Moderación ante la insensatez

El Washington Post retomó el pasado diciembre una noticia del mes de noviembre sobre el aumento de las tensiones generadas por los grupos separatistas en diversos países europeos, no sólo España, como consecuencia de la depresión económica.

Lo cierto es que los momentos de dificultades económicas siempre han favorecido las campañas secesionistas de quienes pretenden mantener su poder cuando no encuentran medidas efectivas en la generación de empleo y bienestar social. Uno de los mecanismos que se han demostrado históricamente más prácticos para cohesionar a una población es su lengua. Curioso, cuando se ha demostrado en varios ámbitos (las matemáticas, la química, el código genético) que la imposición de un código único a nivel mundial, y prácticamente inmutable, hace mucho más efectiva y rápida la comunicación. Pero hay razones emocionales que nos obligan a preservar la que consideramos nuestra lengua materna, y hay quienes saben manipular para crispar situaciones en beneficio de una minoría, aquello de a río revuelto ganancia de pescadores.

Los medios de comunicación recogieron en su día la negativa del Tribunal Superior de Justicia Catalán a aplicar la sentencia del Supremo sobre el uso del español como lengua de enseñanza. No es la primera vez que, por diversos motivos, unos u otros han intentado desmembrar España, con la excusa en algunos casos de la Corona de Aragón o sus componentes, para fundamentar este distanciamiento. La unión dinástica de las coronas de Aragón y Castilla no fue fácil, como mostraba, algo melodramáticamente, una reciente serie televisiva sobre Isabel la Católica; pero es fácil romperla como todas las cosas de valor que necesitan del esfuerzo y no de los deseos personales. Una situación similar ocurre en Bélgica con el neerlandés y el francés, y en Escocia con el escocés y el inglés.

Este nuevo intento de desmembrar la nación a través de la lengua, cuando lo que más preocupa es la financiación, me recuerda el peligroso intento surgido a partir de la crisis económica de 199293: en Valencia había un pequeño grupo político muy agresivo, anticatalanista, mientras que por otro lado un número de personajes de Cataluña presionaba insistentemente para que se lograra una unidad lingüística con la bien razonada excusa de que favorecería la cohesión social.

Jordi Pujol se reunió en 1996 con Eduardo Zaplana en Reus y discutieron este asunto de la lengua, especialmente grave entonces y más todavía ahora a nivel estatal. Los dos eran conscientes de que la tensión no favorecía el objetivo europeo y sólo servía de cortina de humo a problemas que ya se estaban resolviendo. Zaplana convocó, como recuerdo en un artículo publicado con motivo del 30 Aniversario del Estatuto Valenciano, al Consell Valencià de Cultura, que fue creado para ayudar a evitar o resolver problemas. Este consejo se había constituido fuera de toda discusión partidista, puesto que sus miembros son elegidos por una mayoría de dos tercios de los diputados y necesita de un consenso previo de los principales partidos. En 1996 fui nombrado presidente de dicho Consejo. Hacia finales de 1997, y poco después de la entrevista entre Zaplana y Pujol, se nos encargó un dictamen sobre un asunto al parecer académico: el valenciano o la lengua de los valencianos, un tema que ya figuraba en la Ley de creación de la institución hacía más de diez años. Dado el enfrentamiento de la llamada «batalla de Valencia», por la que, en 1976, un grupo de políticos valencianos reclamó la autonomía económica, política y cultural de la región valenciana, y las tensiones que desde entonces había con los catalanistas, muchos me preguntaban cómo había aceptado este encargo. Llamé a los medios de comunicación y les pedí su apoyo; les dije que, si ellos ayudaban, estaba seguro del éxito, y si no colaboraban, no podría ser. Se portaron magníficamente.

Posiblemente los lectores que no vivieran aquella época de tensiones, especialmente si no son valencianos o catalanes, no entenderán la gravedad de aquel asunto. Pero era tan serio y la situación tan crispada que, como ejemplo, diré que alguno de mis compañeros del Consell de Cultura y yo mismo tuvimos que salir de la sede que nos albergaba en un coche de Policía protegidos por los agentes. Aunque afortunadamente cada vez menos, algunos apasionados aprovechaban las celebraciones del 9 de octubre, día de la Comunidad, para insultarme y echarme alguna moneda de poco valor.

Pero quiero insistir en el papel primordial de Eduardo Zaplana en el apaciguamiento de la situación y resaltar su implicación personal en resolver el problema. Por aquellos días, Zaplana tuvo que someterse a una operación quirúrgica en Alicante, y desde la clínica, a punto de ser intervenido, insistía en que le mantuviésemos informado en todo momento. Dijo textualmente: «Hasta que me anestesien». La última vez que conversamos con él eran más de las 11 de la noche.

El Consell Valencià de Cultura acordó un método de trabajo con la recepción de escritos, entrevistas y audiencias de instituciones y entidades invitadas. Fue una especie de confrontación entre posiciones que en realidad tenían como objetivo un bien común. Este ambiente abierto y de clara discusión sólo se podía hacer desde una institución asesora como es el Consell Valencià de Cultura, institución de la que no hay otra igual, excepto el Consello da Cultura Galega, con el que, por cierto, tenemos muy buena relación.

Como he dicho en otra ocasión, en cierta forma hicimos historia con la creación de un dictamen, seis meses de trabajo que se concretaron en la fundación de la Academia Valenciana de la Lengua, lo que desactivó una confrontación estúpida pero mortífera para los valencianos que estuvo a punto de hacer inviable su cultura, y que había vuelto muy difícil, casi asfixiante, su vida política. Como indiqué a los medios de comunicación hace algún tiempo, estamos viviendo momentos serios, difíciles y dramáticos, y no es de recibo provocar nuevas tensiones. Aunque la Comunidad reconoció la labor pacificadora adecuadamente al otorgarle en 1998 la Alta Distinción de la Generalitat al Consell Valencià de Cultura y en 2002 a Zaplana a título personal, me parece injusto que no se haya reconocido a nivel nacional la importancia de este asunto, que como vemos sigue coleando, y la lengua continúa utilizándose como arma para justificar la separación en Cataluña.

Lo que ha mantenido nuestra estabilidad política no es una pieza poética de papel en la que se ha plasmado la Constitución, sino la existencia de unas instituciones bien afianzadas y, aunque a veces se obvia, la razón y el hábito de reflexionar, junto al importante sentimiento de que todos somos una nación y debemos resolver nuestras diferencias para mantener el proyecto común. Curiosamente, para los más jóvenes, esa nación ya es Europa. Los científicos hemos aprendido que no se puede predecir el futuro, así que ignoramos lo que ocurrirá y qué tipo de estructura gubernamental se producirá en el hipotético caso de que modifiquemos, como algunos pretenden, la constitución vigente, y tengo la esperanza de que no ocurra nada dramático en breve. Si reconocemos lo que es obvio, como que la mayor parte del texto constitucional es lo suficientemente explícito como para permitir un amplio abanico de posturas nacionalistas, está claro que hay que seguir y mantener nuestra actitud de respeto a la Constitución, o mejorarla con la máxima prudencia.

Santiago Grisolía, presidente del Consell Valencià de Cultura.

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