Miranda y otros bicentenarios

El proceso de ruptura del imperio español que comenzó en 1808 no concluyó hasta 1824. En mayo de aquel año fatal las tropas napoleónicas invadieron a traición un reino vecino y aliado, lo que desencadenó tanto una reacción popular y patriótica como una fragmentación de los grupos dirigentes entre «colaboracionistas», piadosamente llamados «afrancesados», y leales a la nación española. Durante los primeros meses de 1810, cuando los que no habían caído prisioneros o estaban muertos se encontraban confinados en Cádiz y se esperaba su caída en manos del tirano corso y su ejército de más de medio millón de soldados, algunos españoles americanos tomaron la drástica decisión de organizar sus propias juntas patrióticas provinciales, al margen del gobierno peninsular, la regencia, que desconocieron en adelante.

Por mucha ficción política que se le ponga al asunto, resulta evidente que estas llamadas «independencias americanas» de 1810 no fueron una reacción contra España, sino una huida en el último minuto del precipicio en que la ineptitud dinástica y gubernamental la habían sumido. Todo el entramado juntista y autonomista que se organizó entonces en América se hizo en nombre del «deseado» Monarca Fernando VII, pero es preciso notar que las emancipaciones «definitivas» de la nación española tardaron en ser proclamadas. En todo caso, lo fueron tras la abolición en 1814 de la Constitución de Cádiz: el Río de la Plata en 1816, Chile en 1818, por poner dos ejemplos significativos. En aquellos años de patrias «bobas» o «viejas», la guerra civil y étnica marcó el desarrollo de las futuras naciones hispanoamericanas, pues con excepciones (mulatos y negros libres, que vieron en Haití la república del futuro) y regiones interiores como Paraguay, la fidelidad a la monarquía española se sostuvo largo tiempo. De hecho, en la tardía batalla de Ayacucho de diciembre de 1824, acontecida en la sierra del muy leal Virreinato del Perú, se enfrentaron un ejército emancipador (e invasor) bolivariano de siete mil soldados, procedentes sobre todo de Venezuela y regiones limítrofes, y uno realista de poco más de nueve mil, de los cuales apenas 700 habían nacido en la Península –batallones de Gerona incluidos–. Pensar todavía que aquella coyuntura se puede explicar como una guerra entre españoles «agresores» y «pobrecitos» americanos, sobre la ficción de una supuesta nación criolla inventada en el siglo XIX y llamada a existir por no se sabe cuál agravio imaginario, carece de sentido.

Del mismo modo, resulta una ficción pensar en un panteón de padres fundadores inmaculados de las nuevas repúblicas hispanas, un reflejo de los «Founding Fathers» de Estados Unidos, por cierto no precisamente un dechado de virtudes. Hombres como el exquisito esclavista ilustrado Thomas Jefferson, autor tras enviudar de una progenie mulata, negada durante siglos y al fin reconocida. Héroes adaptados a un tiempo convulso de revoluciones atlánticas. Figuras que hoy llamaríamos sin escrúpulos ni temor a la corrección política imperante como conservadores, o si acaso liberales reformistas. El libertador de Argentina y Chile, José de San Martín, fue un militar profesional y monárquico de familia palentina, que tras entrevistarse con Bolívar en Guayaquil en 1822 se dio cuenta de la ambición territorial y cesarista que este representaba. San Martín acabó sus días en París cultivando rosas y escribiendo máximas para su hija Merceditas, entre ellas «respeto sobre la propiedad ajena, hablar poco y lo preciso». El mencionado libertador de Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia, Simón Bolívar, en proceso de santificación laica, acabó sus días de manera patética. Enfrentado a casi todos tras haber protagonizado una dictadura militar, en casa de un español que se apiadó de su condición y camino del exilio en Santa Marta, plaza fuerte del Caribe colombiano. Eso no hay novela que lo mejore. De ahí que merezca la pena recordar, cuando se avecina la «conmemoración» del bicentenario de su muerte en Cádiz en julio de 1816, al personaje más literario y fascinante de todos: ese perdedor nato que fue el llamado «precursor», Francisco de Miranda. Especialmente si tenemos en cuenta los perfiles con que algunos lo quieren presentar, como un supuesto revolucionario radical, algo que nunca fue. Por el contrario, Miranda estuvo a punto de ser guillotinado por los jacobinos –salvó el cuello de milagro en París en 1793- y en su momento fatal, al final de la Primera república de Venezuela, en 1812, sirviendo el cargo de generalísimo, prefirió capitular ante los realistas que sucumbir al caos que suponía la incipiente revuelta de los esclavos.

Miranda, de modesta familia canaria, nació en Caracas en 1750, y conoció el desprecio de la aristocracia criolla en su juventud, cuando su padre, Sebastián, fue vejado por unirse a un batallón de milicias de blancos. Una real patente sancionada por Carlos III le reconoció en 1770 el cargo de capitán y mandó «perpetuo silencio sobre la indagación de su calidad y origen». Pero cabe imaginar el efecto de semejante episodio sobre la familia Miranda. La inmediata decisión de Francisco de unirse al ejército desveló una necesidad de reivindicación y también mostró rasgos de su personalidad, favorables y negativos. Entre los primeros, valentía, curiosidad erudita y ansia por conocer el mundo, que recorrería con su biblioteca y archivo (lleno de secretos) a cuestas. Entre los segundos, una tendencia manirrota, picaresca y libertina, difícil de financiar con un magro salario militar y reñida con el amor al real servicio. Tan memorable fue su éxito galante que la gaditana Pepa Luque, hija de un oficial que le impedía encontrarse con él, proclamó así sus sentimientos: «Mi amor por ti es más fuerte que el peñón de Gibraltar». Aquel ritmo de vida le hizo presa fácil de tramas de corrupción, por lo que fue acusado durante la guerra de independencia de Estados Unidos, cuando estuvo destinado en Cuba. Aunque años después fue absuelto, desertó y se dedicó a viajar por el mundo. Que recalara en Londres en 1785 resultó tan natural como su presencia en la Revolución Francesa (su nombre figura en el Arco de Triunfo parisino) y su progresivo convencimiento, intelectual y afectivo, en la posibilidad de la emancipación hispana bajo fórmulas republicanas.

Miranda fue también un cualificado personaje al servicio de los planes británicos contra España (en 1806 encabezó una desastrosa invasión de su tierra natal) y vivió del espionaje y la contrainformación. Con toda coherencia, se opuso a la dictadura napoleónica y merced a un arrojo temerario se presentó en Venezuela en 1810 para servir «la causa de la libertad». Mal militar y político fuera de la realidad, en 1812 Miranda fue entregado por los suyos, incluido Bolívar, que usó sus influencias para lograr un salvoconducto, a los realistas venezolanos y peninsulares. «El menos malo de todos los sediciosos», como calificó a Miranda José Domingo Díaz, quedó preso en el arsenal de La Carraca. No dejó de invocar la Constitución de Cádiz para que lo liberaran, pero fue víctima de la misma razón de Estado a la que había servido tantas veces. Seguro hasta el final de que en el último recodo del camino, él sabría cómo, se saldría con la suya.

Manuel Lucena Giraldo, historiador e investigador del CSIC.

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