Mitos de la 'conquista' de América

"Ese tipo pide disculpas por casi todo: las cruzadas, la esclavitud, el imperio británico". Mi mujer estaba quejándose de la hipocresía de Tony Blair respecto a la guerra de Irak de 2003. "Por lo visto", dijo, "a Blair le resulta bastante fácil lamentar acontecimientos prudentemente lejanos, por los cuales no le toca ninguna responsabilidad moral. Pero se empeña en no pedir disculpas al pueblo iraquí por haberles sometido a una guerra injusta".

Hay cosas que España ha hecho mal en tiempo reciente: involucrarse en la guerra de Irak es una de ellas; el abandono del Sáhara occidental, otra. Y si el Rey estuviera dispuesto a confesarlo públicamente, habría que alabar su valentía. Pero disculparse por algo que no le corresponde supondría una ofensa profunda contra la moralidad. Nuestros pecados son nuestros. Por los de nuestros antepasados podemos solicitar perdón divino o expresar nuestro rechazo o repugnancia. Lo que no es admisible es pedir perdón por acciones culpables que no son personales.

Felipe VI representa al país. Pero no puede hacerse responsable de toda la historia de España. Si pidiera perdón, por ejemplo, por las invasiones de los romanos, visigodos o musulmanes, le creeríamos loco, aunque, por cierto, todos esos invasores fueron predecesores suyos a la hora de dominar el país. A nadie se le ocurriría echarle la culpa a Felipe VI por la crueldad de Pedro el cruel, ni por la obesidad de Sancho el craso, ni por los pecados sexuales de Isabel II o por los errores de su propio padre, Juan Carlos I. Sería ridículo, en definitiva, que pidiera perdón por ofensas contra judíos y moriscos acaecidas varios siglos atrás, cuando el Rey actual ni existía, ni reinaba su dinastía.

Si el Monarca accediera a la demanda del presidente de México estaría, sencillamente, mintiendo, porque aceptar la responsabilidad de algo que no has hecho es mentir. Insistir en que las buenas relaciones entre España y México dependen de una interpretación tendenciosa y aun falsa -como espero mostrar- de sucesos de hace medio milenio es una insensatez ridícula. Sería como intentar justificar el Brexit por la invasión de Inglaterra por los normandos en 1066, o explicar la incomprensión entre Quim Torra y Pedro Sánchez por la rebelión de 1640, o invocar la guerra de Josué contra los filisteos para reivindicar la decisión de Donald Trump de reconocer la ocupación israelí de los Altos del Golán.

Los hechos históricos son históricos. Aplicar principios morales actuales para interpretar guerras o contenciosos del pasado -la Guerra Civil española, la Revolución francesa o las guerras de Bolívar, tanto da- es una pérdida de tiempo y un sin sentido. Los combatientes, por regla general, piensan en cada momento histórico que lo que están haciendo es bueno. Me acuerdo de una anécdota que el gran poeta Robert Graves relataba en sus memorias, sobre la Primera Guerra Mundial, cuando se tropezó con los cadáveres de soldados alemanes. Leyó en las hebillas de las cinturas el lema "Gott mit Uns". "¡Qué raro!", se dijo Graves, "Yo pensaba que Dios estaba de nuestra parte". Concedámosle a los guerreros muertos el valor de ser, en la gran mayoría de los casos, sinceros, por lo menos.

Si vamos, en cambio, a salpicar de juicios morales el relato del establecimiento de la Monarquía hispánica en Nueva España en el siglo XVI, ¿a quién debemos echar la culpa de las matanzas, las injusticias, las pérdidas culturales, las bajas humanas y los sufrimientos de los supervivientes? La clave está en contemplar los hechos desde un enfoque indígena, no por motivos de corrección política, que no tienen ningún valor histórico, sino, sencillamente, porque los indígenas predominaban demográficamente. En la medida de lo posible, hace falta remitirnos a fuentes auténticas. No a las crónicas de los conquistadores, que exageraban sus méritos para poder pedir premios y títulos de nobleza, ni a los cuentos de figuras del clero, quienes querían quitar a sus rivales seculares su dominio sobre los recursos del país.

De gran valor son los textos en idiomas indígenas recuperados por mi querido alumno Matthew Restall, catedrático de la Pennsylvania State University. Allí se ven las pruebas de lo que realmente sucedió en lo que solemos calificar como conquista española. Y resulta que no se trata en absoluto de una conquista por españoles, sino de unos indígenas por otros, de la cual los españoles se aprovechaban. Éstos eran poquísimos y disponían de una tecnología rudimentaria y poco utilizable. Todo el mito de que los nativos se sometieron ante seres supuestamente superiores, o hasta divinos, fue un invento propagandístico de los mismos conquistadores. Su armamento -armas de fuego y espadas de acero- contaba poco: Cortés tenía 16 armas de fuego que funcionaban mal por falta de pólvora. Y, con tan poca gente, las espadas no eran gran cosa. El triunfo de Cortés no fue en absoluto un triunfo militar -todo lo contrario, en su gran encuentro con los aztecas en la Noche Triste, los españoles salieron gravemente vencidos- sino un triunfo diplomático forjado con alianzas logradas por la intercesora indígena a la que los españoles llamaban Doña Marina -La Malinche-, que fue la única que tenía las dotes lingüísticas precisas para enterarse de todo lo que se decía.

En una de las fuentes indígenas más preciosas, el Lienzo de Tlaxcala, compuesto por aliados de los españoles, se ve que Doña Marina es la que dirigía todo: la diplomacia que dio paso a la alianza que venció a los aztecas, y las masacres de los habitantes de Cholula o de los nobles aztecas asesinados en la fiesta de Toxcatl en Tenochtitlán. Los españoles eran en cierto sentido los prisioneros de sus aliados, quienes mantenían sus odios tradicionales y sus guerras internas milenarias. Si los de Cortés no hubieran colaborado en las matanzas, hubiesen sido otras víctimas más.

La consecuencia asombrosa de que los españoles acabaran siendo una nueva élite en México surgió de un rasgo imborrable de las culturas indígenas de las tierras colonizadas: lo que yo llamo el efecto extranjero. Esto es, hay culturas muy receptivas a los que vienen de fuera y muy dispuestas a aprovecharse de sus características objetivas: de confiarles el papel de árbitros por no tener vínculos con sectas ni bandos existentes; de emplearles como gobernantes por la misma razón; de darles la bienvenida como consortes aprovechables de reinas y princesas; de reverenciarles como "tocados por el dedo divino", según explica la antropóloga estadounidense Mary Helms, por el hecho de llegar, como peregrinos, de lugares muy lejanos.

A los españoles del siglo XVI no les convenía que la población indígena muriese. Las enfermedades, que eran los verdugos de las mayores masacres, les desesperaban. Y no porque los españoles fuesen seres excepcionalmente morales, sino porque el mantenimiento de la mano de obra y la productividad de las economías ya vigentes era imprescindible para el éxito del proyecto colonizador. Había, por supuesto, entre los españoles gente malvada que se comportaba como bestias, pero la política de la Corona española siempre favoreció la autonomía política y la prosperidad económica de los nuevos súbditos indígenas.

Las actitudes oficiales despiadadas y propensas al genocidio empezaron con el ascenso de la élite criolla. Y la verdad es que aumentaron con los procesos de independencia en América, cuando esas élites devinieron en explotadores coloniales de sus propios compatriotas, gentes de campo definidas racialmente y condenadas al menosprecio. La política de genocidio no se adoptó sino por el mismo Estado mexicano, cuando, por ejemplo, en los años 1860 y 1870 se intentó obliterar a los indígenas yaquis con ametralladoras y cañones, para privarles de sus terrenos.

Yo invitaría desde aquí al presidente de la República de los Estados Unidos de México a que sea él quien admita la verdad de la propia historia de sus antepasados. Y, por seguir con lo que él reclama, a que pida perdón por tantos agravios infligidos a sus paisanos. Que reconozca López Obrador la responsabilidad de los mexicanos en la conquista de México; que admita que los vicios de los españoles -que los hay y los hubo en la época colonial- son vicios humanos. Que asuma que el imperialismo indígena existía en lo que hoy es territorio mexicano y que los Gobiernos posteriores a la independencia trataron peor a sus indígenas que cualquier rey español. Y cuando haya cumplido con todo ello, si quiere, será momento de volver a charlar amigablemente sobre lo que debe hacer Felipe VI.

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU).

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