Miradas de candidatos

A lo que vamos: ¿Quién ganó el debate? Distingamos tres cosas. La primera responde a la pregunta individual acerca de quién quería cada cual que ganara, lo que condiciona su percepción del debate. Yo quería que venciera Zapatero, por identificación general y porque, según avanzaba la lid, me volvió a preocupar -e indignar- la estrategia del miedo del PP y, muy en especial, la que tiende a estigmatizar a los inmigrantes y la que insiste en el terrorismo y en la ruptura de España. La segunda es: ¿Quién creo que lo hizo mejor? Creo que Zapatero, pero por poco. Obsérvese que no me refiero a los argumentos expuestos, sino que aquí incluyo maneras, ritmo y omisiones. Y creo que Zapatero estuvo más sólido, que exhibió una trayectoria más creíble. Aunque no remató y en la segunda parte resbaló. Rajoy, por su parte, se instaló en una intransigencia inconmovible, correosa y privada de imaginación, que a veces se tornaba útil al actuar como pantalla irreductible ante los argumentos de su contrincante. La tercera cuestión es: ¿Quién creo que ganó? Respuesta clara: Zapatero. Y es que la cuestión de la victoria, en debates así, es convencional y la convención dice que gana aquél a quien más le atribuyen la victoria. Y las encuestas realizadas y la mayoría de medios han dado a Zapatero como triunfador. Quizá no como un triunfador avasallador, pero sí con unos resultados que le permitirán llegar al siguiente debate -de eso se trata ahora- con confianza y un moderado repunte en las expectativas de voto.

Dicho todo esto, ¿queda algo más que decir? Mucho. Ya lo estamos viendo: pocas veces, mal que le pese a Llamazares y otros mártires del modelo, el medio ha sido más el mensaje. Y es que en tiempos de deportificación del entorno y de las ideas, esperar a la apertura de la urna y al subsiguiente recuento es demasiado soso, disfuncional con las estéticas circulantes. Mucho mejor el debate, en el que se empuja desde casa al favorito, en el que podemos calcular en tiempo real las ventajas y desventajas de la gestión táctica de la frase o del silencio, en el que podemos ponernos en el lugar de los contendientes y suponer lo que diríamos en ese momento. Y allí están ellos, en el mismo marco incomparable de los 'grandeshermanos', de los concursos que prometen fama y de las interrupciones publicitarias, tratando de emular el código televisivo que exige, a la vez, de la sorpresa permanente y de la dilapidación del ingenio y de no hundirse en sorpresas e ingenios, para no dar esa imagen despectiva que tan poco agrada al comprador del producto.

No es extraño que en esa dinámica la verdad, es decir, la re-presentación de la realidad, tenga cimientos débiles, y que pueda navegar por los meandros dudosos de las estadísticas. La mentira como acusación preferente aflora a los labios de los disputantes, pero nunca llega a tomar arraigo, nunca la acusación alcanza el nivel preciso de demostración. La verdad y la mentira se escapan de su condición moral para instalarse en el territorio de lo estético, de los recursos de estilo que los candidatos aprenden a manejar. Lo cierto y lo falso se disfrazan de lo contrario, y quedan a disposición de los telespectadores para que decidan quién miente, quién no.

Estos hechos, entiéndase, no configuran a uno y a otro como mentirosos o sinceros. Incluso porque cuando nos hemos acostumbrado a los Zaplanas, Acebes y Blancos, que siempre tienen una certidumbre en el ojal de la chaqueta, Rajoy y Zapatero nos parecen dispuestos a ser humanos, arriesgándose a defender sus verdades. Para mí, eso sí, las de Zapatero son más consistentes porque arraigan en el mundo que he conocido en estos cuatro años, el mundo que percibo como real y no ese paisaje cuaresmal con el que el PP ha tratado de amargarnos la vida y la democracia.

Admitidas estas cosas, el presente se adueña de todo. A Rajoy le sienta como un golpe bajo cualquier alusión al pasado hasta que él mismo se empeña en mirar hacia atrás con una cierta ira, para seguir buscando fundamentos a sus anatemas. Zapatero se recrea en contarnos su gestión, para lo que ha de zafarse de abrazos conservadores y pasear por los años idos. La fórmula para escapar de esta angustiosa percepción del tiempo, como digo, es estirar el pasado hasta hacerlo presente. Un presente constante e interesado. Lo malo es que cuando había que hablar del futuro las voces se apagaban. Sobre el futuro, que es indeterminación especular, no hay posibilidad de bronca espectacular. Y las ofertas de semanas anteriores no pueden sustentarse en público, bajo el escrutinio de cámaras muy próximas. Quizá haya otra explicación: es tal la fatiga de la legislatura concluida que la mera perspectiva de inaugurar un tiempo nuevo es suficiente promesa.

El debate, en fin, fue ameno y no defraudó a la caterva de analistas, profesionales o aficionados, que desde antes hacían cábalas sobre el color de la camisa o la pertinencia del decorado. La rigidez del formato fue un obstáculo menor para la intensidad requerida, salvo en el preludio y en la despedida, en los que el primerísimo plano convertía a los participantes en remedos de sí mismos, en imitadores de guiñoles sometidos a la tarea tristísima de imitar a telepredicadores sin vocación.

A mí me interesó especialmente observar los ojos de los candidatos y juzgar sus miradas. Las de Rajoy escapaban demasiadas veces del terreno de juego, se evadían buscando, con una cierta ansiedad, los cronómetros; y, al hacerlo, configuraba insensibles metáforas sobre algunas íntimas incomodidades, como si desconfiara de sus mismas palabras, como si las felicitaciones que esperaba de sus partidarios tuvieran, también, un no sé qué de impostado, de excesivo. Eran miradas que no estaban hechas para espejos. Las miradas de Zapatero, por el contrario, se dirigían siempre a su adversario o a la pantalla, no tenían la misma condición volátil ni resbalaban en la indecisión. Incluso vi en ellas algo nuevo: una fiereza tranquila, amortiguada por un cerrar suave de párpados que otorgaba al gesto la cualidad de estilete de terciopelo. Eso me gustó: esa mirada estaba donde estaba y donde debía estar y habría soportado en todo momento su reflejo en el espejo. Quizá fue por eso que ganó.

Manuel Alcaraz Ramos