Mirando de frente, nunca para otro lado

Aníbal, general de Cartago, contemplaba Roma, después de la batalla, de tantas batallas, preguntándose si el deseo de aquel éxito no habría sido su propio fracaso. Había dejado en el camino de las victorias a Himilce, a sus hombres y a sus hijos. Había olvidado por qué Roma era su obsesión, pues hizo de la derrota a Roma su única razón para vivir, para vencer, para perder, para olvidar a su pueblo. Lo había perdido todo para no ganar nada. Y su pueblo lo alejó de él.

En numerosas ocasiones percibimos el éxito y la victoria como el objetivo, el único fin. Buscamos la excelencia para ser mejores que otros, competimos en la vida para llegar antes y mejor, y hacemos del triunfo frente a los demás un becerro dorado. Ganar a toda costa, a costa de lo que sea, y sea quien sea el que se interponga, es el camino al fracaso, nunca el camino a la gloria. No es la competición en sí misma la fuente del placer que proporciona la victoria, sino aniquilar al adversario, vencer al débil o ser más fuertes que el contrario. Y las palabras gruesas que embarran los ideales, que califican tantas veces el verdadero espectáculo, las dulcificamos con Delicias de Capua, para ablandar así el juicio y la mirada sobre ellas. Justificamos los hechos, los actos, y los atajos, por la bondad de lo pretendido, por lo excelso del triunfo; por la catarsis colectiva que nos permite formar parte de los mejores, amalgamarnos en el bullicio de los gritos de júbilo; y, a veces, miramos para otro lado sobre cómo, por qué y para qué.

Como a Aníbal, a cada sociedad y a cada individuo les llega su tiempo de exilio; oportunidad para reflexionar sobre lo hecho y las ocasiones perdidas, sobre lo no realizado y las posibilidades de cambio, sobre la perspectiva de que un cambio es posible. Coincido con Javier Marías en que las personas tal vez consistimos tanto en lo que somos como en lo que no hemos sido, tanto en lo comprobable y cuantificable y recordable como en lo más incierto, indeciso y difuminado, quizá estamos hechos en igual medida de lo que fue y de lo que pudo ser. Y si las personas estamos conformadas por nuestros éxitos y nuestros fracasos, por lo que fuimos capaces y por lo que no intentamos, no es diferente la sociedad que compartimos, ni la que queremos construir. Debe avanzar con el bagaje de los éxitos y la lección de los fracasos. Mirando de frente, nunca para otro lado.

Necesitamos saber, también, lo que no hemos sido, para poder seguir siendo; para hacer cambiar el rumbo de unos acontecimientos que nos abocan al fracaso, a la derrota sin haber competido; para hacernos merecedores del aplauso por el mérito, por el esfuerzo, por el valor, por la entrega, y por lo que nos une. Acreedores del éxito colectivo basado en la victoria de cada individuo. Necesitamos saber qué no hicimos, en qué fracasamos, para poder cambiar, para poder ganar. Pero sobre todo debemos aprovechar cuanto aprendimos, de la victoria y de la derrota, debemos atesorar cuanto avanzamos desde las posiciones pretéritas, y construir juntos un proyecto mejorado. Un proyecto común que haga cierto lo que somos, lo que deseamos y lo que podemos. Y llegado el tiempo de volver a actuar, hay que hacerlo con decisión, mirando de frente y nunca para otro lado, sin hacernos trampas a nosotros mismos jugando al solitario. Con esta perspectiva, a mi juicio, se emprende una nueva etapa en el ámbito de la lucha contra el dopaje en el deporte; que no creo deba ser diferente al modo en que se afronte cualquier manifestación de engaño, fraude o corrupción, en todos los ámbitos de la sociedad: sin mirar hacia otro lado. No importa si el fraude es económico, político, fiscal, social o deportivo, individual o colectivo; no son más que las caras de un prisma poliédrico que reflejan la realidad social que todos hemos ayudado a construir. Por acción o por omisión.

Lamentarnos por lo que pudo haber sido y no fue sólo conduce a la melancolía, y con ello a la pasividad, al entreguismo y quizás a la complacencia, terminando en la justificación fácil de que todos lo hacían, que no era nada diferente a lo que nos rodeaba. Mal de muchos, consuelo de tontos. Alcemos la vista más allá de nuestros cortos y limitados horizontes; afrontemos en un mundo globalizado una competición abierta, justa, limpia y con las mismas reglas para todos. Entonces sí, seremos los mejores.

Retomemos la pasión por las ideas, por los valores que nos identifican como pueblo y como individuos. Dejemos que el espacio entre la ética y la ley sea cada vez más amplio, para que no tengamos que movernos, siempre, al límite de lo posible, al límite de lo permitido, al límite de lo interpretable. De lo contrario, nosotros mismos volveremos a ser nuestros únicos obstáculos y referentes; de nuevo esa falta de perspectiva nos hará perder el objetivo, confundir la meta. Y entonces, como Aníbal, añoraremos los días en que Hispania le dio cuanto tenía, lo mejor de sí misma, y que él, en lo que creyó el mejor atajo, abandonó y dejó morir; en la suerte de una batalla que ni siquiera, al final, sintió como propia.

Ana Muñoz Merino, directora de la Agencia Estatal Antidopaje.

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