Fue Andrés Ollero Tassara, catedrático de Filosofía del Derecho (ABC, 23/03/05):
Fue una mañana deliciosa. Fuenterrabía -u Hondarribia, tanto da- envuelta en silencio y sol. Apenas una rotonda y los rótulos en euskera dan paso al francés: estamos en Hendaya. Volvemos. Es fácil pegar la hebra. La gente se muestra entre satisfecha y orgullosa: «aquí se vive bien...» Admiten, a la vez que evitan hablar de política. No porque sea siempre tema polémico; la cosa va más allá: se aventura arriesgado y conflictivo. Caso único, en la Europa democrática...
Manejando encuestas se tropieza uno con resultados que a alguien tan poco experto como yo se le antojan sorprendentes. Más del 51 por ciento considera que en Euskadi no pueden defenderse todas las opiniones sin temor. Si se les pregunta qué harían si convocase el Gobierno vasco un referéndum, mientras más del 75 por ciento se declaran dispuesto a votar, los que no responden no llegan al 2 por ciento; pero si se les pregunta qué votarían, son más del 23 por ciento los que no saben o no contestan. Cuando se les pregunta por el nivel de satisfacción con el Estatuto, los que no saben o no contestan andan por el 8 por ciento; si se les pregunta por el nivel de conocimiento del llamado plan Ibarretxe la cifra cae por debajo del 2 por ciento; si, por el contrario, se les pregunta si consideran o no próximo el cese de la violencia de ETA, la ignorancia o el silencio desbordan el 26 por ciento. Por lo visto, como a la bicha, mejor no mentarla.
Aún así insisto en dar hilo a la cometa. Al poco ya cuento con una primera impresión sobre figuras políticas por mí bien conocidas. No todos salen bien parados. Los elogios se desbordan con unanimidad en un caso: un político pegado a la calle, disponible para todos, particularmente preocupado de cualquier aspecto social o asistencial: Gregorio Ordóñez. La media verónica que cierra la serie me deja sabor a estocada: «por eso lo mataron».
De vuelta, refugio en dos libros. Recupero el primero de la Biblioteca del Congreso, donde pude leerlo con detenimiento en mis años de diputado. Hannah Arendt realiza una autopsia moral del conformismo que rodeó la tragedia nazi. Diagnóstico certero: se acabó metabolizando la «banalidad del mal». Cuando el crimen se admite inconscientemente como conclusión lógica, la banalización se ha consumado. La capacidad de mirar hacia otro lado cobró ya entonces visos de epidemia. «No tuvo Eichmann ninguna necesidad de cerrar sus oídos a la voz de la conciencia, como se dijo en el juicio, no, no tuvo tal necesidad debido, no a que no tuviera conciencia, sino a que la conciencia hablaba con voz respetable, con la voz de la respetable sociedad que le rodeaba». Al leerlo, una de las críticas que archivé aquella mañana saltó de su escondrijo: «hablan del terrorismo hasta en las elecciones europeas»... Arendt también tiene respuesta: «una de las lecciones que nos dio el proceso de Jerusalén fue que tal alejamiento de la realidad y tal irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos».
El otro libro, muy reciente, es de los que se leen de un tirón. Lo escribe una experta víctima del terrorismo. Considera urgente «reconstruir la «filosofía del mal» en su vertiente europea». Cuando un hombre «puede decidir lo que es bueno y lo que es malo, también puede disponer que un determinado grupo de seres humanos sean aniquilados». Juan Pablo II, que invoca a la memoria si no se quiere perder la propia identidad, no tomó contacto con el terror organizado cuando una mañana le disparó un pistolero a sueldo. Sabía desde muchos años antes que el terrorismo utilizaba varios sistemas, «generalmente se trataba del exterminio físico, pero a veces también de una destrucción moral: se impedía más o menos drásticamente a la persona el ejercicio de sus derechos». Jorge Trías lo ha rotulado con acierto: terrorismo «sin».
La Junta Electoral Central, de la que he sido por vía parlamentaria elegido vocal, ha debido, anunciadas ya las elecciones vascas, evacuar con naturalidad rayana en la rutina una consulta sobre una solicitud del partido socialista cuyo contenido suena a trámite: si los apoderados pueden, como se viene reconociendo a los interventores, excusarse por dicho motivo de ser vocales de una mesa electoral, si les correspondiera. Es curioso que tal problema se plantee con motivo de estas elecciones, pudiendo haberse suscitado en tantas otras. Lo normal es que los partidos -sobre todo si no son minúsculos- estén presentes en las mesas electorales con interventores, que votan en dicha mesa y no en la que por censo les correspondería. Los apoderados, en número muy inferior, cumplen un papel volante de coordinación o eventual suplencia, que no suele impedirles a la vez votar en la mesa en que están incluidos por el censo.
Si no se mira hacia otro lado, todo parece indicar que ser interventor en buena parte de las mesas vascas tendrá poco de trámite. Tendrán pues algunos partidos que conformarse con apoderados que los suplan, o puedan al menos darse una vuelta por diversas mesas para echar una casi furtiva ojeada, mientras la silla de su interventor ha quedado vacía. Arendt recuerda cómo «en las circunstancias imperantes en el Tercer Reich, tan sólo los seres excepcionales podían reaccionar normalmente».
Afortunadamente nunca falta algún «ser excepcional». El otro día conocí a uno. Muy joven, no milita en partido alguno, pero es lo suficientemente demócrata como para percibir lo que está en juego: quiere sentarse en una mesa en las elecciones vascas. Lo comprendo, porque he sido por dos veces candidato en las elecciones municipales en pueblos vascos que no tenía la suerte de conocer; pura normalidad... Pero a él, en las «circunstancias imperantes», no le importa tanto el resultado de este o aquel partido como el hondo significado de una silla vacía. Lejos de mirar hacia otro lado, quiere observarlo fijamente en primera fila.
¿Cuántos jóvenes secundarían una iniciativa similar? Pensar que las elecciones vascas, y el número de sillas vacías en sus mesas, es problema a resolver por los vascos sería, aparte de una nueva manera de mirar hacia otro lado, un modo cómodo de asumir la ruptura de la unitaria soberanía ciudadana. Dejar a los partidos «constitucionales» que se las arreglen como puedan sería rebajar a minucia de logística electoral lo que es desafío a unos derechos fundamentales que declaramos universales.
Imagino que el Instituto de la Juventud, celoso por los valores democráticos juveniles, y sus equivalentes en la Comunidad de Madrid o en la de Andalucía, por rehuir distingos partidistas, tendrán ya en marcha todo un optativo para -habiendo jóvenes dispuestos a ello- contribuir a que no quede una silla vacía en ninguna mesa electoral vasca. Vendría bien que la faciliten algo bien inocente: una sudadera blanca. Ya buscarán ellos en algún partido la pegatina conveniente. Lo que está en juego va mucho más allá de los partidos: lo decisivo es que a nadie que quiera en primera fila mirar hacia este lado le falten medios para poder hacerlo.