Mitos del desierto

Desde hace varias semanas, desayuno en Nueva York contemplando seis grabados de Fernando de Szyszlo. No sé de qué época son ni creo que tenga la menor importancia.

Como suelen ser sus pinturas, los seis grabados son actuales, modernos y antiquísimos. Estos adjetivos no son contradictorios tratándose de él, sino complementarios, pues uno de los rasgos más atractivos del mundo que ha creado Szyszlo es trascender el tiempo y el espacio fundiendo en sus imágenes el pasado y el presente, así como el aquí de su tierra natal, el Perú, con un allá que abarca una vasta geografía donde América Latina colinda con Estados Unidos, Europa y buena parte del resto del mundo. De esas mezclas nace la unidad de ese arte suyo que es actual, lleno de reminiscencias del pasado histórico y de alianzas múltiples a las que, añadiéndoles su febril talento creativo, él ha impuesto una personalidad original.

Mitos del desiertoEn el fondo de estos grabados se adivinan los grandes arenales de la costa peruana, un paisaje sobre el que Szyszlo ha hablado muchas veces con emoción y que ha inspirado buena parte de su obra. Allí aparece ese interminable desierto, despoblado de hombres, pero no de los artefactos que fabrican los seres humanos y habitado por las creaturas y monstruos que erigen sus miedos y esperanzas. Es sabida la fascinación que han ejercido siempre para él las culturas prehispánicas del litoral, los tejidos y los mantos de plumas, los ceramios y las delicadas figuras con que nazcas y paracas estilizaron a pelícanos, cormoranes, gaviotas, zarcillos, peces, y a sus dioses y demonios. Todo eso está presente en esos seis grabados y su sutil alternancia de negros, grises, blancos y amarillos, y esas curiosas figuras que esas pinturas parecen rescatar de unas sepulturas hundidas en la arena para exponerlas a plena luz.

Si tuviera que quedarme con uno solo de esos grabados, elegiría sin vacilar el primero, esa serpiente voladora (para llamarla de algún modo) de la que sólo vemos la terrible cabeza y el trazo veloz que su vuelo deja en el aire, una estela astral, un rayo o relámpago tan vertiginoso que su cuerpo ha desaparecido, quedando de él sólo un rastro luminoso. La cabeza es una mezcla en la que coinciden todos los habituales ingredientes de los tótems y altares que habitan los cuadros de Szyszlo hace mucho tiempo, desde que su pintura dejó de ser no figurativa y fue optando por un realismo mítico u onírico: cuernos, rajas, ojos, cilindros. Todo en ellos evoca los viejos mitos, las religiones extinguidas de los antiguos peruanos, pero, también, las pesadillas, súcubos y íncubos con que los surrealistas trataron de capturar los sueños, resucitar la magia y los hechizos primitivos e instalarlos en el mundo moderno. Esa serpiente prodigiosa sobrevuela un muro hecho por manos humanas en el que, como una adivinanza que espera ser descifrada, hay una hornacina con una luna de metal o piedra preciosa incandescente.

El segundo grabado es también un acertijo, un espacio vacío invadido por signos, unos rectángulos oscuros como pistas para extraterrestres o fantasmas y un tótem negro, efigie muda y pétrea del remoto pasado que, sin embargo, está viva a juzgar por ese pequeño rayo de luz que escapa de su masa inerte, como un grito de desesperación de aquellos seres vivos (niños, sobre todo) que, según las viejas creencias andinas, se tragaban las piedras y las montañas y los tenían cautivos en su granítico seno.

En el tercer grabado las monstruosas serpientes son dos y, además de estar volando, se diría que han peleado o se disponen a hacerlo, por esas formas agresivas, beligerantes, con que se cruzan y descruzan, a velocidades imposibles, silentes y feroces, despidiendo chispas como dos aceros que se embisten.

En los otros tres grabados, siempre con el fondo de ese desierto grisáceo semioculto por una delicada neblina, aparece ese altar de sacrificios o mítico lecho nupcial que desde hace muchos años es el gran protagonista de las telas, murales y esculturas de Szyszlo. Enigmática y compleja figura que parece expresar a veces el inconsciente de un pueblo que indaga por el sentido de la vida, el más allá, algo que está fuera de su comprensión pero que intuye que existe, y, a veces, ser una incursión por los laberintos del amor, sus misterios, los goces y desgarramientos del erotismo del que Sade escribió que sólo alcanzaba su plenitud cuando se acercaba a la muerte. Es una idea que de algún modo ronda por estas construcciones que reaparecen, con puntualidad astral, en el mundo de Szyszlo.

Hay siempre en esas figuras una recóndita violencia, una confusión irracional, y, al mismo tiempo, una vitalidad clamorosa, como si todos esos nudos, ligaduras, haces, semillas, picos, discos, estuvieran llenos de animación, de fiebre, y respiraran.

Fernando de Szyszlo cumplió 90 años hace algunos meses y está tan vivo como las imágenes que, en estos seis grabados, acompañan mis amaneceres neoyorquinos. Sin pausa y sin prisa sigue enriqueciendo el mundo fascinante que ha ido construyendo desde que, en su lejana juventud, abandonó la arquitectura para consagrarse a la pintura. Su primera adhesión fue al cubismo y luego, muy pronto, a la no figuración, de la que, al cabo de los años, iría evolucionando hacia una realidad mágica o mítica de gran sutileza y elegancia, en la que, además de destreza y buen gusto, se percibe la presencia de otra de sus pasiones, la buena literatura.

Estuvo de joven en Europa y aprovechó con creces la mejor pintura clásica y moderna del Occidente, y, sin duda, si se hubiera quedado por allá, o en Estados Unidos, hubiera sido reconocido mucho antes como el gran creador de mitos y de imágenes que es. Pero él prefirió regresar a su país y hacer allí lo que entonces parecía una quimera: vivir para pintar y tratar de sobrevivir sin hacer nunca concesiones en los dominios artístico, político y moral. Lo ha conseguido y, por eso, además de ser valorado y admirado como creador, ejerce desde hace muchos años un magisterio cívico que no es nada frecuente en América Latina tratándose de un artista plástico. Nunca se ha dormido sobre sus laureles. Sigue pintando con el rigor y la ilusión de sus años mozos, sin haberse dejado vencer jamás por el pesimismo o la desilusión, batallando sin tregua en pos de la imposible perfección estética, y porque su país sea tan libre, tan moderno y tan universal como el universo que ha creado con la pintura.

Estos seis grabados que contemplo cada mañana me recuerdan a menudo su hermoso estudio, tantas batallas compartidas a lo largo de los años, a los amigos que partieron y nuestra irrompible amistad. Todo ello está también de algún modo presente en la atmósfera cálida, impregnada de nostalgia, de estas imágenes que cada mañana desafían con su luminosidad a los primeros fríos y nieblas del invierno neoyorquino.

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© Mario Vargas Llosa, 2015

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