Modelo de Estado: tribulación y mudanza

Desde que EL ESPAÑOL empezó a publicar diversas informaciones relacionadas con eventuales comisiones cobradas por el Rey Juan Carlos I, el debate monarquía-república ha adquirido más fuerza que nunca. Hay quien lo utiliza para desviar la atención respecto de otras cuestiones ahora desplazadas hacia un segundo plano.

El tema tiene su enjundia y bien merece la consideración que está teniendo. Los partidarios de la monarquía se dedican a hacer relación de los muchos beneficios del reinado de Don Juan Carlos. También ponen de manifiesto la neutralidad partidista con la que se han comportado Juan Carlos I y Felipe VI en el ejercicio de su alta magistratura y el triste balance que se colige de las dos repúblicas que se instauraron en España en 1873 y en 1931.

A una parte del monarquismo algunos prefieren llamarlo simplemente juancarlismo, estableciendo una especie de distinción entre la manera en que Juan Carlos I ejerció su función y lo que representa la propia monarquía parlamentaria. Un error porque, aunque es cierto que la firmeza democrática del Monarca -demostrada durante el 23-F- le hizo ganar muchos enteros a los ojos de los españoles, incluso de algunos republicanos, ello no fue más que la consecuencia de lo prescrito en nuestra Carta Magna que regula que el Rey debe “guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes”.

Resulta muy saludable que se debata sobre formas políticas del Estado, pero acaso sea tan importante o más lo que queremos que sea España durante las próximas décadas. Sostenía Renan que “la nación es un plebiscito cotidiano”. No estoy completamente de acuerdo, me inclino más hacia lo que nos propuso Ortega: “No puede haber nación sin un proyecto sugestivo de vida en común”.

No obstante, a falta de proyecto sugestivo -pues brilla por su ausencia- prefiero la idea del plebiscito a que las cosas se decidan por la vía de los hechos, que es lo que está sucediendo desde hace algunos años. Y cuando aludo a tal idea no quiero decir que se convoque una consulta sobre el futuro de la nación, me conformaría con que los partidos mayoritarios hicieran una manifestación expresa de cuál es su proyecto de España y que luego fueran consecuentes, tanto a nivel nacional como regional.

Tenemos derecho a debatir sobre nuestro futuro colectivo: respecto de si deseamos que España siga siendo una nación solidaria formada por ciudadanos iguales, con independencia de la parte del territorio donde resida cada uno, o si es preferible dejar que se convierta, en un conglomerado de territorios, sin otro aglutinante que el de mantener una denominación común.

Cuando se aprobó la Constitución, España tenía un capital social mayor que el que tenemos los españoles ahora

Tras las recientes elecciones gallegas y vascas, Jorge Bustos y algunos otros columnistas han visto en nuestro horizonte la próxima llegada de una especie de “confederación de autonomías ibéricas” -cuya forma política podría encajar con algún tipo de república- pues estamos asistiendo a un progresivo desmantelamiento de los fundamentos que han servido para construir el proyecto común español en favor del de sus respectivos territorios (Comunidades autónomas que de facto se comportan como verdaderos Estados federados). Cuando los españoles votaron la Constitución lo hicieron conforme a un proyecto de nación que no coincide con lo que las actuales generaciones de ciudadanos estamos viviendo.

Habrá a quien le parecerá que España es algo que se improvisa cada día. No estoy de acuerdo. Es probable que algunos de nuestros políticos, acuciados por temas más urgentes no reparen en ello, pero les puedo asegurar que hay otros que llevan mucho tiempo desplegando una estrategia que está dando sus frutos, y que conducirá a una nueva situación no solo fáctica sino también formalmente distinta. En esto de la política ocurre como con la sisa de la criada, mejor coger un poco cada día que todo de golpe.

Cuando fue aprobada la Constitución de 1978 España tenía un capital social mayor que el que actualmente tenemos los españoles. Entonces había un proyecto sugestivo de vida en común que no se apoyaba en el vacío. Para que exista y se mantenga cualquier grupo humano es necesario que quienes lo forman compartan el mismo capital social.

Lo puso de relieve Putnam, un profesor estadounidense que publicó un importante ensayo titulado Bowling Alone: America's Declining Social Capital, que tuvo tanta trascendencia que forzó a que su autor fuera recibido por el presidente Clinton. Sin embargo, el capital social de las naciones no surge ni se mantiene espontáneamente, necesita instituciones en las que apoyarse. Bourdieu, Putnam y Haidt señalan que el Derecho, la lengua, la religión, las tradiciones, los símbolos y las instituciones políticas, son algunos de los fundamentos en los que se apoya el capital social de la nación.

Por ello, desde hace mucho estamos asistiendo a la construcción del capital social de algunas Comunidades Autónomas al tiempo que vemos progresivamente como se desvanece el de España. Llevamos bastante tiempo contemplando la postergación del estudio de la lengua común las Comunidades Autónomas que, además del español, tienen otra lengua propia.

Una de las pocas cosas que puede seguir garantizando nuestro proyecto constitucional común es la monarquía

Llevamos mucho tiempo también observando el crecimiento exacerbado de la legislación de las Comunidades Autónomas en detrimento de nuestro Derecho común. Vemos como se ultrajan nuestros símbolos nacionales sin consecuencias para la mayoría de los infractores. Los españoles de las nuevas generaciones llegan a la universidad con un bagaje cultural muy distinto en función de la Comunidad Autónoma a la que pertenecen, especialmente si se tiene en cuenta el idioma en el que se imparten las asignaturas de Primaria y Secundaria, así como el contenido de lo que se estudia respecto de las ciencias sociales.

Las tradiciones que se fomentan no son las generales, sino las regionales y locales. En Cataluña se promulgó una ley que prohibió las corridas de toros, las cuales llevan sin celebrarse en sus provincias desde el año 2011, lo que no ha impedido que en 36 de sus localidades la gente siga asistiendo a los bous al carrer, correbous y otros festejos taurinos.

Asistimos a una completa ruptura de la unidad de mercado, a pesar de sus graves inconvenientes económicos. Vemos atónitos como la inspección educativa y algunos funcionarios del Estado miran hacia otro lado dejando que se incumplan reiteradamente las resoluciones de los tribunales, para no molestar a ciertos gobiernos autonómicos, etc.

Hasta hace poco quedaba a salvo uno de los fundamentos de nuestro capital social que parecía mantenerse incólume. Quienes llevan años tratando de construir su respectivo capital social territorial -y sus aliados políticos nacionales- han encontrado una oportunidad adicional gracias a los escándalos que salpican a Don Juan Carlos. Nos gustaría que el mantenimiento de nuestro proyecto común y capital social no dependiera de la forma política elegida para el Estado, pero parece que ahora una cosa está irremediablemente unida a la otra.

Tal y como está todo, una de las pocas cosas que puede seguir garantizando nuestro proyecto constitucional común es la monarquía. Mientras no se produzca un verdadero debate sobre qué tipo de proyecto de convivencia queremos para nosotros mismos y para las generaciones venideras, más nos vale seguir el consejo de Santa Teresa y “en tiempos de tribulación no hacer mudanza”.

Juanma Badenas es catedrático de Derecho civil de la UJI, ensayista y miembro de la Real Academia de Ciencias de Ultramar de Bélgica.

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