Misión para el Ministro de Educación

Los lectores más caritativos quizá piensen que bastante tiene el ministro de Educación con la puesta en marcha de la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE) como para que le encomienden otras tareas. Es cierto que la misión que aquí se va a proponer no es propiamente de ejecución de la ley, pero resulta imprescindible para la mejora de la calidad educativa. El preámbulo de la propia LOMCE levanta acta de las debilidades del sistema educativo español, que se reflejan en la alta tasa de abandono educativo temprano y en los resultados del Informe PISA 2009, que ponen de relieve el nivel insuficiente alcanzado por los alumnos españoles en comprensión lectora, competencia matemática y competencia científica. A todos estos males pretende poner remedio la nueva ley introduciendo reformas en el sistema educativo, pero, como su preámbulo reconoce, tales reformas sólo pueden tener éxito con la ayuda de la sociedad civil española.

Escribía Ortega y Gasset hace más de setenta años que «la escuela, como institución normal de un país, depende mucho más del aire público en que íntegramente flota que del aire pedagógico artificialmente producido dentro de sus muros» y continuaba diciendo que «el aire libre que orea el alma alemana está cargado de incitación y de dotes para la ciencia y suple defectos garrafales de su universidad». Pues bien, recogiendo el concepto y la terminología orteguianos, cabe decir que el «aire público» que se respira en España contribuye poco a sostener y alentar las aficiones y vocaciones por la ciencia y la cultura que la escuela se esfuerza por crear. En la corriente principal de la vida española los temas culturales tienen una presencia marginal y discontinua. Se dirá, con razón, que estas apreciaciones carecen de originalidad, y que, además, valdrían para describir la situación en muchos otros países. Es cierto: resulta imprescindible refinar el análisis para identificar las manifestaciones específicamente españolas del problema, que sólo así empezará a encontrar solución.

Lo que caracteriza a la actitud española frente a la cultura es la inseguridad. Cuando sobre alguna de nuestras reuniones planea una nube cultural, una reacción frecuente es la inhibición festiva, que a veces consiste en proclamar con voz impostadamente rústica una ignorancia mucho mayor que la que en realidad se tiene. Y en ese ambiente entre jocoso e inseguro se produce un fenómeno que, como veremos, tiene graves consecuencias: cualquier razonamiento que dure más de treinta segundos se verá interrumpido por una digresión humorística, que normalmente será divertida, porque en España hemos perfeccionado el arte de huir con gracia de los silogismos. De este modo, el que se arriesgue a proseguir con su razonamiento quedará casi inevitablemente relegado al papel de clown.

«Los belgas sólo piensan en banda», escribió Baudelaire en su sombrío exilio de Bruselas. Es curioso que lo que se concibió como un sarcasmo tenga que ser visto con envidia desde España, donde pensar en grupo resulta tan dificultoso. Es verdad que los pueblos germánicos están especialmente bien dotados para reflexionar en sociedad. Así, un alemán nunca interrumpirá un razonamiento, como no sea soltando un breve y admirado Genau! (¡exacto!) para celebrar lo acertado de una conclusión intermedia. Puede que en Francia las tertulias sean algo menos disciplinadas, pero entre los compatriotas de Baudelaire lo más parecido que hay a una religión nacional es el cartesianismo, que exige la exposición ordenada de ideas claras y distintas. Refleja bien ese estado de ánimo la famosa frase de Antoine de Rivarol: «Lo que no es claro no es francés». Y, ciertamente, empezando en la escuela y siguiendo en el liceo, los franceses procuran acercarse al modelo cartesiano, sin temer nunca que la brillantez expositiva les haga parecer afectados o solemnes.

No es esa, desde luego, la música que suena en España, donde los intentos de introducir claridad y precisión se ahogan con alegre ligereza en todos los ambientes sociales y hasta en los foros más elevados. Cuenta Miguel Maura en sus memorias una anécdota verdaderamente reveladora. Exponía Manuel Azaña en el Consejo de Ministros los principios de la reforma militar que proyectaba, y el presidente del consejo, Niceto Alcalá-Zamora –por lo demás, un hombre inteligente y cultivado– le interrumpía con chistes y bromas. Tocó Azaña el timbre y, cuando apareció el portero mayor, le dijo: «Que traigan una guitarra, a ver si acompañamos estas peteneras». Sólo así se redujo Alcalá-Zamora al silencio.

Este tipo de situaciones se siguen dando entre nosotros y rara vez pueden resolverse dando un palmetazo al estilo de Azaña. Continuamos teniendo una arquitectura intelectual liviana que prefiere apoyarse lo menos posible en razonamientos complejos y confía más en los rápidos movimientos mentales de la intuición. Ocurre que la intuición sólo proporciona conocimientos esquemáticos, buenos quizá para poner en práctica las ideas de otros, pero inadecuados para constituir la base de concepciones propias. Corremos así el riesgo de quedarnos para ejecutar las subcontratas menos sofisticadas que resulten del proceso globalizador.

Por otra parte, el problema denunciado se perpetúa a través de un mecanismo de socialización de los niños que se describe a continuación y que nos devuelve al ámbito educativo extraescolar que constituía el punto de partida de este artículo. Los niños españoles empiezan abriéndose al mundo con la curiosidad propia de su edad, que les lleva a hacer preguntas en su entorno familiar, con la seriedad de que sólo los niños son capaces. Pero esa seriedad infantil hace que despierte en los mayores el viejo fantasma hispánico de la inhibición festiva ante el fenómeno cultural, y así los niños reciben con frecuencia respuestas irónicas e incongruentes, a veces acompañadas de un guiño a otros adultos circundantes. El resultado es que los niños españoles aprenden pronto que, en su país, lo verdaderamente importante no es conocer el mundo y razonar sobre él, sino eludir ágilmente y con gracia esas enojosas actividades.

Es difícil liberarse de este patrón de socialización primaria. Tanto es así que quienes lo han sufrido, aunque luego desarrollen por otras vías una auténtica vocación intelectual, la olvidarán cuando estén en sociedad para unirse a la alegre tropa que huye riendo en cuanto le parece que el lenguaje de algún contertulio empieza a formalizarse demasiado.

No hay reforma educativa que pueda prosperar con un ambiente extraescolar de esas características. Por supuesto, contrarrestar ese ambiente es tarea en la que se han de involucrar muchos agentes sociales, y, en particular, las familias. El propio Ortega subrayaba la importancia del papel de la prensa en la configuración del «aire público» que envuelve a la escuela e influye decisivamente en sus resultados.

Pero qué duda cabe de que el ministro de educación no puede limitarse a conseguir la aprobación y la ejecución de reformas del sistema educativo, sino que, colocándose fuera de él, ha de ser también el gran narrador de la ciencia en España, promoviendo muy especialmente una cultura del raciocinio hasta introducir en nuestra sociedad algo del espíritu de aquella historia que contaba Borges del profesor inglés a quien, en una discusión sobre teología, le tiraron un vaso de vino a la cara. El profesor se secó y dijo a su interlocutor: «Esto es una digresión. Sigo a la espera de sus argumentos».

Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín , abogado.

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