Misterio a la orden

Por José María Guelbenzu, escritor (EL PAIS, 16/11/04):

La estadística ha hablado claro: casi tres cuartos de los lectores de libros de nuestro país se inclinan hacia la novela y, de ellos, la mayoría se decanta por los libros "históricos" y "de misterio o intriga". El fenómeno ha hecho surgir nuevos autores que copan las listas de ventas, pero también ha modificado la escritura de los habituales a los concursos literarios: entre los originales presentados a los diversos premios abundan novelas históricas y de intriga. No se sabe si es el mercado el que selecciona o son los autores los que se adaptan al mercado, pero cabe concluir que, en todo caso, los autores van a remolque de los gustos del público, no por delante.

Misterio a la orden era el título de una serie televisiva que bien pudo haberse llamado Misterio a la carta o El misterio está servido y que parece un contrasentido. ¿Misterios servidos? ¿Menú de misterios? ¿Surtido variado de misterios, uno a la semana? Conviene distinguir entre novelas de misterio y misterio propiamente dicho. En las primeras, el misterio viene a ser la pura y simple intriga, el "qué va a pasar"; el segundo, en cambio, es un asunto más complejo. La cualidad de misterio se refiere al hecho o circunstancia de no poder ser conocidos la naturaleza, motivos, objeto, etcétera, de cierto asunto, es decir, al conflicto entre apariencia y realidad. Conocemos la apariencia, pero la apariencia no es suficiente, no ofrece una explicación satisfactoria porque la realidad que lo sustenta provoca incertidumbre. Entonces de lo que se trata es de penetrar en esa incertidumbre y tratar de desvelarla.

El creador de una intriga es alguien que conoce de antemano el juego y juega con el lector como un prestidigitador. No pasa de ahí. Reta al lector a resolver el "misterio" que le propone, pero la verdad es que lo que le propone es acompañarle de emoción en emoción preparada de antemano para deslumbrarlo finalmente con un golpe de efecto. A ello añade que una mayoría de los creadores de intriga saben abrir y desarrollar un argumento efectista, pero casi ninguno sabe resolverlo de manera eficiente y opta por el efectismo sin desdeñar incluso apelar a un milagro, pues se necesita bastante más ingenio para resolver que para plantear. Como en los toros, la faena puede ser emotiva, entretenida y hasta buena, pero hay que culminarla en la suerte de matar: la hora de la verdad.

Un conflicto dramático se instala, en la literatura moderna, a partir de un movimiento de conciencia que afecta, bien a una persona, bien a un grupo social. La novela se convierte entonces en la narración de ese movimiento de conciencia. Ahora bien, para que éste exista se necesita al o los portadores del conflicto. Ellos son sustanciales al desarrollo mismo de la narración y es entonces cuando se dice -dijo Henry James- que la intriga debe emanar de los personajes y no al revés. El revés es justamente lo que caracteriza a los autores de misterio e intriga: para ellos la intriga es la que esclaviza a los personajes y los convierte en mera caricatura a su servicio. Esto le importa bien poco a su público porque a quien admira es al prestidigitador, no al escritor. Hágame pasar un buen rato, pero manténgame a distancia del lado oscuro de mis problemas: eso es lo que exige el buen público al obediente escritor, que se apresta a complacerlo esperando ser recompensado económicamente.

El resultado es que ese misterio o intriga que tanto se lleva no es tal, sino un mero acertijo. El misterio ha quedado reducido a la condición de acertijo, y el conjunto de libros de éxito que cumplen con esa condición, a un pasatiempo. El acertijo también se convierte a menudo en acertijo histórico. Un real o pretendido punto oscuro en la historia es un útil punto de partida; si a ello añadimos unas gotas de conspiración, un código oculto a descubrir que ha de contener una revelación y un aroma a profecía de Nostradamus, el cóctel está servido. La Teoría de la Conspiración, que tanto éxito tiene entre los ignorantes de todas las épocas, es el caldo de cultivo de todas estas preferencias. Véase un ejemplo clarificador: en buena parte de estos libros, la biblioteca no aparece nunca como un lugar de consulta y lectura, sino como un laberinto donde se esconde una cifra o un mensaje: la biblioteca es un decorado. Es un ejemplo emblemático de la consideración que se tiene hoy en día por la cultura escrita.

Nostradamus, que ya nos advirtió en sus profecías acerca del último papa o de la invasión árabe de Occidente que, al parecer, será detenida in extremis por el rey de España, cuestiones todas ellas de acuciante prioridad social en nuestro tiempo, no olió ni de lejos los asuntos que verdaderamente han transformado el mundo como la Revolución Francesa, la Industrial, el hundimiento de la vieja Europa, el ascenso de la mujer en la sociedad, etcétera. Pero sigue manteniendo intacto lo que apela al poder de sugestión de la gente cuando la gente no comprende lo que pasa en el mundo y de su incomprensión nace un temor que ha de ser envuelto a toda prisa en papel de exorcizar para aislarlo. Sectas, profecías, conjuros, milagros, misterios, apelaciones a la revelación...; todo vale para esconder la cabeza debajo del ala al calor de falsos y confortables escalofríos; o para convertir la novela de turno en una marca a lucir, como en las camisas o en los zapatos deportivos.

Justamente lo contrario de lo que ha pretendido la literatura moderna. Las grandes novelas de ayer y de hoy han ido siempre en busca de lo oscuro, de lo incierto, de lo inexplorado. Sus autores se han arriesgado a entrar donde nadie entraba para ver qué había allí. No iban en busca de soluciones: iban a verle la cara a los problemas, a lo incomprensible, a lo indefinible. Ésa es su característica: no buscaban resolver nada excepto la narración de la que se valían porque ellos no creaban misterios previos, sino que se adentraban en ellos. Misterios. Verdaderos misterios. El misterio, lo misterioso, no es algo que uno resuelve, sino algo en lo que uno se adentra; ésa es la aventura: pertenecer a él. Y no hay misterio más grande que el propio ser humano. ¿Cómo pretenden los exitosos novelistas de superficie crear misterio si abandonan lo que es para nosotros el origen del misterio, la complejidad de nuestra propia condición humana? No será con intrigas que arrastran a personajes de cartón piedra y espacios históricos en cicloramas como se acerquen a lo que verdaderamente es misterioso. No trato con ello de exigir una literatura de corte realista, sólo faltaría eso. El misterio está tanto en Italo Calvino como en James Joyce, en Tolstói como en Lezama Lima, en Dickens como en Borges, en Kafka como en Onetti.

Muchas cosas se degradan hoy en día y la sustitución del misterio por el acertijo es una de las más penosas para la literatura. No es cosa de ponerse apocalípticos, pero la confusión tiende a convertirse en el estandarte de la ignorancia. Lo cual me hace pensar en este pandemónium de la informática, donde la confusión y el caos no excluyen un impresionante poder de acceso al conocimiento. Sólo que, como siempre, sacará partido de ello no quien lo usa, por hábil que sea, sino quien sabe para qué lo usa. No quien lee para adornarse, sino quien sabe por qué y para qué lee. He ahí el misterio del saber y del saber leer.