Mis amigos catalanes

Como a todo el mundo le ha dado por hacer encuestas sobre lo que piensan y sienten los catalanes acerca del proceso de independencia, me he animado a llamar a mis amigos catalanes para ver lo que opinan. Adelanto que los hay de todos los colores, de izquierdas y derechas, con ocho apellidos catalanes y con sólo uno, del Paseo de la Bonanova y del Raval, pero todos amigos de verdad, como son los que se forjan en la juventud y en las aulas, con los que sigo teniendo contacto siempre que puedo, aunque por desgracia bastantes de ellos han muerto, pues vamos camino de los noventa.

Mis amigos catalanesLo primero que tengo que decir de mi encuesta es que a todos les ha costado hablar del asunto y he tenido que insistir para obtener su opinión. Lo atribuyo a que unos están hartos del tema y otros desencantados, diría incluso avergonzados, pese a que eludí hablar del «España nos roba» y de los últimos escándalos. Quería hablar con ellos de las relaciones entre España y Cataluña, si podían reconducirse o estamos condenados a no entendernos. El pesimismo dominó sus respuestas y la inmensa mayoría daría lo que fuese por salir del atolladero en que se hallan, sin conseguirlo. Como era de esperar, hay diferencias entre ellos, como se aprecia en su asignación de culpas. Hay los que se la atribuyen al Gobierno español por haber judicializado el asunto, que ven esencialmente político, y hay los que se la atribuyen a sus dirigentes, por haberse metido en un proceso como quien se tira a una piscina vacía. Pero noto una diferencia notable en esta percepción. En anteriores ocasiones, los que culpaban al Gobierno central superaban a quienes la descargaban en sus políticos. Esta vez tal proporción ha dado la vuelta y el descontento con sus partidos, tanto de gobierno como de la oposición, se ha generalizado, rozando la descalificación en muchos casos. En este tema, no parece haber apenas diferencia entre Barcelona y Madrid.

Persiste, sin embargo, un leitmotiv, una melodía de fondo en sus argumentos, que se confunden con sus sentimientos: al abordarse el tema «referéndum», la actitud de la mayoría es bipolar, como esos trastornos de la mente y el espíritu. Reconocen que no está previsto en la Constitución y que haberlo planteado a la brava, con el «sí o sí», fue un error. Pero sacan a colación la sentencia del Tribunal Constitucional sobre su nuevo Estatut y consideran una ofensa la poda que le hizo, incluso admitiendo que esos artículos eran anticonstitucionales. «Que busquen una fórmula para que podamos decir lo que queremos ser, y se arreglaría el asunto, pues verían que la mayoría no quiere la independencia», dicen contradiciéndose a sí mismos, pues no se puede ser legal e ilegal al mismo tiempo. Es la coartada con que intentan salvar la cara, visto que no pueden salvar otra cosa, dado lo mal que han llevado el asunto sus dirigentes.

Noto en ello el lavado de cerebro al que han sido sometidos los catalanes durante cuatro décadas. Unos líderes nacionalistas que se presentaban como no separatistas, con todos los medios de comunicación y enseñanza a su disposición, acometieron la tarea de convencer a la entera población de su «hecho diferencial» respecto al resto de España. Con carta blanca de unos gobiernos centrales que necesitaban de tanto en tanto de sus votos. El resultado es que no sólo las últimas generaciones, nacidas en Cataluña, sino también las anteriores, llegadas de fuera, lo asumen. Como la trampa.

El «hecho diferencial», base del nacionalismo, no se sostiene por la sencilla razón de que cada ser humano es diferente, y si todos somos diferentes, en realidad todos somos iguales, esencia de la democracia. Otra cosa es que detrás del concepto «diferente» se esconda el sentido de «superior», como puede ser el caso. Y ¿quién resiste la tentación de ser considerado superior a sus vecinos, por poco democrático que sea? De ahí la resistencia, muy humana, a renunciar a tan estatuto privilegiado.

Ni siquiera las diferencias históricas y culturales sirven para reclamar en democracia ese trato de favor, sobre todo en un país como España donde si algo abunda es historia, culturas e incluso lenguas. Es verdad que los catalanes tienen rasgos característicos, pero ¿y los andaluces?, ¿y los gallegos?, ¿y los vascos?, ¿y los castellanos?, y así sucesivamente hasta no sé cuántas variedades, pues España es un pequeño continente. ¿Significa eso que una de ellas es superior a las demás? Pues tampoco. Nadie niega a los catalanes unas habilidades especiales para la industria y el comercio, lo que les ha permitido tener un mayor desarrollo que otras regiones del país. Pero aparte de que tal desarrollo se ha basado en los demás, está el hecho de que como gobernantes son un desastre, como han demostrando de sobra. Yo pondría sin vacilar un catalán al frente de una empresa, de una industria, de un comercio, pero me libraría muy bien de ponerlo al frente de un gobierno, visto lo que hicieron en la Primera República y hacen en su actual autonomía. Que ni siquiera llegaran a tener un reino medieval ya lo delató. Crearlo a estas alturas, cuando la tendencia es crear bloques de naciones, me parece no sólo anacrónico, sino suicida.

¿Qué saco en limpio de la modesta encuesta entre mis amigos catalanes? Pues que no va ser fácil que renuncien al «derecho a ser diferentes (superiores)», que si todos los españoles somos distintos (superiores), en realidad somos más iguales de lo que creemos y que si España quedaría mermada sin Cataluña, Cataluña quedaría aún más mermada sin España, a no ser que pretenda convertirse en otra Andorra, otro Gibraltar, otra Malta, un paraíso fiscal, cuando los paraísos fiscales tienen los días contados. La solución podría estar en unos Estados Unidos de Europa. Pero quedan lejos. Es una verdadera pena que cuando Europa se ha puesto esa meta, los catalanes dediquen su tiempo y esfuerzos a trocear el Estado español. Esa es la mayor de las paradojas: que siendo los catalanes más europeos que el resto de los españoles, son los más alejados del proyecto que se fragua en Bruselas, y ahí los tienen, impertérritos pese a las calabazas que desde allí reciben. ¿Cómo es posible?, se pregunta uno. Y la única respuesta que encuentra es que los catalanes son españoles, quiero decir orgullosos, testarudos, románticos, crueles, imprevisibles, que disparan primero y apuntan después, convencidos de que, como lo suyo, nada. Ninguna razón nos persuadirá de que estamos equivocados y sólo la realidad puede imponernos su ley de hierro de que «lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible». Pero convencernos, jamás. De Gaulle se preguntaba «¿Cómo se puede gobernar un país con cuatrocientos tipos de quesos?» ¿Cómo se puede gobernar un país con cuarenta y siete millones de ciudadanos convencidos de tener razón?, podríamos preguntarnos los españoles.

José María Carrascal, periodista.

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