Mirando atrás

Por Álvaro Delgado-Gal, escritor y periodista (ABC, 26/04/06):

CADA cierto tiempo, con la regularidad de un reloj de cuco, el presidente del Gobierno manifiesta su nostalgia de la República. La nostalgia es un sentimiento equívoco, de ida y vuelta. A veces traza círculos concéntricos, pierde ímpetu, y termina por disiparse en vapores melancólicos. Entonces no pasa nada. Pero también es posible que el nostálgico no se resigne a desear en vano, en cuyo caso la nostalgia deja de ser pasiva o ineficaz y sugiere o anuncia una voluntad de acción. A ello se debe, sin duda, que las evocaciones republicanas de Zapatero produzcan desasosiego en la opinión. Los suspicaces temen que el presidente vire de la nostalgia paciente a la agente, y monte un belén o arme una trapatiesta el día menos pensado.

¿Está la alarma fundada? ¿Existe realmente el riesgo de una rehabilitación, o intento de rehabilitación, de la cosa republicana en España? No, yo creo que no. Mejor todavía: estoy seguro de que no. Aun con todo, cabe sostener que el lirismo republicano de Zapatero es inoportuno, incluso peligroso. Documentaré esta idea con un argumento, y luego con otro argumento, y procuraré demostrar que los fenómenos a que dichos argumentos apuntan son complementarios o recíprocos, y se potencian mutuamente.

Para empezar, la reivindicación de la Segunda República es peligrosa en la medida en que contamina el presente con elementos espurios extraídos del pasado. Este peligro, el peligro de un contagio, es inherente a todos los razonamientos que proceden por comparación o analogía. ¿Por qué? Porque la analogía postula, o presupone, que dos cosas distintas comparten una misma estructura. Es por tanto natural, es más, es inevitable, que nos pongamos a buscar en cualquiera de las cosas la imagen refleja de la otra. Si la identificación de la estructura ha sido inteligente, saldremos gananciosos de nuestra incursión por los pagos del análisis comparado. Pero si hemos operado con demasiada prisa o con poco tino, será probable que desbarremos, y se nos vaya miserablemente el tiempo en averiguar semejanzas inventadas, artificiales, o traídas por los pelos.

En ese trance nos coloca, o podría colocarnos, la pertinaz ensoñación republicana de Zapatero. Es claro que la etapa revuelta que se extiende desde la caída de la Monarquía hasta la Guerra Civil difiere radicalmente de la que ahora atraviesa España. El PSOE actual no tiene nada que ver, afortunadamente, con el de Largo Caballero, ni la CEDA con el PP, ni existen partidos importantes que discutan la legitimidad del Parlamento, ni hay hambre, ni el comunismo y el fascismo se aprestan a librar una batalla campal en Europa. Las divergencias, en fin, son infinitamente más decisivas, más determinantes, que las convergencias. Es de suponer que Zapatero no ignora esta obviedad. Su fervor nostálgico, no obstante, le impide registrarla con la precisión deseable. Y esto no sale gratis. En particular, resulta fácil deslizarse, desde la teoría históricamente simplista de que la izquierda representó el bien absoluto desde el 31 al 36, a la noción concomitante de que el socialismo de estos comienzos del tercer milenio ha heredado, de alguna manera, las excelencias y superioridades éticas de su precedente republicano. Todavía peor: el juego de espejos analógico impone la necesidad de asignar un papel a la derecha. Me refiero, naturalmente, a la derecha viva de ahora, la que preside un señor con barba que responde al nombre de Rajoy. ¿Resultará que Rajoy es la contrahechura de Gil-Robles, o los votantes del PP una réplica del conglomerado de monárquicos, católicos, falangistas, burgueses y propietarios rurales que apoyaron el levantamiento del 18 de julio? Zapatero no llega tan lejos. Pero la intriga queda en el aire, vibrando dolorosamente. Resolverla en sentido afirmativo sería una estupidez. Y atajarla con un «no», impertinente, puesto que el «no» implica una pregunta anterior, y la pregunta es, en este caso, máximamente extemporánea. Que tengamos que lidiar con semejante malentendido constituye, ya de por sí, un hecho penoso.

Voy al segundo fenómeno. La República no habría gravitado con un prestigio inexplicable sobre los últimos veinticinco años, de no concurrir factores ajenos a lo que los hombres y las instituciones de aquel momento representaron en realidad. La fijación azañista de Aznar está relacionada, sospecho, con un sentimiento de carencia. Aznar no logró reconciliarse del todo con su pasado familiar, un pasado común a buena parte de la derecha, y quiso sublimar quizá esta fractura, esta lesión, esta inseguridad íntima, manteniendo una conversación imaginaria con un señor que no estuvo casi nunca, ¡ay!, a la altura de las circunstancias. A despecho de sus buenas intenciones y su gran cultura, una cultura, también, un poco o un mucho de anticuario, Azaña fue, en muchos aspectos, un botarate, esto es, una pura desproporción entre la tarea a que hubo de enfrentarse y los recursos de que disponía, en lo personal y en lo político, para evacuarla con éxito. ¿Y el PSOE? Los fantasmas que persiguen al PSOE de última generación acusan otro origen, y abrigan efectos potencialmente más graves. La exaltación de la República integra el equivalente, en el plano político, de las elaboraciones oníricas que preocuparon a Freud. Según el freudismo clásico, las pasiones inconscientes se abren camino hasta el sueño, donde son satisfechas de forma simbólica. La gramática onírica, la gramática oblicua del sueño, constituye la envoltura de un deseo prohibido, y por prohibido, sólo expresable de modo virtual, traslaticio, o metafórico.

El deseo prohibido de algunos es hacer la revolución que ya no se puede hacer. No se puede hacer, porque Franco se murió en la cama, y la democracia de que disfrutamos ha sido el resultado de una entente o negociación pacífica entre los españoles, entre los sucesores del Régimen y los que se hallaban extramuros de él, entre los desafectos a Franco y quienes lo habían apoyado o simplemente conllevado. La revolución ha sido anulada por este entendimiento irreversible. ¿Qué han excogitado los nostálgicos para superar la aporía? ¿Cómo intentan hacer lo que no está en su mano hacer? El truco consiste en tender un arco voltaico que pase por encima de la Transición y renueve el contacto con los tiempos felices, aquellos en que sí se hizo la revolución. Que los tiempos felices hayan sido, bien mirado, atrozmente infelices, no arredra a los audaces a trasmano. El olvido de la historia de verdad, y la ligereza con que se transita por el mundo fantástico del onirismo, despejan las objeciones que debería levantar el sentido común.

¿Hemos terminado? No. El sueño rebosa sobre la vigilia y la altera. La fantasía de la revolución cumplida/incumplida, o tal vez por cumplir, entra en alianza con la tendencia a homologar a la derecha viva con la muerta y enemiga, y justifica y confirma una división del espacio político en dos bloques, dos mitades hostiles. Desaparece la búsqueda del centro y se embellece o poetiza la alianza con fuerzas radicales. En algún caso, dudosamente democráticas. La reminiscencia manierista del pasado distorsiona el presente y le imprime una apariencia absurda, de imagen reflejada en el espejo cóncavo del rincón del Gato. No, no es éste el camino. Los experimentos, con gaseosa.