Por Joan B. Culla i Clarà, historiador (EL PAÍS, 31/03/06):
Aun cuando debo confesar que no soy precisamente papista -mi empatía hacia los ocupantes del vértice de la Iglesia católica empezó con Juan XXIII y terminó con Pablo VI-, me parece de justicia reconocer que el papa Benedicto XVI estuvo acertado el pasado día 23 cuando, ante el sacro colegio cardenalicio reunido en el Vaticano, planteó la necesidad de "mirar más al islam". Hagámosle caso, pues, y miremos.
Al hacerlo, y centrando la observación sólo en aspectos religiosos, uno tropieza con noticias francamente inquietantes. Hace apenas un mes, EL PAÍS publicó un extenso reportaje sobre el acoso en el que vive la diminuta comunidad cristiana marroquí. Esa crónica explicaba que el código penal de nuestros vecinos del sur prevé entre seis meses y tres años de prisión para todo aquel que intente quebrar la fe musulmana, o sea, para quien haga proselitismo de una religión distinta del islam. El corresponsal Ignacio Cembrero relataba también la expulsión del reino alauí de pastores evangélicos, el culto clandestino que se ven obligados a practicar los cristianos nativos, las condenas y malos tratos policiales que tales conversos afrontan, e incluso la exigencia del partido Istiqlal -nacionalista laico (?)- al Gobierno, en el sentido de que "garantice la seguridad espiritual del pueblo marroquí".
Más recientemente, la pasada semana, este mismo diario informó también de que, en Argelia, el régimen soi-disant laico y antiislamista del presidente Abdelaziz Buteflika está a punto de promulgar una nueva ley con el objetivo explícito de "impedir el proselitismo del que son objeto los musulmanes en el país". La norma prevé penas de dos a cinco años de cárcel y multas de entre 5.000 y 10.000 euros -una fortuna para la renta media argelina- contra todos aquellos que "inciten, obliguen o utilicen medios de seducción para convertir a un musulmán a otra religión". Al parecer, es con tales medidas punitivas como Argel pretende combatir la reciente penetración del cristianismo evangélico entre las poblaciones bereberes de la Cabilia, marginadas y oprimidas desde siempre por el jacobinismo importado de todos los gobernantes de la Argelia independiente.
Obsérvese que las dos noticias reseñadas hasta ahora no proceden de Yemen, de Arabia Saudí ni de Sudán, sino de dos de los países más abiertos del mundo musulmán, situados en el dintel de Europa, espectadores de su televisión y regidos por poderes presuntamente amigos de Occidente. De dos países que, en el último medio siglo, han enviado a millones de sus nacionales a vivir y trabajar en Francia, en Bélgica, en Holanda, en España..., donde esos inmigrantes y sus descendientes han erigido miles de mezquitas atendidas por miles de imanes, y practican sus rezos y sus ritos sin obstáculos mayores. Las sociedades argelina o marroquí no pueden ignorar tal circunstancia puesto que, todos los veranos, muchísimos de sus parientes hoy instalados en Europa viajan al Magreb de vacaciones y no sólo exhiben allí algo de la riqueza europea, sino que también aluden -supongo- a la libertad de culto de la que gozan en el Viejo Continente.
Estos últimos días, todos los medios de comunicación han dedicado amplio espacio al caso de Abdul Rahman, el afgano que se convirtió al catolicismo durante una estancia en el extranjero y que, de regreso a su país, ha estado a punto de ser condenado a muerte por "apostasía". Para salvarlo de la horca a la que le destinaba la aplicación de la sharia han sido precisas las intercesiones de la canciller de Alemania, del presidente de Estados Unidos y del papa Benedicto XVI, entre otros, así como la argucia legal de cuestionar el estado psíquico del reo. Es lógico que una concepción totalitaria del islam tenga por loco a quien se aleje de esa fe; el totalitarismo comunista opinaba lo mismo de sus disidentes...
Al recopilar este puñado de hechos no pretendo construir un discurso islamófobo ni abonar las teorías de sir Samuel Huntington. Lo que digo es que resulta imposible concebir no ya una Alianza de Civilizaciones, sino un mero diálogo constructivo entre Occidente y el mundo islámico sin la exigencia previa de ciertas reciprocidades básicas. Cualquier intento de comprensión mutua será equívoco y estará viciado de raíz si, mientras en Europa el culto musulmán prolifera sin traba legal alguna -Barcelona ha conocido en los últimos meses incluso una procesión de flagelantes chiíes por las calles de Ciutat Vella-, en el Magreb la más pequeña actividad evangelizadora es perseguida y castigada; si, mientras aquí nos llenamos la boca de multiculturalidad y respetuoso relativismo, desde Casablanca hasta Kabul toda suerte de ulemas, magistrados y notables proclaman cosas del tipo: "Renegar de su religión es el mayor pecado que puede cometer un musulmán", "es un crimen que un musulmán se convierta al cristianismo", etcétera. Con puntos de partida tan disimétricos, no hay entendimiento viable.
En Oviedo, el gran poeta árabe -sirio de nacimiento- Adonis declaraba en fechas recientes a la prensa: "Es necesario separar religión y Estado, y la lectura actual del islam identifica ambas cosas. Espero que, un día, llegue una nueva lectura del texto sagrado que convierta la religión en una experiencia espiritual del individuo y que entienda que el Estado debe ser civil, es decir, para todos los ciudadanos... Si no, la religión se convierte en una prisión".
"Un día"... Deseo fervientemente que ese día, el de la secularización del mundo islámico, esté cercano. Pero, entretanto, observo que el poeta Adonis, con un realismo que le honra, lleva dos décadas viviendo en París.