Mitos guerreros

La historia de la Humanidad se ha cimentado en buena medida sobre mitos, hipérboles y tergiversaciones. El imaginario colectivo de todas las naciones que han desempeñado un papel relevante ha necesitado generar épica, leyendas, sobrevaloraciones, a veces con fundamento y otras no tanto. Seguramente, no podía ser de otra forma, pues si reducimos a don Pelayo a su condición de cabecilla de cabreros hambrientos, como hacen las crónicas árabes, con dificultad Alfonso II habría podido descubrir el sepulcro del Apóstol y Alfonso III ser proclamado «El Magno» por la posteridad y reclamarse legítimo heredero de los godos. Y hacía falta. Pero tampoco los ejércitos de Jerjes, o de An-Nasir en Las Navas de Tolosa, contaban los cientos de miles de hombres que mencionan los papeles, ni hay por qué aceptar la cuantía del botín repartido –según Ibn ‘Abd al-Hakam– entre los conquistadores árabes del norte de África; ni existen «los mejores combatientes», pertenecientes a ésta o aquella nación, sobre todo con la connotación de perennidad.

Mitos guerrerosEn estos días, un tal Howard –quizás sin creerse una palabra– toca botasilla y llama a los ingleses al arma, de inmediato secundado por toda la prensa amarilla (que en Inglaterra siempre está presta a desempolvar La Armada, la Inquisición y las sangrientas corridas), porque vienen los españoles y hay que darles tal mano que se han de tranquilizar sin remisión sin seguir amenazando las propiedades que Dios concedió a Su Graciosa Majestad. No perderé espacio comentando semejante majadería, ni soltando andanadas de improperios sobre un personaje de quien no tenía la menor noticia y al que no se debe responder en serio: dejémoslo en la reacción habida de nuestro lado (risas, chufla e indiferencia, hasta para los insultos). Pero también ha habido columnistas –algunos muy admirados por mí– que se han lanzado a elucubrar, entre bromas y veras, y a cantar la superioridad de los guerreros de Albión, disuadiéndonos por tanto de cualquier enfrentamiento con tales enemigos. En El Cairo tenía un amigo inglés y juntos abordamos en alguna ocasión precisamente este asunto: cada uno barría para casa, repitiendo lo que oyera, o le habían enseñado en la escuela, a través de lecturas, o en la idea un tanto vaga y optimista que los humanos forjamos sobre nosotros mismos. Ignoro qué pensará en la actualidad mi amigo, pero yo creo haber moderado, matizado y mejorado el concepto (ahora mucho más realista) que albergaba sobre el valor y la capacidad bélica de mis compatriotas. En especial, a la vista de la sociedad presente, quizás una de las más asustadizas y escapistas del planeta.

Un juicio global no es ni justo ni razonable, porque en un mismo lugar y en idéntico momento las reacciones dentro del «grupo» pueden ser muy dispares. En la llamada Batalla de Annual –más bien una cacería propiciada por errores del mando–, mientras algún regimiento huía a la desbandada sin disparar un tiro, como probaron luego los fusiles intactos, otro –el de caballería de Alcántara– combatió con mucho más que denuedo, se sacrificó sufriendo una mortandad terrible y llevaron la abnegación y la disciplina hasta el extremo de dar la última carga al paso, cuando los animales ya no podían más. Unos y otros eran españoles, bajo una misma circunstancia y en el mismo instante. Parece obvio que la actitud y actuación de los oficiales fue determinante en ambos casos para resultados tan dispares: unos, los mejores soldados del mundo; otros, los peores.

Para no irnos muy lejos, veamos las peripecias bélicas de los ingleses, por ejemplo en la II Guerra Mundial, generadora de monumentales mitos agrandados y canonizados en los altares del imaginario universal por el cine de Hollywood. Soslayaremos la no muy informada culpabilización despectiva de Chamberlain, al que se moteja de pusilánime y tonto cuando, de hecho, fue el que declaró la guerra y quien en marzo del 38 –a raíz de la anexión de Austria por Alemania– lanzó un programa de fabricación de diez mil aviones de combate, o sea que de inocente y manipulable, nada. Otra cosa es que la mitología bélica precisara de un héroe y un villano. En aquella mortífera contienda los mejores soldados –si tal hubo– y, por consiguiente, el mejor ejército fueron los alemanes, obra de la inteligente y tenaz labor del general Von Seeckt y un cualificadísimo grupo de oficiales de Estado Mayor que, durante los años veinte, pese a las imposiciones del Tratado de Versalles y antes de que se pudiera temer el ascenso del nazismo, mantuvieron en la enteca Reichswehr el esqueleto del futuro ejército. Hasta 1943, cuando la abrumadora superioridad industrial y demográfica de los enemigos hizo inútil la calidad del personal, por otro lado muy mermada por las innumerables bajas del frente ruso, donde realmente Alemania perdió la guerra, no en Normandía (otro de los mitos peliculeros): tres de cada cuatro bajas de la Wehrmacht ocurrieron en Rusia.

La aportación inglesa al conflicto fue notable en algunos aspectos (inteligencia, técnicas relacionadas con la misma, operaciones especiales o ser gran base logística para Estados Unidos), pero también adoleció de graves fallas: la derrota en Flandes y norte de Francia, con retirada a Dunquerque, de donde salieron gracias al agotamiento de sus perseguidores o por uno de esos gestos teatrales de Hitler, que soñaba –iluso– con un arreglo amistoso con Inglaterra. A saber. Tampoco Singapur es un buen recuerdo: allá se rindieron heroicamente y bien atrincherados ochenta mil ingleses y adláteres (los ingleses siempre llevan adláteres) ante veinte mil japoneses que llegaban muy asendereados por la selva. En cuanto a la famosa Batalla (aérea) de Inglaterra generó exaltaciones patrióticas y propagandísticas que vinieron bien en su momento –extremo indudable y digno de envidiar– aunque la realidad de los hechos es más modesta. Hubo tablas en el plano táctico, debidas, sobre todo, a dos factores: Alemania nunca dispuso de una aviación de bombardeo estratégico de gran alcance y la reducida autonomía de los cazas de la época, por lo que los bombarderos que despegaban de Noruega para atacar Escocia volaban sin escolta, con las consecuencias imaginables; y los cazas que acompañaban, sólo en el sur de Inglaterra, a los bombarderos medios, se veían forzados a regresar antes de tiempo, cayendo en muchos casos en el Canal por falta de combustible. Pero el cese del Blitz y el abandono de la operación León Marino, la victoria estratégica que se exhibe en parte con razón y gran parafernalia de frases de Churchill, se debió más que a nada al desencadenamiento de Barbarroja, el ataque a la URSS, la culminación de las fantasías de Hitler de tener en el Este un «Oeste» que colonizar, como buen lector infantil de las novelas de Karl May.

Todos tenemos éxitos pretéritos que rememorar. El problema reside en creer que seguimos en el pasado, observación que vale para ellos y nosotros, aunque nuestro principal enemigo seamos los mismos españoles. También en Gibraltar.

Serafín Fanjul, miembro de la Real Academia de la Historia.

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