Minorías globales

Siempre he creído que la expresión cultura de masas constituye un eufemismo. Se trata de una cultura que elimina de su repertorio la mejor de nuestras facultades. Las masas somos todos en nuestras horas más bajas. Esa cultura se halla, en los países mejores y más civilizados, poco a poco cuestionada y contestada (o por lo menos contrastada). Tardarán quizás años o lustros para que nos enteremos en España de este interesantísimo proceso, que demuestra una vez más la gran vitalidad de ese Ave Fénix que llamamos capitalismo en la edad postindustrial: un modelo tan mefistofélico como capaz de renacer de sus cenizas.

En el mundo global, en países que apuestan por la calidad, cada vez posee mayor presencia y prestancia lo que podría llamarse una cultura de minorías globales. Debería escribirse alguna vez sobre la sorda -casi inaudible- rebelión de esas minorías. Nada tienen que ver éstas con las elites económicas y sociales que vivían con temor y temblor el irresistible auge del hombre masa en el periodo de entre guerras, cuando Ortega y Gasset escribió su célebre libro.

Se trata -ahora- de un sector social cada vez más amplio en los países innovadores, especialmente entre clases medias ilustradas que apuesta por una cultura cualificada y diversa, cifrada en temas de imposible generalización colectiva pero de gran predicamento entre seguidores apasionados.

Los políticos tienen que contar con esas minorías globales en los países más cultos e inteligentes. También han de saber de ellas los empresarios, los financieros, los fabricantes de arte, literatura y pensamiento. Se está gestando una incipiente civilización de la inteligencia y del conocimiento que cada día contribuye al lento entierro de esa forma paleolítica de cultura que todavía denominamos cultura de masas: la que convoca nuestras vísceras y nuestros órganos menos sutiles; la que se encandila con los asuntos más escabrosos y peleones.

¿Es que esta cultura apta para minorías globales está ausente en España? ¿Tan mal andamos? ¿Tan pobre es el balance cultural e intelectual de una de las 10 principales potencias económicas del planeta? ¿Será verdad que somos un país de nuevos ricos que sólo han sabido pactar y ponerse de acuerdo -desde hace 50 años- los modos expeditivos necesarios para salir del hambre? La cultura, el arte y la educación son las asignaturas en las que este país siempre suspende. Y aun así, en un terreno poco visible, pueden advertirse contra-tendencias.

¿Existe aquí, en España, un recinto de meditación y reflexión donde nuestras mejores facultades, la inteligencia y la sensibilidad, se sientan reconfortadas? ¿Un verdadero templo laico lleno de vibraciones espirituales?

Ese templo existe, incluso en este país a veces tan desdichado en asuntos de cultura. En Barcelona lo constituye el cine Verdi. Seguro que en Valencia, en Madrid, en Zaragoza, en Bilbao, en Las Palmas, en A Coruña se puede encontrar algún recinto similar.

Se proyecta una película que es barcelonesa, española y europea, y que satisface con creces esas exigencias de Minoría Global a la que antes he hecho referencia.

En todas partes, aquí o en Beijing, en Nueva Orleans, en Barranquilla, en Lima, en Umea, en Novo Sibirsk, en Seúl, en Melbourne, en Jerusalén, en Constantinopla, en Yakarta, en Beirut o en Ciudad del Cabo habrá siempre una pequeña minoría -quizá incluso una minoría respetable- que ame, adore y hasta sienta adición por la música de Juan Sebastián Bach. Una gran película española satisface la demanda de quien quiera sumergirse en la verdad actual de esa música. Me refiero a El silencio antes de Bach, de Pere Portabella.

A través de una curiosidad inagotable sobre el modo en que esa música existe y se fabrica, en recorridos con la cámara por los mandos, los tubos y los teclados de un gran órgano, o mediante la filmación del traslado en camiones de transporte de pianos de cola y otros instrumentos musicales, siempre en la evocación de esos escenarios tan materiales, tan fabriles, tan propios de nuestro modo de construir, vender y transportar, se va cercando el entorno en el que la música de Juan Sebastián Bach surge y se expansiona en el mundo de hoy.

Se escuchan conversaciones de camioneros sobre este músico, un concierto de armónica en el recorrido por la autopista de esos transportistas de grandes instrumentos; se advierte la increíble presencia de una pianola ambulante; y una conversación teológica en torno a un libro de poemas de título emparentado con el de la película.

Ese magnífico puzzle cinematográfico muestra y demuestra que en un mundo de graffitis, de turismo cultural, de metros y salidas de metros (con violoncelos incorporados, y con piezas para violoncelo solo de Juan Sebastián Bach) hay siempre un lugar para este inmenso compositor. También en el mundo de hoy se crean las condiciones materiales para la escucha de este músico sublime.

Esa película proporciona -como valor añadido- un argumento posible para una teología imaginativa y crítica. En relación a las cinco vías tomistas de la existencia de Dios establece una posible Sexta Prueba.

De la conversación -crucial en la película- en torno a un libro de poemas titulado El mundo antes de J. S. Bach (de donde Pere Portabella ha derivado el título de la película) se desprende una reflexión de auténtico vuelo especulativo teológico. Ese núcleo de la película me ha suscitado tentativas -pruebas y contrapruebas- en torno a temas religiosos de primera magnitud.

Quizás no sean hoy transitables las cinco vías tomistas, que sin embargo eran plenamente congruentes con el universo de Tomás de Aquino. Las autopistas teológicas vigentes deberían inferirse de las pruebas cosmológicas actuales. Se pueden razonablemente desprender de un darwinismo espiritual perfectamente compatible con la teoría de la evolución. O de la idea extraordinaria del Universo Abierto (de Karl R. Popper). Yo situaría el Big Bang como primera vía (no en vano fue un jesuita uno de sus principales teorizadores). Las razones seminales evolucionistas serían, entonces, la segunda. La teoría del corrimiento al rojo, o efecto Doppler, y el armónico ensancharse del espacio-tiempo cuyos átomos son galaxias, podría dar lugar a la tercera vía. La cuarta sería sonora, musical, pero de música callada, sólo perceptible en la ondulación del espectro sonoro: la radiación de fondo de la explosión inicial (inferencia de la citada desviación hacia el rojo). La quinta prueba no sería cosmológica sino moral: la existencia de nuestra inteligencia ética, y su perpetuo combate contra el mal del mundo.

La sexta prueba, quizás la más convincente, seria la que El silencio antes de Bach presiente. La existencia de Juan Sebastián Bach parece postular una causa ausente. Se trata de una prueba metaestética. O de un argumento ontológico invertido: porque existe Juan Sebastián Bach se impone el postulado que permite pensar en su causa metonímica eficiente (un Dios artista). Lo que demuestra la existencia de Dios -y que ese Dios no es un Dios de cuarta categoría- es justamente la pura y simple existencia del Maestro Cantor de Leipzig. Dios no es sólo gran artesano, como creyó Platón. ¡Es artesano y gran artista! El viejo Kant llegó a pensar esto en las páginas finales de su Crítica del juicio.

La calma, la paz espiritual de esta película -El silencio antes de Bach- garantiza un encuentro con nosotros mismos: con el daimon propio. Una película de esta naturaleza puede iluminar la mente. Puede también serenar el ánimo. Consigue que se disipe en la lejanía el eco de un griterío de voces encarnizadas que apremian y golpean.

Eugenio Trías, catedrático de Filosofía y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.