José K. lleva unos días entrenándose. Se pone el despertador a horas imprevistas y baja corriendo —así, iluso, llama él a su trotecillo— hasta el portal de su casa. Que a falta, primero, de un búnker, segundo, de un refugio antiatómico, no tiene más remedio nuestro hombre que llegarse hasta la estación de metro más cercana, lo que causa alguna escena de pavor en el respetable, cuando ven entrar, un punto acelerado, a un anciano barbado en pijama, con el orinal y una bolsa con dos bocadillos y un botellín de agua. Más las pastillas. Y es que José K. está asustado, que hasta duda de si un pobre jubilado como él puede tener voz en esta gran debacle, en esta hecatombe. Y piensa si no será el momento de que solo hablen los grandes cerebros, que él apenas alcanza a pedestres comentarios sobre políticos gazmoños o banqueros depredadores. Y es que está obsesionado José K. con el fatal sucedido de que un meteorito, tremendo, devastador, impacte antes o después en las cercanías madrileñas. En Alcorcón, dicen.
Y no hay más que repasar, recuerda didáctico, lo que enseñan los científicos que ocurrió hace 65 millones de años cuando aquel meteorito de entre 10 y 14 kilómetros de diámetro sacudió la Tierra en la península de Yucatán. Antes de tocar el suelo del planeta y nada más entrar a la atmósfera terrestre a una velocidad de más de 44.000 kilómetros por hora, aquel bólido puso en marcha un pavoroso desastre que llegaría a extinguir el 75% de las especies de animales y plantas y el 50% de las especies marinas. Una terrorífica reacción en cadena. Allí acabó, por ejemplo, el dominio de más de 165 millones de años de los entonces todopoderosos dinosaurios. Una revolución de proporciones telúricas.
Más o menos, calcula José K., una potencia equivalente —mil millones de bombas atómicas de Hiroshima— a la de la actual conjunción de meteoritos que se aprestan a destruir este país nuestro. A los ajustes presupuestarios ya sabidos, a esa amnistía fiscal para bribones y rufianes que encima fungen de patriotas, y a una reforma laboral salvaje, asesina de derechos y troglodita en los planteamientos, viene a sumarse un insulto a la dignidad de los ciudadanos, un escarnio a la vergüenza y la decencia, no por ridículo menos insidioso. La repugnante degradación de nuestros gobernantes madrileños —y catalanes— ante un gánster que presume de serlo, con humillantes ofertas que solo prueban hasta qué peldaño de la ignominia están dispuestos a descender gente tan educada, es herida sobre herida de la autoestima que si ellos no la tienen, dice un encolerizado José K., gallardo ante la adversidad, sí la tenemos quienes hemos tenido la desgracia de soportarles casi como súbditos. No sabe nuestro hombre cómo denominar a tal monstruo de la mentira, la farsa y el fraude, de cuya vesania y cúmulo de delitos ya han informado otros con detalle y amplitud. Lo llaman Eurovegas pero él prefiere, por ejemplo, Las Barranquillas de Luxe, también ciudad sin ley pero envuelta en terciopelo. Sí, exacto, se trata de ese obsceno chotis que está bailando nuestra esbelta lideresa con ese individuo llamado Sheldon Adelson, de, digamos, aspecto menos estilizado, que hoy está José K. muy educado en el trato. Artur Mas, qué barbaridad, si era un señor, espera turno improbable para la sardana. Primero perdón para los truhanes y ahora premio para los tahúres. Y una vez implantado el reducto de la excepción —si acaso el cuento de la lechera iniciara su andadura— el contagio se extenderá como la pólvora: el efecto meteorito. Nos intentan vender hoteles y campos de golf como hacían los españoles con los vidrios de colores en la América recién pisada. Paparruchas: lo que imponen son casinos y más casinos, 18.000 máquinas tragaperras y no menos de 30 leyes estatales y autonómicas que Anderson&Aguirre se saltarían con la pértiga de la desvergüenza. O así parece, porque la lideresa —además— mantiene el secreto de las negociaciones como si fuera un negocio de su distinguida familia.
Conste que a José K. ni el pecado del juego ni el que traerían las posibles izas, rabizas y colipoterras le quitan el sueño, que sabida es su absoluta liberalidad ante las debilidades de la carne. Pero le asombra que gentes tan piadosas como la costalera Dolores de Cospedal, a hombros ese muy milagroso Cristo de la Caridad, la pregonera de Semana Santa, la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, o la alcaldesa Botella, humillada besadora del anillo de Rouco Varela, así como los numerosos representantes de los legionarios de Cristo, el Opus Dei, Comunión y Liberación y otras pías asociaciones que nutren con abundancia ministerios y consejerías, empujen para que todos los ludópatas del mundo nos caigan a tiro de piedra. ¿Rezarán, quizá, para que el opulento crupier Adelson nos señale con su dedo gordezuelo y caprichoso?
Que de tonto que tiene el día, a José K. se le ha ocurrido que si tantas facilidades les fueran ofrecidas a quienes han tenido que cerrar sus negocios familiares, o a quienes pretenden crear empresas productivas, incluso a esas firmas alemanas que tan contentas están de tener a jóvenes licenciados españoles en su nómina, a lo mejor teníamos alguna oportunidad de crecimiento superior y de más calidad y futuro que con el que nos insulta el émulo de Meyer Lansky. Aunque a lo mejor, piensa con fatalismo José K., el problema es que no se atreven a llegar al fondo de las soluciones o, por decirlo de otra forma, a apurar la copa del acíbar que nos tienen reservada los sabios que nos gobiernan.
Porque ya puestos, se dice nuestro hombre, por qué no deslocalizarnos nosotros mismos. Si le creamos a tan insigne ciudadano norteamericano, modelo que es de bonhomía, sensibilidad y altruismo, un paraíso fiscal, reino independiente de Las Barranquillas Superstars, ¿por qué no traernos aquí enteras sus aparatosas timbas de Macao? ¡Pero si todo el territorio ex portugués cabe… en Alcorcón! O aún, más arriesgado, que se vea que esta derecha no tiene complejos y sí imaginación: ¿qué tal traernos uno a uno los talleres de Zara, un suponer, y pagar a nuestros conciudadanos los mismos sueldos que se pagan en India, Camboya, o donde demonios estén radicados? Incluso podemos ofrecer toda Andalucía, tierra imposible de civilizar, ahí tienen los resultados electorales, para que se instalen las firmas europeas. Los sueldos, los mismos que en Vietnam. Que ya lo dicen los grandes nombres de la economía patria como José Luis Feito —Laponia— o Juan Roig —bazares chinos—, por no hablar de Arturo Fernández, directamente las galeras, un, dos, un dos, que con un canto en los dientes deberían darse los jóvenes ingenieros si se les ofrece un empleo temporal de picapedrero por 300 eurillos al mes y doce horas diarias. El seguro, que se lo financie él, que a ver si el empresario está para pagarle por sus hernias o sus pancreatitis, temas privados que nada tienen que ver con la actividad laboral.
Quiere José K. dejar constancia de que no son ideas en exceso descabelladas, dados los negros tiempos que corren. Tiene nuestro hombre localizada —autor, fecha y publicación— la cita de un apóstol de la libertad que proponía como solución para salir de la crisis, no hace demasiado tiempo, que España se convirtiera en refugio fiscal. Este es el momento, decía. Así que, como ven, todavía queda un amplio recorrido para que podamos degradarnos aún más de lo que ya hemos retrocedido con el esfuerzo de todos nosotros ante la risa de los de siempre.
Regresa José K. al aterrador meteorito del comienzo.
Ahora se ve nuestro hombre airoso y pinturero, siglos adelante, montado en su jaca jerezana, que español lo es por demás. Imagina entonces que en uno de sus paseos por las desoladas playas del sur se da de bruces con los enormes picos de dos torres saliendo de la arena.
Tardará unos segundos en reconocerlas, pero finalmente recuerda aquel perfil. “Son los remates de los rascacielos infinitos de Las Póker Barranquillas”, se dice asombrado…
José María Izquierdo.