¿Mitos democráticos?

En 1918, un efímero gobierno socialista de Baviera, encabezado por un poeta judío, Ernst Toller, y del que formaban parte artistas, economistas libertarios, comunistas diversos y algún tronado, adoptó importantes medidas culturales, casi todas ellas orientadas a asegurar el acceso de los ciudadanos a la alta cultura. Entre otras cosas, abrió la Universidad de Múnich a todo el mundo. Con una excepción: la historia, una disciplina que el gobierno consideraba "hostil a la civilización".

Cuando noto que mis convicciones radicales se debilitan, me basta con recordar este suceso para tonificarme. Cada vez vuelvo con más frecuencia sobre aquel momento de gloria. Y es que en los últimos años he desarrollado una alergia a la historia, perejil de todas las salsas. De las peores. Ahí está el trastorno de la historia democrática, en sus diversas variantes. Un trastorno comparable al de la botánica esquimal, la arquitectura diabética, las olivas políglotas o la matemática feminista, aunque en este último caso ya no me atrevo a opinar.

¿Mitos democráticos?Sí, ya sé que la historia, como decía Ranke, va de los hechos y los hechos -en realidad habría que hablar de las observaciones-, en tanto que tales, no son morales, no emiten juicios valorativos: somos nosotros quienes los valoramos. Exactamente, el clásico de los historiadores decía: "Nuestra pretensión es más modesta: tratamos, simplemente, de exponer cómo ocurrieron, en realidad, las cosas". Retengo el sentido adversativo del comienzo de la cita, porque conviene recuperar la consideración previa: "Se ha dicho que la historia tiene por misión enjuiciar el pasado e instruir el presente en beneficio del futuro. Misión ambiciosa, en verdad, que este ensayo nuestro no se arroga". Por lo que se ve no hemos avanzado mucho.

El pasaje del historiador prusiano describe impecablemente otra de las salsas aderezadas con el perejil histórico: el nacionalismo. El motivo fundamental de mis sarpullidos. La historia es el andamio que sostiene las mitologías nacionalistas. No hay proyecto nacionalista sin su nation-building. Una historia falsa por definición. Por aquello del carro por delante de los bueyes: hay que inventarse la biografía de una entidad que todavía no ha llegado al mundo. A partir de ahí, pues ya se conoce el procedimiento: a esa entidad, la nación, le pasan cosas. Las fronteras más recientes ofician como una suerte de inmortal e inmutable perímetro de identidades colectivas: unos entran, otros se marchan, sin que los pueblos se inmuten. Con ese marco mental, se puede transitar desde el Sacro Imperio Romano hasta la actual Alemania; naturalmente, sin entender nada de "cómo ocurrieron, en realidad, las cosas". Pero el cuento sirve mucho para que decir que el País Vasco existe desde el big bang, que Cataluña fue invadida por España o que no sé cuál emperador romano era español.

No faltan personas respetables, incluso filósofos respetables, que sostienen que tales cuentos son necesarios, que toda comunidad política reclama sus mitos, siquiera en dosis homeopáticas. No habría posibilidad de compromiso colectivo si los ciudadanos no experimentan algún tipo de vínculo especial con sus compatriotas, un vínculo imposible sin novelería. Los ciudadanos, que no se ponen cachondos con las abstractas leyes, necesitan la carnalidad de las comuniones culturales. Las naciones vendrían a ser como familias ampliadas. No solo serían, sino que deberían ser. Porque, ya se sabe, "la familia es lo primero".

La argumentación presenta problemas. Algunos son empíricos. Es mucho suponer que los lazos de sangre apaciguan la vida compartida. No todas las familias son como la de Qué bello es vivir. También están los Ptolomeos y los Borgia, los de Falcon Crest, Dallas y Succession. Sin olvidarnos de que la cohesión propia suele conllevar externalidades negativas, que cada familia Capuleto exige su Montesco. Por ese camino asoman los otros problemas, los normativos. El compromiso incondicional con los nuestros, el my country right or wrong, es incompatible con demandas de justicia. Se lo recordó Michael Corleone a Fredo: "Jamás vuelvas a apoyar a nadie en contra de la familia". La perversidad esencial de los nacionalismos.

Frente a los lazos de sangre, o alguna otra variante de las tiranías del origen, otros pensamos que la civilización debe adoptar alguna variante del llamado patriotismo constitucional: el compromiso mutuo en la defensa de derechos y libertades. El "libres e iguales". Y fraternos. Servidor, en particular, es partidario de una sociedad "en la que el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos", según el clásico panfleto. Sí, ese mismo en donde se afirmaba que "los trabajadores no tienen patria". El vínculo ciudadano es el único genuinamente civilizado. El único exigible. Lo otro, la pócima de la asimilación cultural, supone la tiranía del pasado. Está fuera de lugar reclamar a nadie la religión cristiana o la veneración de nuestras tradiciones, de la Semana Santa, los toros, los castellers o Las Fallas seamos los españoles devotos cofrades, apasionados taurinos, temerarios enxanetas o pirotécnicas falleras mayores. Lo único que podemos, y debemos, exigir es el compromiso con nuestro entramado democrático, que, entre otras cosas, garantiza la posibilidad de revisar y de burlarnos de nuestra historia. Emanciparse consiste en escapar a las determinaciones de origen.

Por supuesto, eso no quiere decir que no se generen afectos y se recale en pautas culturales compartidas. Sucede siempre cuando se tienen repetidos tratos comunes. Son sobreentendidos que engrasan la vida, también la económica, desde el primer "buenos días" que intercambiamos con un vecino. Las pautas compartidas suplen, con ventaja, a unos contratos administrativos imposibles de detallar. Algunos creen que eso es ya un nacionalismo insoportable, lo mismo que imponer usos, costumbres y lenguas. Todo son banderas, nos dicen, tanto la bandera de Europa como la nazi. A esa inane ocurrencia la llaman "teoría del nacionalismo banal" y, por lo general, es la excusa para imponer nacionalismos que no conocen tregua. Pero no, no es lo mismo un sistema compartido de señales de tráfico, de anchos de vía o de sistemas de matriculación, que imponer una lengua en las relaciones sexuales. Por precisarlo: en un ayuntamiento debe figurar la bandera constitucional, que simboliza la democracia y los derechos, y no una bandera de parte con independencia de la nobleza de su causa o de las mayorías circunstanciales, sea la estelada, la de Ucrania, la LGTBIQA+, la del PP o la del Barça.

Sí, el patriotismo constitucional requiere símbolos del común compromiso en la defensa de derechos y libertades. La bandera no es el único. Las dos grandes revoluciones democráticas tienen otro que se concreta en sus fiestas nacionales: el 4 de julio, día de la Independencia para los norteamericanos; el 14 de julio, el día de la toma de la Bastilla, para los franceses. Los dos mitos, como todos, mirados con escrúpulos notariales resultan fantasiosos. Si el 4 de julio de 1776 hubiesen acudido a Filadelfia todos los que, en buena representación democrática, debían acudir, es improbable que se hubiera proclamado la independencia. Pero no les llegaba el dinero. En la Bastilla no había más que cuatro desgraciados y aquello fue cualquier cosa menos una demostración de voluntad de diálogo.

Pero, para lo que importa, la reescritura de esa historia participa de dos rasgos fundamentales: un compromiso popular y una reivindicación última de contenido democráticos. Son «momentos constitucionales», si me permiten usar con muchas licencias la fórmula del constitucionalista norteamericano Bruce Ackerman en su clásico We The People. El nuestro se podría ir a buscar a 1812.

En la España postfranquista también hemos tenido algún genuino movimiento constitucional. Lamentablemente, no lo fue la reacción frente al 23-F, con una ciudadanía remisa y, si no me engaña el instinto, más preocupada por la paz civil que por la defensa de las libertades. Pero sí las reacciones ante el asesinato de Miguel Ángel Blanco o ante el intento golpista del otoño de 2017. En aquellos días los ciudadanos salieron a defender sus libertades, identificaron a quienes las amenazaban y se reconocieron en el compromiso con sus conciudadanos, de todos, en cualquier rincón de España. Sin esperar a que los convocaran. Al revés, allí tuvieron que acudir, remoloneando, los Iceta y unos cuantos peneuvistas. Lo de que remoloneaban tardamos pocas semanas en descubrirlo.

Una sociedad hondamente democrática debería recordar esas fechas. Sería el mejor modo de reconocernos miembros de una nación democrática. Naturalmente, no ignoro que se trata de una fantasía, de que nuestra historia oficial, la que lleva camino de ser obligatoria, la están escribiendo quienes amenazaron vidas y libertades en aquellos memorables momentos constitucionales.

Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona.

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