En el trabajo de introducción a la exposición «Velázquez, Rembrandt, Vermeer, miradas afines» el comisario, Alejandro Vergara, dice que «la idea de que el arte refleja el carácter de las naciones», expresada por Winckelmann, se convierte en un paradigma a partir de mediados del siglo XIX y que «el determinismo de estos autores los llevó a afirmar que los artistas, de forma generalizada y constante, dan voz a la identidad de su pueblo», cuando ello es difícilmente sostenible desde el punto de vista científico. El propósito de la exposición es precisamente desmontar la teoría y demostrar que «Los mitos en los que se sustentan las naciones hacen que parezcan sagradas e incuestionables. Uno de los más utilizados en el caso de las naciones europeas es el arte, entendido como expresión de la voluntad colectiva de un pueblo». Determinados pintores, los que aparecen en la exposición, «no expresan en su arte la esencia de una nación, sino que dan voz a intereses que comparten con una comunidad supranacional de artistas».
Hay que dar la razón a Vergara e incluso dar un paso más: pienso que este mismo propósito se comprueba en otras manifestaciones de la cultura, pero, sobre todo, en el derecho. Permítanme que desarrolle esta tesis, que en este momento forma parte de un enfoque importante en la historia del arte, pero no solo, y merecen una reflexión.
La postrevolución francesa trajo consigo la consolidación de una forma de estado que había ido tomando cuerpo a lo largo del siglo XVIII: la del Estado-Nación. El Estado ya no era la reunión personal de los distintos reinos bajo un único mandato, sino que un mismo territorio, con unas determinadas características, de lengua, derecho, arte, música, formaba una unidad. No me interesa en este momento discutir acerca de la bondad o no de este modelo. Lo que quiero destacar es que en diferentes aspectos, ello llevará a la unificación de grandes territorios, como ocurrió en Alemania y en Italia en el siglo XIX. No fue tarea fácil.
La ficción del Estado-Nación va a ser útil desde el punto de vista político, aunque su otra consecuencia, en este caso negativa, va a ser la exclusión del otro, el diferente, el extranjero y llevado al extremo, abocará en el nacionalismo excluyente.
Precisamente la exclusión se va a manifestar en la creación de nuevas ficciones, éstas derivadas de la principal, es decir, lo que hoy y aquí llamaré «nacionalismo» y que se manifiesta en algunos terrenos en los que no debería haber discusión acerca de su llamémosla «universalidad»: el derecho, la música y finalmente, la pintura o el arte en general. Vayamos por partes.
El derecho, especialmente el privado, deriva de un sistema que puede ser calificado como universal, adoptado por los romanos y aceptado en la Baja Edad Media mediante la denominación de Derecho común. De este modo, se aceptaba un mismo conjunto de soluciones a los problemas que se planteaban en las relaciones familiares, económicas y comerciales entre las diversas ciudades y territorios, algunas modificadas o interpretadas según costumbres propias de cada territorio. Pero el inicio del siglo XIX verá aparecer un sistema nuevo: el Código, producto de una idea política de acuerdo con la cual, una Nación debe tener un código propio y exclusivo que regule las relaciones de sus ciudadanos. Las que estos ciudadanos tienen con los «otros», los extranjeros, serán objeto de otras normativas. Savigny, en la cima de sus aspiraciones nacionalistas para Alemania, llegaría a identificar este sistema como el que el pueblo, un pueblo concreto, se va a dar a sí mismo: el derecho viene del pueblo (el Volkgeist), de modo que la lengua, las costumbres y el derecho se conectan entre ellos y proceden de la peculiar forma de ser de los pueblos. Francia es el primer país que acepta la idea de código, el Códe de 1804; el español, en el de 1889. Y es una consecuencia de todo ello que en el momento en que se consigue la unidad del territorio, deba ponerse en vigor un código propio que identifique al estado nuevo, como ocurrió tanto en Italia (1865), como en Alemania (1890). Poco va a importar que las soluciones sean muy semejantes: los códigos son elementos nacionales. Una nueva forma, por tanto, el código, va a ordenar de manera moderna los materiales antiguos, que se formulan a partir de ahora de manera abstracta y excluyente, siguiendo con las directrices del nacionalismo.
Por estas razones existen tantas dificultades en la Unión Europea para conseguir la unificación de unas normas que proporcionan soluciones iguales casi al cien por cien en los diferentes códigos civiles de los diversos países de la Unión: ¿qué es lo que hace que un ciudadano holandés se rija por un derecho diferente al español cuando para anular un contrato de compraventa, por ejemplo, en ambos códigos se van a seguir casi los mismos criterios? Ambos no se conocen, como los pintores de «miradas afines», viven a unos cientos de kilómetros de distancia, pero las reglas que les van a permitir anular el contrato son prácticamente iguales, aunque incluidas en códigos distintos. El mito del nacionalismo con base en una hipotética diferencia nacional les ha llevado a que el código de cada uno de ellos sea una pieza jurídica independiente, por mucho que casi coincida.
La forma tradicional (del siglo XIX, no vayamos a pensar) de clasificar el arte, por escuelas nacionales, solo es una de las tantas manifestaciones de este nacionalismo imperante a partir de aquel momento: como dice un muy buen amigo, una nación, para ser tal, debe tener un pintor, un músico, un escritor, y un código civil. Puede tener más, pero eso ya es un privilegio.
De todos modos, habrá que luchar para erradicar métodos profundamente enraizados en este «espíritu del pueblo» excluyente. Velázquez no dejará de ser español, aunque no pertenezca a la «Escuela española», simplemente porque esa nunca existió.
Encarnación Roca Trias es vicepresidenta del Tribunal Constitucional.