Misión en la Universidad

¿Es razonable el deterioro de unas titulaciones antaño de prestigio?, ¿está cumpliendo la Universidad con su misión?

Formulada como pregunta tiene fácil respuesta: formar buenos profesionales, desarrollar el conocimiento y transferirlo al sector productivo. Hace muchos años así lo escribió Ortega en el ensayo del que esta reflexión, más centrada en analizar la primera de estas misiones, toma su nombre. Para desarrollarla sus actores principales, los profesores, deben asemejarse a triatletas cuyo éxito final depende del equilibrio entre las tres disciplinas que practican: un buen profesor debe armonizar la enseñanza, la investigación y la transmisión del conocimiento.

Un equilibrio cada día más complejo por la asimetría de las motivaciones. Porque mientras los frutos de la investigación y la transferencia del conocimiento se reconocen con los denominados sexenios cuya obtención requiere acreditar una cierta producción científica, la docencia se evalúa con quinquenios de concesión casi automática. Ello desincentiva la docencia, ya que el tiempo que se dedica a esta actividad se resta al de las otras dos. Aún más, realizarla en plenitud no implica necesariamente una valoración positiva. El que un profesor certifique que el alumno no ha adquirido los conocimientos necesarios no es fácilmente aceptado por el sistema. Por el contrario, un elevado porcentaje de aprobados, las más de las veces basado en un nivel de exigencia bajo, normalmente será bienvenido por las autoridades académicas. Y como el alumno deja de presionar al profesor, el poder de seducción de aprobar a la inmensa mayoría, aumenta.

Por lo expuesto no puede extrañar que el nivel científico-técnico de los titulados de hoy sea claramente inferior al de hace sólo dos décadas. Es preocupante que ello no despierte inquietud alguna entre quienes tienen la capacidad y la obligación de corregir esta situación. Una actitud muy condicionada porque la sociedad en general y los padres en particular quieren que sus hijos aprueben, aunque ello suponga no poder garantizar la adecuada cualificación profesional de los titulados. Y quede claro que no se trata de contraponer actividades, todas esenciales para la buena salud de la Universidad, pero sí situarlas en su justo nivel. Porque si al final hubiere que ordenarlas, la docencia ocuparía el primer lugar, pues es la tarea específica de la Universidad.

Facilitar el aprobado rebajando el nivel de exigencia también cuenta con el beneplácito de las instancias académicas. Les obliga el actual modelo de financiación, que prima la cantidad e ignora la calidad. La tiranía de la primera la concreta un eufemístico rendimiento académico (número de aprobados frente al de matriculados). Nada que objetar, claro está, si los alumnos lo merecen. Pero hay hechos que el profesor no controla. Como la dedicación del alumno y su nivel de preparación al llegar a la universidad, pues las pruebas de selectividad no valoran sus conocimientos relacionados con la titulación a cursar.

La presión que el profesor recibe del sistema para incrementar un malentendido rendimiento académico la ha acrecentado tanto el número de universidades creadas en las últimas décadas, como el importante aumento del mapa de titulaciones. Es necesario captar cuantos más alumnos mejor. Por ello el estudiante se siente ahora más cliente que alumno. Es decir, con más derechos que obligaciones. Tanto hay que facilitarle el trabajo que la universidad se va asemejando más a un colegio de grado medio que a un centro de formación superior. Una transición que el Plan Bolonia está acelerando.

Sin sana competencia es difícil que el estudiante desarrolle todo su potencial. La Universidad normalmente no premia el talento y concede ventaja a los alumnos con más recursos económicos, un hecho que, sin una justa y bien dotada política de becas, la subida de tasas acrecentará. Así, la formación universitaria es cada día más mediocre. Y no se busquen excusas en los recortes del momento porque el dinero no lo es todo. Así lo evidencia el deterioro habido en estos años de abundancia. Es, pues, el sistema en sí lo que no funciona.

Tampoco contribuye a mejorar la calidad de la docencia la obsesión por ascender en los rankings de las agencias de calificación de las universidades. El ranking de Shanghai, uno de los más citados, evalúa las universidades básicamente a partir de dos parámetros: producción científica de calidad y premios Nobel vinculados a la universidad. Es ajeno, pues, al nivel de formación medio de sus titulados y da otro argumento, otro más, a priorizar la investigación.

Llegados a este punto, las preguntas son inevitables: ¿es razonable el deterioro de unas titulaciones antaño de prestigio?, ¿está cumpliendo la universidad con su misión?, ¿contribuirá la abundancia de titulados de escasa cualificación a mejorar nuestro nivel socio económico? Nuestra impresión es que este camino, cuya andadura iniciaron políticos en busca de votos, no conduce a ninguna parte. Revertir esta situación es complejo, y requiere mantener durante mucho tiempo el mismo rumbo. Por ello este asunto reclama un Pacto de Estado, una exigencia tan poco original como necesaria.

Por Enrique Cabrera, Escuela de Ingenieros Industriales de la Universidad Politécnica de Valencia; Josep Dolz, Escuela de Ingenieros de Caminos de la Universidad Politécnica de Cataluña; y José Roldán, Escuela de Ingenieros Agrónomos de la Universidad de Córdoba.

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