hace voluntariamente, no hay coerción represiva del Estado, son los propios personajes los que se someten, alegremente, al desnudo integral. Pareciera como si las cámaras de vigilancia las llevaran en sus propios ojos.

Vivimos tiempos confusos e interesantes. Pero esto, en el jugoso refranero chino, es una maldición: «Ojalá vivas tiempos interesantes». Y los vivimos. Es el desmoronamiento de una manera de vivir sin que a lo corto aparezca una ética que la sustituya. De ahí, el miedo de la gente a la soledad. De ahí, el terror a quedarte aislado en medio de la nada. De ahí, la confesión pública, la exhibición de las miserias, la traición al individuo y su libertad. Escribió Eugenio Trías: «Las masas somos todos en nuestras horas bajas», y la sensación es que vivimos en un continuo de horas bajas. Típico de las crisis, horas de sobrevivencia, de desamparo. Porque la cultura de masas instalada como única vía para el acceso al conocimiento, además de una mentira, es «la que convoca nuestras vísceras y nuestros órganos menos sutiles» (Eugenio Trías). El griterío, la propaganda, las estadísticas («lágrimas petrificadas») son la nueva biblia del comportamiento, el novedoso banderín de enganche. El gran carnaval. El espectáculo de la banal influencia. Cuánto se echa de menos en cualquier actividad pública (política, académica, mediática, deportiva, económica) la figura de un Sr. Lobo, a la manera del personaje de Harvey Keitel en que recomiende a la sociedad entera «no nos chupemos la p… mutuamente, todavía».

Se ha perseguido, acosado a la privacidad, el mayor bien de una sociedad democrática, en aras del espectáculo. Y ahora tenemos espectáculo pero hemos anulado la privacidad; el espectáculo ha creado una sociedad vigilada, policial, sumisa, anestesiada; lo curioso es que ahora los vigilantes son los mismos vigilados. Curioso y espeluznante, una sociedad de invisibles drones. Si las grandes amenazas a la democracia liberal en las primeras décadas del siglo XX fueron el fascismo y el comunismo, no hay duda de que hoy esa amenaza viene fijada por el populismo. En todos sus órdenes: político, económico, religioso, cultural, mediático. Y cuidado, en las primeras manifestaciones fascistas y comunistas nadie contempló el riesgo de que fueran a acabar con el sistema, todo lo contrario, se interpretaban como manifestaciones marginales de un pandilla de extremistas extraviados. Hasta que se adueñaron de todo. Recuérdense el comienzo y el final de la espléndida película de Bob Fosse, Cabaret. El local, al principio, República de Weimar, acoge un espectáculo subido de tono, provocador y divertido; dos miembros de las fuerzas de choque nazis SA intentan repartir propaganda y el encargado les echa a patadas. Al final del filme, la cámara enfoca una copa de champán y lo que se refleja en ella es un aluvión de brazaletes con cruces gamadas que portan los únicos clientes del local. Es cierto que la Historia nunca se repite dos veces de la misma manera, pero no es menos cierto que cuando una sociedad se ve inmersa entre los árboles del tiempo es incapaz de reconocer el bosque en el que se halla envuelta. Asistimos a la voladura, controlada, de una manera de entender la cultura. Sin embargo, como prodigiosamente supo definir Eugenio Trías, no todo está perdido: «Se trata –ahora– de un sector social cada vez más amplio en los países innovadores, especialmente entre clases medias ilustradas que apuestan por una cultura cualificada y diversa, cifrada en temas de imposible generalización colectiva, pero de gran predicamento entre seguidores apasionados». Es decir, entre individuos. Ortega, Canetti, Arendt ya se adelantaron a ello, con escaso éxito. El hombre masa es una entelequia, pero una entelequia peligrosa porque se convirtió, y ahora resucita, en la excusa para demoler siglos de cultura cualificada y diversa, de imposible generalización colectiva. Hoy de Estambul a Pekín, de Berlín a Buenos Aires, de Madrid a Estocolmo, de San Petersburgo a Tokio, de México D. F. a Sidney, gracias a las nuevas tecnologías (internet y demás), como hace quinientos años significara la imprenta, minorías globales se comunican en esas búsquedas de una cultura cualificada y diversa, se intercambian y conviven en sus contenidos, se alejan y se aíslan. Como señalaba Javier Gomá en «Mayoría selecta»: «Nada más igualitario que la inteligencia».

Hoy parece como si exhibir la inteligencia, buscar la cualificación de la cultura, enaltecer su diversidad, subrayar la individualidad y la genialidad de sus obras fuera cosa de ridículos exquisitos trasnochados, de esnobs decadentes, en fin, de individuos. Pero esas minorías globales sobre las que escribió Eugenio Trías están ahí, son el germen de la resistencia, de una ética de la resistencia ante los bárbaros o, lo que es peor, ante la banalidad. El pensamiento plano, la oquedad, la simpleza y el hastío. Luis Magrinyá lo describe con rotundidad: «La intimidad es algo que debe ser definido por uno mismo, no por una ley o una tecnología». La solidez de una sociedad democrática, de gentes libres y críticas, se define por la capacidad de saber elegir la diferencia cultural frente a la masa. En el momento en que la decisión de las masas (que no es lo mismo que una decisión democrática, a eso Ortega lo llamó «democracia morbosa») es un valor en sí, el individuo ha quedado mortalmente anulado, y el pacto democrático queda pulverizado. Y todos podremos, irónicamente, concluir con Woody Allen: «No formé parte del equipo de ajedrez por culpa de mi estatura».

Por Fernando R. Lafuente, director de ABC Cultural.

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