La proposición no de ley del grupo parlamentario Podemos encaminada a suprimir la retransmisión de la Eucaristía de la programación dominical de RTVE ha suscitado un considerable interés en nuestra sociedad. Muestra de ello es el espacio dedicado en los últimos días, en columnas de opinión, telediarios y tertulias, al análisis de la propuesta, así como la sorprendente reacción de una gran parte de los televidentes que, movilizados a través de las redes sociales, han logrado triplicar en un solo domingo la cuota de pantalla habitual de tal evento. Lo que podría no ser más que un asunto curioso, pero al fin y al cabo intrascendente, puede ser interpretado, por el contrario, como un signo muy significativo de cómo se comprende el ejercicio del poder en un influyente sector político de nuestro parlamento español.
¿Qué hay detrás de la anécdota que puja con fuerza por convertirse en categoría? Ofrezco tres interpretaciones, en principio, plausibles, pero, en el fondo, insuficientes, para finalizar exponiendo la explicación que, a mi juicio, es la más acertada.
Una es la que ha apuntado el líder de Ciudadanos, al tildar despectivamente el asunto de «ocurrencia», instando al grupo parlamentario que había hecho la propuesta a trabajar en el hemiciclo para solucionar los problemas reales de los españoles y no crear otros nuevos donde no los había. Honestamente creo que no le falta razón, pero me pregunto también si, en último término, dejar la cosa en mera «ocurrencia» no es «desmochar» la intencionalidad nada ingenua de la iniciativa.
Podríamos, en segundo lugar, no ver en todo este asunto nada más que la consabida estrategia de reafirmar la identidad de la izquierda a base de agitar la bandera contra los pretendidos privilegios del catolicismo en España. Esta manida estrategia se ha utilizado en no pocas ocasiones y hasta la fecha siempre ha retrocedido cuando parece que va a llegar a la confrontación abierta. Airear esos conflictos se percibe como un buen vivero de votos del electorado menos centrista, pero tras Vista Alegre II no parece que Podemos necesite hoy de esos gestos de radicalidad.
Vayamos con un tercer intento de explicación: ¿no será que quieren implantar en el ente público de RTVE la lógica del mercado que impera en casi todo el negocio audiovisual? En todas las cadenas privadas los programas con audiencia triunfan y se mantienen, y los que no la consiguen o la pierden, perecen sin remisión. ¿Por qué va a ser una excepción la misa dominical? Además de la evidente contradicción que tal explicación supondría con la exaltación de lo público-estatal y con el carácter de servicio que se demanda a la programación de la televisión pública, esta interpretación es tan insuficiente como las dos anteriores por la sencilla razón de que no toca el fondo último del asunto. El problema no es de audiencia y si de valorar un servicio público se trata, ¿qué puede ser más importante que algo que interesa a enfermos y ancianos?
Creo que el tema de fondo no se aclara tildándolo solo de mera ocurrencia, ni atendiendo al anticlericalismo rancio que busca pescar votos, ni considerando la lógica del mercado televisivo de la sociedad postmoderna y consumista. El problema es mucho más grave, porque su naturaleza es nítida e íntegramente ideológica y señala hacia una disfunción del pluralismo denominada por el afamado psiquiatra norteamericano Robert Jay Lifton «totalismo». Es un término de hace tres décadas pero que ahora está reganando más significación, aunque apenas forman parte del bagaje de algunos que nos dedicamos a la filosofía social y política. Designa los procesos de eliminación del pluralismo y la libertad donde su agente no es el monopolio ejercido por un partido-Estado (totalitarismo) sino la actuación de un colectivo organizado que impone (o quiere imponer) la homogeneización de las conciencias, desde sí mismo o en colaboración con el poder vigente. Se trata, en definitiva, de la imposición de un modelo ideológico que funge como patrón de corte y confección de un determinado ideal de sociedad. Y en ese modelo de sociedad la religión debe ser eliminada completamente del espacio público, so capa del bien que es la defensa de la laicidad del Estado, sin reparar en que eso es puro laicismo y no laicidad, al menos tal como la defiende la Constitución española y como el Tribunal Constitucional ha interpretado el artículo 16.3 de nuestra carta magna: «En su dimensión objetiva, la libertad religiosa comporta una doble exigencia: primero, la de neutralidad de los poderes públicos, ínsita en la aconfesionalidad del Estado; segundo, el mantenimiento de relaciones de cooperación de los poderes públicos con las diversas iglesias» (STC 101/2004). Esa comprensión del derecho a la libertad religiosa propio de la «laicidad positiva» está en armonía con lo que defiende la Iglesia católica y también, no se olvide, con el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que «incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia». Tiene toda la razón el cardenal Blázquez cuando dice que la clave es el respeto a la libertad religiosa. Una reducción de la religión al silencio o los recintos cerrados de templos, sinagogas o mezquitas, no respeta el pluralismo, más bien conduciría a nuevas formas de discriminación y autoritarismo, y a la larga fomentaría más el resentimiento que la tolerancia y la paz.
Episodios como el asalto a la capilla de la Complutense presentado como un combate pacífico por la libertad (ironías de la vida), o de los alcaldes de La Coruña y de Santiago de Compostela negándose a aceptar la tradicional invitación a representar a todos sus ciudadanos en significativas celebraciones católicas, o de los que piden retirar en Sevilla los nombres «religiosos» de las calles, no responden a meras «ocurrencias». Se trata, por el contrario, de una explícita convergencia ideológica, férrea y abiertamente intolerante, respecto de las formas públicas en las que manifiesta su fe en la sociedad la Iglesia Católica –a la que por cierto afirman pertenecer el 70,2% de los españoles y el 2,1% a otra religión– y confunden la laicidad del Estado con el objetivo antidemocrático de laicizar la sociedad.
La cosa es más grave de lo que parece porque los movimientos que se presentan como adalides de la democracia horizontal son los más «verticales» cuando de la aplicación de principios ideológicos se trata. Por eso, cuando se tocan esos principios viscerales, carentes de una adecuada racionalidad y una sólida fundamentación, sus defensores ya no parecen admitir ni el diálogo, ni el disenso, ni tampoco que la mayoría de la sociedad a la que legítimamente aspiran a gobernar perciba algo valioso para sus vidas en esos apenas treinta minutos de emisión televisiva que se convierte cada domingo, especialmente para ancianos, enfermos y desamparados, en una ventana de encuentro con Dios (no «para incitar al odio»), cuando muchos de ellos ya disponen de escasas oportunidades para los encuentros humanos, bien por su disminución bien porque están olvidados por los suyos.
Julio L. Martínez, rector de la Universidad Pontificia de Comillas ICAI-ICADE.