«Mitad libre, mitad esclavo»

Si no hubiera percibido con consternación el imparable avance de las fuerzas esclavistas y la alarmante contaminación por esa doctrina odiosa de algunos estados en los que hasta ese momento se la había mantenido a raya, Abraham Lincoln probablemente nunca habría contribuido a crear el Partido Republicano ni habría dado ninguno de los demás pasos decisivos de su carrera política.

Estando dedicado con gran éxito a la práctica privada de la abogacía, fueron una sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos y sus consecuencias en la estabilidad territorial y los derechos de las personas las que le sacaron de sus casillas y de una especie de autoimpuesto exilio interior. La sentencia llegó en marzo del 57 cuando la sala presidida por el juez Taney falló contra la solicitud de un esclavo llamado Dred Scott que alegaba que, al haber sido trasladado por su amo sureño a uno de los nuevos estados del Oeste en los que -en virtud del denominado compromiso de Misuri- la esclavitud no era legal, él debía quedar automáticamente en libertad.

La resolución de la Corte Suprema era tan categórica y terrible que ni siquiera reconocía al apelante legitimación alguna para recurrir a la Justicia, pues establecía que los negros son «seres de un orden inferior... indignos de asociarse en su conjunto con la raza blanca» y, por lo tanto, ninguno de ellos era poseedor de «derechos que el hombre blanco esté obligado a respetar». Esa era la verdad judicial hace sólo 150 años.

El siguiente paso, fruto de tal lógica infernal, fue la declaración de inconstitucionalidad del compromiso de Misuri y la apertura de los nuevos territorios de Arkansas y Nebraska al contagio del cáncer que corroía los estados del Sur. Lincoln, que comparaba a los amos de esclavos con «vacas hambrientas», dispuestas a devorar todos los pastos si se les abrían «las verjas de sus cercados», consideró que la situación se había vuelto insoportable y logró ser nominado candidato de los republicanos de Illinois al Senado federal.

Su discurso de aceptación ha quedado -junto con la oración fúnebre de Gettysburg y su segundo Mensaje Inaugural- como uno de los tres más importantes de su vida. Lo redactó apuntando a ratos sus ideas en trozos de papel que iba numerando y guardando en el forro del sombrero y lo pronunció en Springfield en la noche del 16 de junio de 1858. Su principal planteamiento estaba inspirado en un pasaje del Evangelio de San Mateo: «Una casa dividida en su interior no puede prevalecer». Y su corolario, dedicado al presidente Buchanan, caracterizado por su tibia condescendencia con el esclavismo, adquirió tintes proféticos para el futuro de la Unión: «Estoy convencido de que este Gobierno no podrá continuar permanentemente siendo mitad libre y mitad esclavo. Antes o después, todo él se convertirá en una cosa o en la otra».

Desde que el último desafío etarra, a través del flagrante caballo de Troya de la vetusta Acción Nacionalista Vasca, ha sido solventado por Zapatero y su mayoría judicial mediante el salomónico procedimiento de partir la criatura electoral por la mitad, aceptando un centenar de listas y rechazando otras tantas, no se me quitan esas palabras de Lincoln de la cabeza porque yo también estoy seguro de que ni nuestro Gobierno ni nuestro Estado de Derecho podrán perpetuar su actual ambigüedad durante mucho tiempo.

Aunque algunos, empezando por el propio jefe del Estado, parecen apostar por la doctrina del empate infinito, a ver si a base de pasarnos la vida «intentándolo» se nos termina por olvidar incluso que existe un órdago terrorista pendiente de resolver, yo tengo claro que la sociedad española no continuará durante mucho tiempo «mitad libre, mitad esclava» de la coacción de esa banda y sus acólitos; y debo reconocer que cada día me resulta más difícil conservar el optimismo.

El miedo a actuar con vigor en defensa de los valores constitucionales que, mucho más fácilmente que la traición mediante pactos ocultos, explica la equívoca conducta de Zapatero desde que llegó a La Moncloa, ha sido bien patente en episodios como los que han beneficiado a Otegi, De Juana Chaos o todos los jarraitxus que han visto espectacularmente rebajadas sus peticiones de pena. Pero ha alcanzado su paroxismo en este engañabobos que ha sido la doctrina de la contaminación a medias de ANV. Por muchos jeribeques jurídicos que hagan Conde-Pumpido -nefasto cerebro de esta hoja de ruta y verdadero hombre fuerte de la situación-, la Sala del 61 y el propio Tribunal Constitucional para avalar tan surrealista decisión, de lo único que podrán llegar a convencernos es de que la Ley de Partidos tiene enormes goteras y de que Zapatero es el responsable de no haberlas detectado y reparado.

Ofende al sentido común y desalienta cualquier impulso de participación ciudadana o implicación en la vida pública que nuestro presidente, nuestros ministros, nuestro Ministerio Público y nuestros tribunales intenten hacernos creer que la mitad de un mismo partido está infectada del más purulento de los virus y la otra mitad, limpia e impoluta. Si de 250 listas presentadas se hubiera encontrado a notorios proetarras en 10 o 12, la realidad habría dejado espacio intelectual para alegar, como dice el Constitucional, que se trataba de una invasión «gradual» y que basta con sajar la parte gangrenada y mantener en estado de observación al resto del organismo. Pero cuando son más de 130 las candidaturas en las que el entramado ETA-Batasuna ha dejado una huella indeleble, amparar las restantes con la presunción de inocencia sólo puede ser un signo de maldad, estupidez o impotencia, pues equivale a presumir la autonomía del hemisferio oriental respecto al occidental, como si uno y otro no estuvieran compuestos de la misma materia y bañados por las mismas aguas.

No utilizo esta metáfora por casualidad. Basta contemplar en el mapa en qué municipios se han anulado las candidaturas de ANV y en cuáles se han preservado, para darse cuenta de que el lado izquierdo está lleno de bolas negras y el derecho, plagado de nihil obstat. Es decir, que en las zonas de Alava y Vizcaya, donde el arraigo de Batasuna siempre ha sido menor, se ha hecho una inane exhibición de autoridad, mientras en Guipúzcoa y el norte de Navarra se miraba hacia otro lado para permitir a los proetarras recuperar cuotas de poder municipal e ingresos públicos en sus feudos tradicionales.

Es absolutamente falso que se haya actuado con criterios objetivos. Todo el proceso -empezando por la filtración selectiva de los informes policiales- ha sido manipulado por el Gobierno y la Fiscalía para alcanzar un objetivo político predeterminado. Es obvio que ni el Supremo ni el Constitucional han dispuesto ni de los elementos de juicio ni del tiempo necesarios para haber examinado con lupa cada candidatura y que han tenido que dictar a bulto sus complejas resoluciones de madrugada. El episodio de vodevil con tintes de granujeo mediante el que el párrafo de la sentencia del TC más útil al Ejecutivo, sacrificado por María Emilia Casas y su bloque gubernamental en aras de uno de esos consensos nocturnos, reapareció por arte de prestidigitación en el texto repartido a la prensa, demuestra -por cierto- cómo las gastan algunos eximios magistrados y es un buen indicador de lo bajo que está cayendo nuestro más alto tribunal.

Para muestra de la falta de rigor de lo acordado, el botón de la ni siquiera impugnada candidatura de ANV por Miraballes, diseccionada desde la más honda de las frustraciones por el concejal socialista del pueblo Niko Gutiérrez: resulta que el cabeza de lista es el padre de Irkus Badillo -conductor de la caravana de la muerte- y trató de concurrir ya en una candidatura ilegalizada en 2003; resulta que el número tres es hermano del que fuera líder local de HB y él mismo representó en el 99 a Euskal Herritarrok; resulta que la número cuatro es hija de un conocido etarra y promovió en las pasadas autonómicas la plataforma ilegal Aukera Guztiak; resulta que el número cinco fue apoderado de EH en 2001; y así sucesivamente. Ni sobre uno solo de sus 11 integrantes deja de proyectarse la sombra del hacha y la serpiente.

Puesto que similares ejercicios se han hecho ya sobre buena parte de las demás listas blanqueadas, parece de justicia englobar las tres opciones de hace unos cuantos párrafos en una sola carambola moral. Aquí se han juntado la maldad de quienes han prestado su deliberado concurso a esta estrategia, la estupidez de quienes se la han dejado meter doblada sin enterarse de qué iba la fiesta y la impotencia de quienes -Francisco Hernando y algún otro magistrado-, siendo plenamente conscientes de la maniobra, no han logrado evitar que se consumara.

El desenlace no puede resultar más dramáticamente triste para quienes durante años se han dejado la piel luchando por defender los valores de la España democrática en el País Vasco y Navarra. Como en el mito de Sísifo, después de lo trabajoso que resultó llevar hasta la cima de la ladera la pesada piedra que supuso la construcción del consenso social, el pacto político y el instrumento jurídico que permitieron ilegalizar a Batasuna y privarla al menos de la plataforma institucional desde la que el propio Estado le suministraba la cuerda con la que sus amigos verdugos ahorcaban a algunos de sus mejores servidores, ahora todo ese mecanismo preventivo de probada eficacia se viene abajo y no se vislumbra sino otro volver a empezar, en medio de nuevos mares de dolor y con las fuerzas ya exhaustas.

La voraz e insaciable vaca del esclavismo ha logrado saltar la cerca. Las resoluciones del Supremo y el Constitucional, unidas a las anteriormente dictadas en los bochornosos casos ya consignados -siempre con Conde-Pumpido como diabólico inductor-, van a tener los mismos efectos que la decisión del Supremo norteamericano sobre el caso Scott. Porque la Ley de Partidos -derogada de facto por esta burla disfrazada de ecuanimidad y legalismo- era nuestro compromiso de Misuri que al menos establecía un dique de contención a la propagación del mal. Y el primer territorio que, como Nebraska o Arkansas en aquellos prolegómenos de la Guerra de Secesión, sufrirá las consecuencias de esta claudicación será Navarra.

Comparto la preocupación expresada ayer por Jaime Mayor sobre el telón de fondo de las encuestas coincidentes del CIS y EL MUNDO-Sigma Dos, según las cuales a día de hoy un pacto PSOE-Nafarroa Bai arrebataría el control de la comunidad foral a la actual mayoría navarrista. A mí tampoco me cabe duda de que, si los números les salen, Zapatero empujará a los socialistas navarros a emprender esa aventura, aun a costa de que buena parte de sus bases lo interpreten como una traición. Sería lo coherente con las posiciones adoptadas respecto a todas las demás exigencias de la banda terrorista desde que comenzó el mal bautizado como «proceso de paz»: ruptura con el PP, equidistancia entre el statu quo constitucional y la autodeterminación, aliento en el entorno etarra de unas fundadas expectativas de obtener una rendición a plazos...

Es sobre esas arenas movedizas sobre las que está trazando su camino Zapatero, desde la ingenua premisa -compartida a lo que se ve en las supremas instancias- de que, a la hora de la verdad, nunca pasa nada o, en el peor de los casos, el que venga detrás, llámese heredero o simple sucesor, que arree, pues en definitiva este arte del compromiso sirve para garantizar la tranquilidad del presente: es decir, toda una legislatura y tal vez dos con muy pocas víctimas mortales. Será porque todavía llevo adherido a las suelas de los zapatos el polen de los árboles de Blenheim Palace, pero el caso es que sólo puedo contestarle con el taciturno pronóstico de Churchill: estamos sacrificando la dignidad y la autoestima de la Nación para tratar de evitar la reactivación de la guerra entre ETA y el Estado, pero ni recuperaremos la dignidad ni lograremos eludir la guerra, a menos que optemos por alguna forma de capitulación.

La gran diferencia con el caso del Ulster -además de todas las de carácter histórico, geográfico, sociológico y jurídico- es que allí dos fanatismos excluyentes han ido bajándose simultáneamente de sus minaretes bajo la influencia moderadora de dos gobiernos democráticos. En cambio aquí ninguna concesión incluyente de la mayoría constitucional -articulada por la soberanía popular- en términos de autogobierno ha movido un ápice el estólido maximalismo de una minoría independentista sólo avalada por sus atroces crímenes. Zapatero cree que está jugando una partida de ajedrez con un antagonista de su misma estructura mental y al otro lado del tablero la planta carnívora sólo aguarda el momento en que se despiste un poco a la hora de alargar el brazo para mover ficha.

Incluso si el aprendiz de brujo no es devorado en el empeño, la fiera aprovechará todas sus flexiones para seguir recuperando el control sobre espacios que el acoso de los gobiernos de Aznar le había obligado a abandonar. Y como cada vez estará más cerca de la cima, lo único que quedará al albur del destino es el momento de la suprema decisión: volver al enfrentamiento total en peores condiciones que en el 99 o entregar la fortaleza. De momento vamos hacia el segundo escenario por la vía del deslizamiento.

En 1858 Lincoln aún no se había dejado la barba y sus maxilares protuberantes sobre las mejillas hundidas acentuaban esa mirada melancólica que todavía hoy sigue advirtiéndonos de que luchar por la libertad no sale gratis y tampoco garantiza el éxito. Buena parte de sus propios seguidores consideraron el discurso de la Casa Dividida demasiado radical y le atribuyeron una porción de la culpa de que fuera su rival, el tan carismático como demagógico e inconsistente juez Douglas, quien ganara el escaño en el Senado. «Veréis cómo llegará el día en que lo consideraréis como la cosa más sabia que yo haya dicho nunca», les replicó Lincoln.

En 1860 ganó la Presidencia de los Estados Unidos y un año después lideró en las tribunas y los campos de batalla la defensa de los valores de la Declaración de la Independencia -«Todos los hombres han sido creados iguales»- frente al supuesto derecho de autodeterminación de los estados del Sur. Su país dejó de ser «mitad libre, mitad esclavo» y se convirtió en la mayor democracia en la Historia de la civilización humana. Antes de que concluyera ese siglo, León Tolstoi visitó una remota aldea del Cáucaso, aislada del resto del mundo, en la que nadie sabía leer ni escribir. Él habló a sus fascinados habitantes de las glorias de sus zares y del genio militar de Napoleón. Ellos le plantearon un ruego: «Cuéntenos lo que sepa sobre un héroe que hablaba con la voz del trueno, sonreía como el alba y actuaba a la vez con la dureza de las rocas y la dulzura de la fragancia de las rosas... Fue el jefe más grande que ha habido en la Tierra... Sabemos que se llamaba Lincoln».

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.