Mitos de las políticas de inmigración

En los últimos meses, se viene debatiendo en España, Italia y otros países sobre la mejor manera de tratar la llegada de personas procedentes de África a través de lugares como Ceuta y Melilla. Al margen de la ilegalidad de algunas de las prácticas actuales en cuanto al trato a las personas en la frontera, conviene hacerse tres preguntas: ¿existe una invasión procedente del sur tal y como la describen algunos políticos y medios de comunicación? En caso de que exista, ¿son eficaces la construcción de muros y vallas cada vez más altos para frenarla? Por último, ¿es la ayuda al desarrollo un factor relevante para reducir los flujos migratorios?

En primer lugar, el hecho de que las migraciones sean hoy en día un tema tan discutido es sorprendente desde el punto de vista estadístico. Según datos de Naciones Unidas de 2013, tan sólo un 3,2% de la población mundial reside fuera de su país de nacimiento, lo cual significa que la inmensa mayoría, el 97%, no encuentra suficientes alicientes para moverse. Es importante también destacar cómo en aquellas regiones en las que un grupo de países ha acordado de manera recíproca abrir sus fronteras, los desplazamientos no aumentan excesivamente. En la Unión Europea, el porcentaje de ciudadanos europeos ejerciendo su derecho individual a residir en otro Estado miembro es exactamente el mismo 3% que a nivel mundial. Migrar es, por tanto, la excepción y no la norma.

Además, las migraciones se producen en varias direcciones y no sólo de sur a norte. Por ejemplo, según datos de la Unión Europea, de los casi 4,5 millones de permisos iniciales de residencia que los 28 Estados miembros concedieron entre 2012 y 2013, los colectivos más númerosos son los provenientes de Estados Unidos, Ucrania e India. Estos permisos de residencia incluyen los otorgados por trabajo, estudios, reunificación familiar o razones humanitarias. Entre los 10 primeros países de procedencia tan sólo uno, Marruecos, pertenece al continente africano. Por otra parte, la media anual de migrantes que desde 1998 han alcanzado Europa por mar desde África es de 40.000 personas. Si bien el impacto de estas llegadas es muy grande, su porcentaje respecto al total de permisos de residencia es muy pequeño y no conviene, por tanto, exagerar su magnitud.

En segundo lugar, habría que preguntarse sobre la validez de las políticas restrictivas de los flujos migratorios. ¿Son eficaces la construcción de muros y vallas cada vez más altos a la hora de reducir el número de personas en situación irregular en un país? La mejor manera de responder esta pregunta es observar otros casos en los cuales se ha militarizado una frontera. Como bien ha demostrado la investigación del catedrático de Sociología Douglas Massey y de su equipo de trabajo en la Universidad de Princeton, las consecuencias de la militarización de la frontera sur de los Estados Unidos entre 1986 y 2014 se pueden resumir de la siguiente manera. En primer lugar, un mayor número de cruces por lugares cada vez más peligrosos e inhóspitos con el consiguiente aumento del número de muertos al realizar dichos trayectos. En segundo lugar, se ha elevado el uso de guías o coyotes para cruzar la frontera, así como el precio de los mismos. En tercer lugar, y a pesar de los miles de millones de dólares gastados en sofisticada tecnología durante más de 25 años, la probabilidad de conseguir entrar en Estados Unidos tras un número de intentos se ha mantenido cercana al 100%. Por último, el número de migrantes en situación irregular ha aumentado de manera constante hasta llegar a los 11 millones de personas. Es decir, la militarización de la frontera ha supuesto un colosal fracaso económico y político que ha beneficiado principalmente a aquellas empresas que se han adjudicado millonarios contratos durante estos años.

En tercer lugar, una segunda respuesta que se suele dar a la llegada de ciudadanos africanos es de carácter opuesto a la anterior, pero igualmente equivocada. Se argumenta que con una mayor ayuda al desarrollo se evitaría que la gente saliese de su lugar de origen en busca de un futuro mejor en Europa. ¿Es dicha afirmación cierta? Esto también requiere varias matizaciones que van más allá del hecho de que una política generosa de ayuda al desarrollo sea plausible y necesaria. En primer lugar, no son los más pobres los que viajan, sino aquellos que tienen acceso a alguna forma de capital financiero, social o cultural que facilite el trayecto. Emigrar a otro país es caro y arriesgado y, por tanto, la persona ha de contar con la información necesaria que le ayude a tomar decisiones estratégicas para mejorar su vida. En segundo lugar, como bien ha demostrado el trabajo del profesor De Haas y de su equipo de investigación en la Universidad de Oxford, el análisis empírico de las migraciones a nivel global nos muestra cómo la emigración aumenta a medida que los países se desarrollan. Cuanto más rica y educada sea una sociedad, mayor número de personas tendrán las cualificaciones necesarias para obtener el visado de trabajo correspondiente y poder establecerse en otro país, y mayores serán las aspiraciones laborales de la ciudadanía. Es por ello por lo que los países con mayor número de emigrantes no son los más pobres, sino aquellos con un índice de desarrollo medio, tales como México o Turquía. Por supuesto, una vez que un país llega a un nivel de desarrollo determinado puede pasar de ser un país de salida de personas a ser receptor de las mismas. España es un caso paradigmático de cómo un Estado de emigración se transforma en uno de inmigración a través del adelanto económico, a pesar de que en los últimos tres años se haya convertido de nuevo en un país expulsor neto de población a causa de la crisis, es decir, se va más gente de la que llega.

Según la Organización Internacional de las Migraciones, más de 40.000 personas han perdido la vida al cruzar una frontera desde el año 2000, lo cual supone un dato escalofriante para la reflexión. Las migraciones son un fenómeno complejo y cíclico. La investigación y el análisis empírico de otros casos a nivel mundial pueden contribuir a sortear errores pasados y a generar políticas más inteligentes que lleven aparejadas también el respeto de los derechos fundamentales de la persona y que eviten consecuencias indeseables e injustas.

Diego Acosta Arcarazo es profesor titular de Derecho Europeo en la Universidad de Bristol y trabaja actualmente en el proyecto sobre perspectivas para la gobernanza internacional de las migraciones (MIGPROSP).

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